El artículo que compartes toca una cuestión profundamente filosófica: la narrativa no solo es un artificio literario, sino una necesidad ontológica. En tiempos de postmodernidad, donde la sospecha hacia los grandes relatos ha desembocado en un relativismo absoluto, recuperar la capacidad narrativa se vuelve un acto de resistencia frente a la disolución del sentido. Autores como Byung-Chul Han han denunciado cómo esta falta de relato nos sume en una aceleración sin dirección, mientras que Lola López Mondéjar, en Sin relato —Premio Anagrama de Ensayo 2024—, profundiza en la atrofia de la subjetividad provocada por este vacío de narración.
Sabemos, desde Heráclito, que todo fluye, que la verdad es movimiento y devenir; Nietzsche, heredero de esta tradición irracionalista, reforzó la idea de que no hay verdades eternas, solo interpretaciones. Sin embargo, reconocer la fluidez de la verdad no significa negar su existencia concreta en cada momento. Hay verdades que emergen en la contingencia, en el cruce de la experiencia y la interpretación, y esas verdades parciales, aunque provisionales, son imprescindibles. Sin ellas, no podríamos articular relatos, ni individuales ni colectivos, ni apuntar hacia ese lugar incierto y abierto que llamamos futuro.
La narrativa, por tanto, no fija de manera absoluta el sentido, pero sí delimita temporalmente un espacio de comprensión que nos permite caminar, aunque sea a tientas, hacia nuevas formas de ser y de vivir. Y en este gesto se cifra quizá la más alta función de la literatura: devolvernos a esa búsqueda incesante del sentido en un mundo en perpetuo cambio.
Gracias, Emilio. Me resulta interesante la falta de relatos (coherentes, formadores, creadores) como desencadenante de una atrofia del sentido. Siempre he creído en esa necesidad de la narración como elemento de madurez, en tanto somos el relato que nos contamos y el que otros cuentan de nosotros: todo es ficción, en el fondo.
Tu definición de la literatura, en ese sentido, me parece acertadísima. También creo que nos permite buscar (que no encontrar) el sentido en un contexto de incertidumbre irremediable. Pero en esa búsqueda, pienso yo, reside el sentido de una vida provechosa.
Yo también lo creo. Aunque la filosofía moderna ha intentado derribar la noción de verdad para liquidar definitivamente el legado de la Ilustración, y nos ha sumido en estos tiempos —¿posmodernos?—, tal vez ha llegado el momento de reconocer algo esencial: ni cada día estamos más cerca de la verdad, ni podemos encontrar sentido en un relativismo absoluto. Quizá debemos aceptar que estamos en un camino permanente hacia un lugar que, a medida que caminamos, se aleja a la misma velocidad. Pero ese rumbo es, en sí mismo, una forma de existir.
Estamos tan cerca de la verdad como lo estuvieron nuestros congéneres prehistóricos; nuestro error fue creer que algún día la alcanzaríamos, o, peor aún, que podíamos prescindir por completo de ella. La verdad no es débil —como decía Vattimo—, sino equidistante: siempre permanece a la misma distancia de todas nuestras interpretaciones, sin privilegiar a ninguna.
Y ese movimiento, ese relato en continuo devenir, es lo que nos sostiene. Creo que ahí es donde reside lo que tú defines como el sentido de una vida provechosa: en la búsqueda constante, en la narrativa que nos vamos contando mientras avanzamos, sabiendo que nunca habrá un desenlace final, pero que en ese mismo gesto reside nuestro modo más auténtico de estar en el mundo.
Sé que en estos tiempos puede parecer excesivo escribir respuestas tan largas, y soy consciente de que la complejidad y el debate podrían ser infinitos, pero tus reflexiones provocan las mías en sentidos muy similares. Gracias por abrir este espacio de pensamiento compartido.
