Vamos a morir, y esto es una suerte. La mayoría de gente no tendrá oportunidad de morir porque nunca habrá nacido. Las personas que podrían haberse encontrado aquí en mi lugar y que nunca verán la luz del día son más numerosas que los granos de arena de Arabia. Estos fantasmas no nacidos seguramente incluyen poetas más grandes que Keats y científicos más grandes que Newton. Podemos asegurarlo porque el conjunto de individualidades posibles que permite nuestro ADN excede con mucho el de personas reales. Entre las incontables posibilidades que podrían haberse materializado, somos el lector y yo, en nuestra medianía, los que estamos aquí.
Destejiendo el arco iris, Richard Dawkins
Calificar de «suerte» el acontecimiento que, según Heidegger, nos define como seres humanos, no deja de resultar curioso. Curioso, pero no inédito: hace más de dos mil años Epicteto reflexionaba sobre ella y llegó a la conclusión de que «la muerte no es nada terrible, pues a Sócrates no se lo pareció. Solo la opinión que tenemos de la muerte, la de que es terrible, es lo que es terrible». Como buen estoico, Epicteto era consciente de que lamentarse por aquello que no podemos cambiar era inútil: en nuestros desvelos y preocupaciones no podemos encontrar consuelo, sino solo más desesperación y angustia. Nuestra mente puede convertirse, en ocasiones (demasiado a menudo, me temo), en una sala de tortura en la que acabamos con cualquier atisbo de esperanza y nos regodeamos en martirizar a esa parte de nosotros que quiere desenvolverse con sosiego en la vida.
Pero ¿cómo no atormentarse ante nuestro inexorable destino? Aunque Epicteto tiene razón y, en verdad, tememos más a nuestra idea de la muerte que a la muerte misma, no deja de ser un final de viaje algo desesperanzador: el desconocimiento absoluto del proceso, la imposibilidad de conocer —de primera mano— qué hay después de abandonar la vida y, ante todo, la carcoma de la duda que nos socava las entrañas: ¿habrá algo esperándonos?
La toma de conciencia con esta indubitable certeza es compleja y dolorosa: asumir el concepto de muerte en la infancia es un velo de ensueños, un cúmulo de relatos llenos de eufemismos que, pese a la buena voluntad de los adultos, nos dejan con más preguntas que respuestas (sin saber entonces, como penosamente aprenderemos más tarde, que estas últimas no existen) en una realidad donde la vida brilla, durante esos primeros años, con todo su esplendor, convirtiéndonos en seres inmortales. No hay muerte en la infancia porque solo hay energía, luz y gozo. No hay muerte porque, ante todo, hay esperanza. Esperanza en el futuro, esperanza en los demás, esperanza en el propio mundo que nos circunda. Esperanza que todo lo tiñe y lo engalana.
En ese sentido, Dawkins celebra con fruición el milagro de la vida con muy buen tino. Si algo debemos valorar, por encima de todo, es el hecho de que nuestra existencia es un regalo; no importa si crees en un poder superior que concede esos dones a voluntad, o si aguardas la llegada a un más allá edificado según mil y una leyendas, o si estás convencido de que el alma —sea eso lo que pueda ser— es eviterna, o si piensas que el final de tu cuerpo representará el final de tu conciencia… Da igual. Como afirma el biólogo, en alguna inextricable jugada del universo tu existencia se ha materializado aquí y ahora, en este absurdo mundo lleno de incógnitas, de dolor y de tristeza, pero también de ilusiones, amoríos y logros. Por un capricho cósmico, aquí estás.
Lejos de mi intención convertir esta idea «viernesina» en un canto edulcorado. Pero tomar conciencia de la muerte puede cohonestar dos nociones aparentemente contrapuestas: el temor a nuestra desaparición y el disfrute del efímero tiempo de nuestra existencia. Como te recalco en muchas ocasiones, el justo medio aristotélico nos señala la forma de tomarnos esta naturaleza caduca que nos moldea: podemos angustiarnos por la incerteza que nos causa ese destino ignoto, pero la pesadumbre no debería privarnos del placer de cada una de las maravillas que la vida nos sirve. No sabemos qué es morir, qué significa la muerte; pero sí sabemos cómo es vivir, cómo es amar, cómo es gozar. Aprovechar la oportunidad de hacerlo me parece casi una obligación.
El domingo conectaré esta idea con la de nuestra percepción del destino, pero te dejo con las palabras de Fernando Pessoa1, que en su solitaria existencia, en su alejamiento de lo mundano, nos descubrió algunas de las claves de la esperanza de vivir:
La vida es para nosotros lo que concebimos en ella. Para el rústico cuyo campo lo es todo, ese campo es un imperio. Para el César cuyo imperio le parece todavía poco, ese imperio es un campo. El pobre posee un imperio; el grande posee un campo. En verdad, no poseemos más que nuestras propias sensaciones; en ellas, pues, que no en lo que ellas ven, tenemos que fundamentar la realidad de nuestra vida.
Libro del desasosiego, Fernando Pessoa.
Siempre me acuerdo de la reflexión de Unamuno a este respecto que a su vez citaba a otro autor diciendo que si es la nada lo que nos espera hagamos que sea algo injusto. Bella encomienda. Aunque en este tiempo posmoderno de abundancia burguesa vivimos de espaldas a la muerte como si no existiera, en realidad somos un ser-para-la-muerte como decía Heidegger, que se proyecta hacia el futuro disponiendo como única certeza de nuestra propia muerte. Jaspers decía que filosofar en esencia es aprender a morir. Y desde luego es un aprendizaje que requiere de toda una vida. Esperemos que sea plena para cuando llegue la hora.
La idea de la muerte es una cuestión que siempre me ha fascinado (la idea de la muerte, no tanto la muerte, se entiende). Desde pequeños la muerte nos rodea y, en algún momento inesperado, todos terminamos exponiéndonos a ella. Quizá lo más interesante es que no todos tardamos el mismo tiempo en interiorizar todo lo que la muerte implica y, como bien dices, nuestro corpus de creencias y experiencias vitales determina en gran medida cómo será ese proceso para cada uno.
Yo tengo bastante claro en qué momento comencé a masticar la idea y puedo enumerar sin problema varios pasos y episodios clave que me han permitido llegar al punto en el que estoy ahora mismo. Un lugar, por cierto, en el que estoy muy tranquilo. Y, de algún modo, agradecido.