Además, ¿qué tiene esta vida para que su pérdida sea tan dolorosa para mí? En verdad, el día oscuro y el pan negro del calabozo, la ración escasa de caldo bebida de la cubeta de los presidiarios, esos maltratos con que me atormentan, a mí, que he recibido una educación refinada, la brutalidad de los carceleros y los cabos de vara, ese no poder contemplar a un solo ser humano que quiera dirigirme unas palabras y a quien yo pueda responderle, ese estremecerme sin cesar por lo que he hecho y por lo que me harán: he aquí, más o menos, los únicos bienes que podrá quitarme el verdugo.
¡Ah, pero qué importa, esto es horrible!Último día de un condenado a muerte, Victor Hugo
Si hace dos días reflexionaba sobre la absoluta imposibilidad de pensar la muerte, hoy conecto esa idea con la del final del camino de la vida (que diría Dante). Solemos asociar los conceptos de muerte y destino como si tuviesen algo en común, aunque si nos detenemos un instante podemos deducir, sin demasiado esfuerzo, que no es así: quizá el nexo que comparten, el único que podemos afirmar con rotundidad, es que el sino de la vida, su insoslayable punto final, es la propia muerte.
Pero, más allá de esta certeza, el resto de imbricaciones entre ambos conceptos suele darse en términos heroicos, épicos, legendarios: la muerte como destino final de los héroes, como única salida para los valientes, como exuberante desenlace para los sacrificados. Así, establecemos un vínculo —algo siniestro, creo— entre la gloria de una actuación encomiable y su (aparentemente inevitable) trágico final; de alguna manera, insuflamos un aura de prestigio a actos que consideramos dignos de alabanza, pero también los contemplamos como excepcionales, inabordables para los simples mortales, porque culminan con la desaparición de aquellos que los llevan a cabo. «De valientes están los cementerios llenos», dice el refrán; y quizá por ese motivo en nuestra mente maniatamos los conceptos de bravura y muerte.
Esto, por paradójico que sea, no deja de ofrecernos una suerte de consuelo en nuestra cotidianidades: la muerte se ha convertido en un fenómeno extraño, ajeno, irreal: algo que les sucede a esos héroes que se juegan el tipo en rescates, guerras o desastres. La muerte ha perdido su papel heideggeriano y no otorga sentido a nuestras vidas, sino que se ve excluida de nuestros pensamientos a fuerza de ser confinada en unos marcos tan concretos como estrechos. Todo porque, al igual que el condenado de Hugo, incluso en la peores circunstancias vitales clamamos por un hálito más, por un segundo más, por un parpadeo más. Como él, no tenemos claro qué tiene esta vida para que nos resulte doloroso abandonarla, pero cualesquiera que sean esas incógnitas, son tan importantes para nosotros como para intentar suprimir toda referencia a la muerte. Y todo ello, pese a su pavorosa omnipresencia.
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