Coincido con todo tu planteamiento, Emilio. Por no alargar demasiado el intercambio, te diré que estoy plenamente convencido de que, en caso de existir la «verdad» (algo, a mi jucio, imposible), esta se halla en la búsqueda, en la duda, en la interrogación; solo expulsando las certezas podemos conseguir una interpretación virtualmente satisfactoria de la realidad. Y, desde luego, la narrativa juega un papel fundamental en esa (de)construcción permanente. Por suerte, cabe decir.
Me gusta especialmente este texto, Emi. No he podido evitar, al leerlo, asociar tu lúcida defensa de la ficción como espejo de la vida interior —tanto de quien escribe como de quien lee— con aquella célebre clasificación que propuso John Szarkowski, antiguo director del MoMA, sobre los fotógrafos: quienes entienden su arte como ventana hacia el mundo exterior y quienes lo conciben como espejo de su universo interior.
Así como sucede en la fotografía, en la literatura la ficción se mueve entre estos dos gestos: puede abrir ventanas hacia horizontes nuevos, pero sobre todo actúa como un espejo donde se cruzan reflejos —el del autor y el del lector— en una fusión imposible de separar. Al leer, nos reconocemos en las imágenes que otros modelan, pero también en lo que somos al recibirlas: nuestra sensibilidad, nuestra memoria, nuestras heridas invisibles modelan el sentido de lo leído. Cada texto, entonces, se rehace en cada mirada, en cada lectura.
Y, de igual modo, para quien escribe, la ficción es un espejo inadvertido: en cada historia, en cada palabra, en cada desvío de la imaginación, se revela, sin pretenderlo, su verdad más secreta. No siempre el escritor sabe lo que muestra de sí mismo, pero todo texto, incluso el más fantaseado, es una confesión velada, una grieta por la que se filtra su ser más hondo.
Quizá —como sugiere tu texto con delicada precisión— escribir y leer sean formas paralelas de descubrimiento: maneras de desnudarnos ante la existencia, de reflejarnos en fragmentos prestados y propios, de tender puentes entre lo que creemos inventar y aquello que, desde siempre, nos habita. Y, además, son formas paralelas de conexión: diálogos silenciosos entre escritor y lector que trascienden las leyes de la física —el tiempo, el espacio— para encontrarse en ese otro universo, sutil y sin fronteras, que es el de las palabras.
Gracias por la hondura, la generosidad y la belleza de tus palabras.
Como siempre, gracias a ti, Chus, por tus lectura tan atentas e iluminadoras.
Quizá (es una elucubración espontánea) esa mirada interior y la exterior sean, en el fondo, la misma. Creo que los grandes creadores son capaces de unirlas de manera que comuniquen y expresen traspasando los límites de cada una de ellas: lo íntimo se torna universal y lo común deviene particular. Es posible que solo gracias a esa interconexión se logre una obra de arte única, eterna.
Dices: "Si existen tantas variantes como seres humanos, ¿cómo escoger la «verdadera»?"; respondo: concluyendo con lógica que la verdadera no existe. No hay variante verdadera, toda interpretación es circunstancial. De hecho, constatamos grandes diferencias del mismo texto leído a una edad u otra.
Quizá conviene recordar la etimología. Texto es tejido y un tejido, un jersey pongamos por caso, no es el mismo limpio que sucio, en invierno que en verano.
Sin olvidar que cuando hacemos un texto no es seguro que seamos nosotros quien lo escribe. El lenguaje es un virus procedente del espacio exterior, decía Burroughs. Yo siempre, frente al teclado, me planteo ¿uso yo el teclado o el teclado ha elegido mis manos para sus fines? :-)
Cambio sí. Crecimiento y maduración no termino de verlo. Siempre pienso que nos dejamos llevar por el sesgo positivista del màs. La narrativa es crecimiento y maduración, pero también decrecimiento y corrupción.
El artículo que compartes toca una cuestión profundamente filosófica: la narrativa no solo es un artificio literario, sino una necesidad ontológica. En tiempos de postmodernidad, donde la sospecha hacia los grandes relatos ha desembocado en un relativismo absoluto, recuperar la capacidad narrativa se vuelve un acto de resistencia frente a la disolución del sentido. Autores como Byung-Chul Han han denunciado cómo esta falta de relato nos sume en una aceleración sin dirección, mientras que Lola López Mondéjar, en Sin relato —Premio Anagrama de Ensayo 2024—, profundiza en la atrofia de la subjetividad provocada por este vacío de narración.
