Me quedo atrapado en la idea de Dawkins, esa “suerte” que nos toca al haber sido elegidos entre infinitas posibilidades. Es curioso cómo algo tan intangible como la existencia puede parecer, a la vez, un milagro y un absurdo. Pero lo que realmente me toca es la contraposición que planteas: el miedo a desaparecer y, al mismo tiempo, la obligación de disfrutar lo efímero. Esa tensión es, quizá, lo más humano de todo.
Me gusta que, en medio de la reflexión, recuerdes la importancia de no dejarnos devorar por la angustia. No porque el temor no sea válido —¿cómo no sentirlo, cuando la muerte es el único destino ineludible?—, sino porque quedarse atrapado en él nos priva de lo único que realmente poseemos: este instante, este ahora.
Me hace pensar en cómo vivimos: ¿conscientes de esta caducidad o pretendiendo ignorarla? Me gusta la invitación que dejas implícita, esa idea de Aristóteles de encontrar un justo medio: no negar la muerte, pero tampoco dejar que nos paralice. Porque, como bien dices, no sabemos qué significa morir, pero sabemos qué significa vivir. Quizá ahí está nuestra tarea más difícil y más hermosa: encontrar sentido en medio de la incertidumbre, disfrutar de las maravillas aun sabiendo que son prestadas, y aceptar que este capricho cósmico nos ha permitido ser, aunque sea por un momento.
Gracias por recordarme, con tus palabras, que entre todo lo incierto siempre queda el milagro de sentir.
Gracias, Javier. Lo cierto es que esa dicotomía entre disfrutar de la vida y ser conscientes de su caducidad resulta, en líneas generales, algo imposible. Habría que partir de una base muy consciente, de una percepción tanto del «yo» como de la naturaleza extremadamente objetiva para ser capaces de equilibrar una cosa y otra.
Ahora bien, quizá lo que habría que intentar —dentro de nuestros humanos límites— es, simplemente, poner el foco en aquello que nos define para no caer en la desesperación. Javier Jurado recalcaba por aquí la idea heideggeriana del «ser-para-la-muerte», del papel que juega la mortalidad en el hecho de ser humanos; la tesis puede parecer, a primera vista, un tanto desesperada, pero creo que subraya la intención de mi artículo. No se trata de ver la muerte como un obstáculo ontológico, sino como la fuerza que nos dota de sentido: siempre estamos a medio camino, inacabados, pero es la certeza de ese final (que nunca vivimos en primera persona, obviamente, sino solo «a través» de otros) lo que, en cierta forma, nos completa, o nos acerca a esa completitud.
La idea de la muerte es una cuestión que siempre me ha fascinado (la idea de la muerte, no tanto la muerte, se entiende). Desde pequeños la muerte nos rodea y, en algún momento inesperado, todos terminamos exponiéndonos a ella. Quizá lo más interesante es que no todos tardamos el mismo tiempo en interiorizar todo lo que la muerte implica y, como bien dices, nuestro corpus de creencias y experiencias vitales determina en gran medida cómo será ese proceso para cada uno.
Yo tengo bastante claro en qué momento comencé a masticar la idea y puedo enumerar sin problema varios pasos y episodios clave que me han permitido llegar al punto en el que estoy ahora mismo. Un lugar, por cierto, en el que estoy muy tranquilo. Y, de algún modo, agradecido.
Como le decía a Javier, creo que pensar la idea de la muerte (siendo, como es, inaprensible) puede hacernos valorar no ya la vida, sino nuestro modo de actuar. Reconozco ser un poco tanatofóbico, pero el paso de los años (por paradójico que resulte) y una mayor intencionalidad a la hora de enfocar la curiosidad ha hecho que conviva con la idea de una manera, digamos, más cómoda.
Siempre me acuerdo de la reflexión de Unamuno a este respecto que a su vez citaba a otro autor diciendo que si es la nada lo que nos espera hagamos que sea algo injusto. Bella encomienda. Aunque en este tiempo posmoderno de abundancia burguesa vivimos de espaldas a la muerte como si no existiera, en realidad somos un ser-para-la-muerte como decía Heidegger, que se proyecta hacia el futuro disponiendo como única certeza de nuestra propia muerte. Jaspers decía que filosofar en esencia es aprender a morir. Y desde luego es un aprendizaje que requiere de toda una vida. Esperemos que sea plena para cuando llegue la hora.
Gracias por los apuntes, Javier. De hecho, en esa idea de «ser-para-la-muerte» heideggeriana pensaba cuando comencé el artículo (porque lo leí reverenciado en el libro que estaba leyendo en ese momento).
Es difícil enajenarse de ello, pero también creo que pensarla, siquiera brevemente, ayuda a sosegarnos ante la idea de la muerte. Rilke lo expresó mucho mejor que yo: «todo lo que se define como “el mundo de los espíritus”, la muerte, todas estas cosas que nos resultan tan familiares han sido expulsadas de la vida por una defensa diaria hasta tal punto que los sentidos con los que podríamos comprenderlas se encuentran atrofiados».