Sabemos, desde Heráclito, que todo fluye, que la verdad es movimiento y devenir; Nietzsche, heredero de esta tradición irracionalista, reforzó la idea de que no hay verdades eternas, solo interpretaciones. Sin embargo, reconocer la fluidez de la verdad no significa negar su existencia concreta en cada momento. Hay verdades que emergen en la contingencia, en el cruce de la experiencia y la interpretación, y esas verdades parciales, aunque provisionales, son imprescindibles. Sin ellas, no podríamos articular relatos, ni individuales ni colectivos, ni apuntar hacia ese lugar incierto y abierto que llamamos futuro.
La narrativa, por tanto, no fija de manera absoluta el sentido, pero sí delimita temporalmente un espacio de comprensión que nos permite caminar, aunque sea a tientas, hacia nuevas formas de ser y de vivir. Y en este gesto se cifra quizá la más alta función de la literatura: devolvernos a esa búsqueda incesante del sentido en un mundo en perpetuo cambio.
Muchas gracias por el pedazo de artículo.
Gracias, Emilio. Me resulta interesante la falta de relatos (coherentes, formadores, creadores) como desencadenante de una atrofia del sentido. Siempre he creído en esa necesidad de la narración como elemento de madurez, en tanto somos el relato que nos contamos y el que otros cuentan de nosotros: todo es ficción, en el fondo.
Tu definición de la literatura, en ese sentido, me parece acertadísima. También creo que nos permite buscar (que no encontrar) el sentido en un contexto de incertidumbre irremediable. Pero en esa búsqueda, pienso yo, reside el sentido de una vida provechosa.
Yo también lo creo. Aunque la filosofía moderna ha intentado derribar la noción de verdad para liquidar definitivamente el legado de la Ilustración, y nos ha sumido en estos tiempos —¿posmodernos?—, tal vez ha llegado el momento de reconocer algo esencial: ni cada día estamos más cerca de la verdad, ni podemos encontrar sentido en un relativismo absoluto. Quizá debemos aceptar que estamos en un camino permanente hacia un lugar que, a medida que caminamos, se aleja a la misma velocidad. Pero ese rumbo es, en sí mismo, una forma de existir.
Estamos tan cerca de la verdad como lo estuvieron nuestros congéneres prehistóricos; nuestro error fue creer que algún día la alcanzaríamos, o, peor aún, que podíamos prescindir por completo de ella. La verdad no es débil —como decía Vattimo—, sino equidistante: siempre permanece a la misma distancia de todas nuestras interpretaciones, sin privilegiar a ninguna.
Y ese movimiento, ese relato en continuo devenir, es lo que nos sostiene. Creo que ahí es donde reside lo que tú defines como el sentido de una vida provechosa: en la búsqueda constante, en la narrativa que nos vamos contando mientras avanzamos, sabiendo que nunca habrá un desenlace final, pero que en ese mismo gesto reside nuestro modo más auténtico de estar en el mundo.
Sé que en estos tiempos puede parecer excesivo escribir respuestas tan largas, y soy consciente de que la complejidad y el debate podrían ser infinitos, pero tus reflexiones provocan las mías en sentidos muy similares. Gracias por abrir este espacio de pensamiento compartido.
Coincido con todo tu planteamiento, Emilio. Por no alargar demasiado el intercambio, te diré que estoy plenamente convencido de que, en caso de existir la «verdad» (algo, a mi jucio, imposible), esta se halla en la búsqueda, en la duda, en la interrogación; solo expulsando las certezas podemos conseguir una interpretación virtualmente satisfactoria de la realidad. Y, desde luego, la narrativa juega un papel fundamental en esa (de)construcción permanente. Por suerte, cabe decir.
Me gusta especialmente este texto, Emi. No he podido evitar, al leerlo, asociar tu lúcida defensa de la ficción como espejo de la vida interior —tanto de quien escribe como de quien lee— con aquella célebre clasificación que propuso John Szarkowski, antiguo director del MoMA, sobre los fotógrafos: quienes entienden su arte como ventana hacia el mundo exterior y quienes lo conciben como espejo de su universo interior.
Así como sucede en la fotografía, en la literatura la ficción se mueve entre estos dos gestos: puede abrir ventanas hacia horizontes nuevos, pero sobre todo actúa como un espejo donde se cruzan reflejos —el del autor y el del lector— en una fusión imposible de separar. Al leer, nos reconocemos en las imágenes que otros modelan, pero también en lo que somos al recibirlas: nuestra sensibilidad, nuestra memoria, nuestras heridas invisibles modelan el sentido de lo leído. Cada texto, entonces, se rehace en cada mirada, en cada lectura.
Y, de igual modo, para quien escribe, la ficción es un espejo inadvertido: en cada historia, en cada palabra, en cada desvío de la imaginación, se revela, sin pretenderlo, su verdad más secreta. No siempre el escritor sabe lo que muestra de sí mismo, pero todo texto, incluso el más fantaseado, es una confesión velada, una grieta por la que se filtra su ser más hondo.
Quizá —como sugiere tu texto con delicada precisión— escribir y leer sean formas paralelas de descubrimiento: maneras de desnudarnos ante la existencia, de reflejarnos en fragmentos prestados y propios, de tender puentes entre lo que creemos inventar y aquello que, desde siempre, nos habita. Y, además, son formas paralelas de conexión: diálogos silenciosos entre escritor y lector que trascienden las leyes de la física —el tiempo, el espacio— para encontrarse en ese otro universo, sutil y sin fronteras, que es el de las palabras.
Gracias por la hondura, la generosidad y la belleza de tus palabras.
Como siempre, gracias a ti, Chus, por tus lectura tan atentas e iluminadoras.
Quizá (es una elucubración espontánea) esa mirada interior y la exterior sean, en el fondo, la misma. Creo que los grandes creadores son capaces de unirlas de manera que comuniquen y expresen traspasando los límites de cada una de ellas: lo íntimo se torna universal y lo común deviene particular. Es posible que solo gracias a esa interconexión se logre una obra de arte única, eterna.
Dices: "Si existen tantas variantes como seres humanos, ¿cómo escoger la «verdadera»?"; respondo: concluyendo con lógica que la verdadera no existe. No hay variante verdadera, toda interpretación es circunstancial. De hecho, constatamos grandes diferencias del mismo texto leído a una edad u otra.
Quizá conviene recordar la etimología. Texto es tejido y un tejido, un jersey pongamos por caso, no es el mismo limpio que sucio, en invierno que en verano.
Sin olvidar que cuando hacemos un texto no es seguro que seamos nosotros quien lo escribe. El lenguaje es un virus procedente del espacio exterior, decía Burroughs. Yo siempre, frente al teclado, me planteo ¿uso yo el teclado o el teclado ha elegido mis manos para sus fines? :-)
Coincido contigo, Amancio. De hecho, por eso entrecomillaba «verdadera», en tanto es imposible distinguir esa «verdad» en el contexto interpretativo.
Siempre he creído que la narrativa es crecimiento, es cambio, es maduración; por eso leemos el mismo texto de formas diferentes a lo largo del tiempo.
Cambio sí. Crecimiento y maduración no termino de verlo. Siempre pienso que nos dejamos llevar por el sesgo positivista del màs. La narrativa es crecimiento y maduración, pero también decrecimiento y corrupción.
Bueno, por seguir «discutiendo» terminológicamente… ¿no es «madurar» aceptar la indefectible presencia de la corrupción, del dolor, del mal?
Sí, en esos términos sí es cierto. Pero en épocas como la nuestra creo que deberíamos incidir más en términos como contención y no como crecimiento.