Emi:
Me quedo atrapado en la idea de Dawkins, esa “suerte” que nos toca al haber sido elegidos entre infinitas posibilidades. Es curioso cómo algo tan intangible como la existencia puede parecer, a la vez, un milagro y un absurdo. Pero lo que realmente me toca es la contraposición que planteas: el miedo a desaparecer y, al mismo tiempo, la obligación de disfrutar lo efímero. Esa tensión es, quizá, lo más humano de todo.
Me gusta que, en medio de la reflexión, recuerdes la importancia de no dejarnos devorar por la angustia. No porque el temor no sea válido —¿cómo no sentirlo, cuando la muerte es el único destino ineludible?—, sino porque quedarse atrapado en él nos priva de lo único que realmente poseemos: este instante, este ahora.
Me hace pensar en cómo vivimos: ¿conscientes de esta caducidad o pretendiendo ignorarla? Me gusta la invitación que dejas implícita, esa idea de Aristóteles de encontrar un justo medio: no negar la muerte, pero tampoco dejar que nos paralice. Porque, como bien dices, no sabemos qué significa morir, pero sabemos qué significa vivir. Quizá ahí está nuestra tarea más difícil y más hermosa: encontrar sentido en medio de la incertidumbre, disfrutar de las maravillas aun sabiendo que son prestadas, y aceptar que este capricho cósmico nos ha permitido ser, aunque sea por un momento.
Gracias por recordarme, con tus palabras, que entre todo lo incierto siempre queda el milagro de sentir.
Un abrazo.
Gracias, Javier. Lo cierto es que esa dicotomía entre disfrutar de la vida y ser conscientes de su caducidad resulta, en líneas generales, algo imposible. Habría que partir de una base muy consciente, de una percepción tanto del «yo» como de la naturaleza extremadamente objetiva para ser capaces de equilibrar una cosa y otra.
Ahora bien, quizá lo que habría que intentar —dentro de nuestros humanos límites— es, simplemente, poner el foco en aquello que nos define para no caer en la desesperación. Javier Jurado recalcaba por aquí la idea heideggeriana del «ser-para-la-muerte», del papel que juega la mortalidad en el hecho de ser humanos; la tesis puede parecer, a primera vista, un tanto desesperada, pero creo que subraya la intención de mi artículo. No se trata de ver la muerte como un obstáculo ontológico, sino como la fuerza que nos dota de sentido: siempre estamos a medio camino, inacabados, pero es la certeza de ese final (que nunca vivimos en primera persona, obviamente, sino solo «a través» de otros) lo que, en cierta forma, nos completa, o nos acerca a esa completitud.
Preciosas las citas que has recopilado. Añadiré una:
"Todo lo que tenemos que decidir es qué hacer con el tiempo que se nos ha dado."
Gandalf
Precioso como siempre tu texto.
Ante la muerte, mejor esa cita que el «corred, insensatos» 😜
La idea de la muerte es una cuestión que siempre me ha fascinado (la idea de la muerte, no tanto la muerte, se entiende). Desde pequeños la muerte nos rodea y, en algún momento inesperado, todos terminamos exponiéndonos a ella. Quizá lo más interesante es que no todos tardamos el mismo tiempo en interiorizar todo lo que la muerte implica y, como bien dices, nuestro corpus de creencias y experiencias vitales determina en gran medida cómo será ese proceso para cada uno.
Yo tengo bastante claro en qué momento comencé a masticar la idea y puedo enumerar sin problema varios pasos y episodios clave que me han permitido llegar al punto en el que estoy ahora mismo. Un lugar, por cierto, en el que estoy muy tranquilo. Y, de algún modo, agradecido.
Como le decía a Javier, creo que pensar la idea de la muerte (siendo, como es, inaprensible) puede hacernos valorar no ya la vida, sino nuestro modo de actuar. Reconozco ser un poco tanatofóbico, pero el paso de los años (por paradójico que resulte) y una mayor intencionalidad a la hora de enfocar la curiosidad ha hecho que conviva con la idea de una manera, digamos, más cómoda.
Siempre me acuerdo de la reflexión de Unamuno a este respecto que a su vez citaba a otro autor diciendo que si es la nada lo que nos espera hagamos que sea algo injusto. Bella encomienda. Aunque en este tiempo posmoderno de abundancia burguesa vivimos de espaldas a la muerte como si no existiera, en realidad somos un ser-para-la-muerte como decía Heidegger, que se proyecta hacia el futuro disponiendo como única certeza de nuestra propia muerte. Jaspers decía que filosofar en esencia es aprender a morir. Y desde luego es un aprendizaje que requiere de toda una vida. Esperemos que sea plena para cuando llegue la hora.
Gracias por los apuntes, Javier. De hecho, en esa idea de «ser-para-la-muerte» heideggeriana pensaba cuando comencé el artículo (porque lo leí reverenciado en el libro que estaba leyendo en ese momento).
Es difícil enajenarse de ello, pero también creo que pensarla, siquiera brevemente, ayuda a sosegarnos ante la idea de la muerte. Rilke lo expresó mucho mejor que yo: «todo lo que se define como “el mundo de los espíritus”, la muerte, todas estas cosas que nos resultan tan familiares han sido expulsadas de la vida por una defensa diaria hasta tal punto que los sentidos con los que podríamos comprenderlas se encuentran atrofiados».