El texto implica, indudablemente, una relación con lo real. El texto es cosa, objeto, libro; pero su objetividad no tiene, en principio, nada que ver con lo que, verdaderamente, el texto es. Tal vez, de todos los objetos del mundo que al hombre aparecen o que el hombre crea, sea el texto, la escritura, aquel que expresa con más intensidad el sentido fenoménico de la realidad. Porque el texto no es lo que es. Su ser, incluso el factum de la escritura, es eminentemente especulativo.
El silencio de la escritura, Emilio Lledó
La semana pasada te conté una historia. (En realidad, casi todos estos textos son historias; a veces disfrazadas de pensamientos, a veces transmutadas en fábulas, a veces ocultas tras la elucubración…)
Algunos inquirieron sobre su veracidad, obviando la idea que subyacía en el artículo y deteniéndose solo en los detalles, los benditos detalles de Nabokov, olvidando así que existe todo un universo de significados en la mentira de la ficción.
Dice Lledó que la escritura es especulación, indagación, rebusca; los textos, incluso —sobre todo, de hecho, me arriesgaría a afirmar— los de ficción, son una forma serpenteante de exploración. Cada palabra es un paso, un leve palpar en mitad de la oscuridad en pos de algo que ni siquiera se sospecha, algo cuyo sentido no se entiende (ni se entenderá), algo que solo se ha entrevisto en la esquina fugaz de un pensamiento. La ficción es un juego de azar en el que se confía en una racha de suerte que conlleve el desvelamiento de una intuición, aunque se juegue con la certeza de que ese golpe de fortuna es virtualmente inexistente.
En su libro Basada en hechos reales, Delphine de Vigan teoriza sobre esa exploración: «Aunque eso haya sucedido, aunque haya ocurrido algo que se le parezca, aunque los hechos estén demostrados, siempre nos contamos una historia. Nos la contamos. En el fondo, quizá eso sea lo importante. Esas pequeñas cosas que no se pegan a la realidad, que la transforman». En ese proceso de tentativas infinitas a la busca de la «verdad», el escritor deforma lo conocido, lo rehace y destruye, lo moldea y agita, todo ello con la intención, sí, de definir algo quizá indefinible, pero importante; sin embargo, solo consigue (cuando lo consigue…) dotar de contenido a sus ideas justamente gracias a esas transformaciones. La realidad es una ficción porque cada escritor, cada persona, lee en ella algo diferente que después convertirá en historia; del talento y constancia de cada cual dependerá el resultado y la plasmación. Quizá sea difícil, como te decía al comienzo, establecer, pues, una distinción entre los hechos reales y la pura imaginación. Si existen tantas variantes como seres humanos, ¿cómo escoger la «verdadera»?
Pregunta baladí. «La verdad de la ficción es prosaica. No se trata de una verdad ejemplar, imitable por su grandeza, sino una verdad con minúsculas que muestra las contradicciones de una vida, sus pequeños detalles que pasan a menudo inadvertidos», dice Joan-Carles Mèlich en su ensayo La sabiduría de lo incierto: nos equivocamos si pretendemos hallar certezas en la escritura. Lo que ocurre es que, en muchas ocasiones, erramos el diagnóstico: la ficción atesora verdades, por supuesto, pero no aquellas en las que depositamos la esperanza de desvelar los misterios de la existencia. La literatura nos regala ejemplos de vida, de muerte, de dignidad, de dolor, de valentía, de desesperanza, de belleza, de terror…; nos regala modelos que representan todo aquello que solemos ignorar, dar por descontado o —en la mayor parte de los casos— arrumbar en el sótano de nuestro cerebro; nos regala un espejo inmisericorde en el que descubriremos las pústulas de nuestras frágiles y fugaces vidas, como yo mismo conté —o imaginé…— la semana pasada.
En verdad, esa «realidad» que (re)descubre la ficción tiene una condición sincrética: hay en ella tanto de externo como de interno, tanto de universal como de personal. En su obra El acto de leer, Wolfgang Iser afirma que «… allí donde texto y lector convergen se encuentra el lugar de la obra literaria, que tiene un carácter virtual que no puede ser reducido ni a la realidad del texto ni a las predisposiciones propias del lector». Si bien Iser se refiere al contexto lingüístico, pienso que es en el cruce entre nuestra mirada y la del texto (entre nosotros y el autor, si lo prefieres) donde podemos encontrar los atisbos de «verdad», aunque me resista a hurtar las comillas al término dada su palmaria inconsistencia. Las verdades que revela la ficción no son auténticos descubrimientos, sino que, simplemente, son memorias que han quedado sepultadas por esa aceleración constante que llamamos vida: siempre están, han estado, ahí, pero precisamos de una mirada diferente, quizá más aguda, quizá más sensible, quizá más serena, para que podamos acceder a ellas por medio de la imaginación.
Me gusta especialmente este texto, Emi. No he podido evitar, al leerlo, asociar tu lúcida defensa de la ficción como espejo de la vida interior —tanto de quien escribe como de quien lee— con aquella célebre clasificación que propuso John Szarkowski, antiguo director del MoMA, sobre los fotógrafos: quienes entienden su arte como ventana hacia el mundo exterior y quienes lo conciben como espejo de su universo interior.
Así como sucede en la fotografía, en la literatura la ficción se mueve entre estos dos gestos: puede abrir ventanas hacia horizontes nuevos, pero sobre todo actúa como un espejo donde se cruzan reflejos —el del autor y el del lector— en una fusión imposible de separar. Al leer, nos reconocemos en las imágenes que otros modelan, pero también en lo que somos al recibirlas: nuestra sensibilidad, nuestra memoria, nuestras heridas invisibles modelan el sentido de lo leído. Cada texto, entonces, se rehace en cada mirada, en cada lectura.
Y, de igual modo, para quien escribe, la ficción es un espejo inadvertido: en cada historia, en cada palabra, en cada desvío de la imaginación, se revela, sin pretenderlo, su verdad más secreta. No siempre el escritor sabe lo que muestra de sí mismo, pero todo texto, incluso el más fantaseado, es una confesión velada, una grieta por la que se filtra su ser más hondo.
Quizá —como sugiere tu texto con delicada precisión— escribir y leer sean formas paralelas de descubrimiento: maneras de desnudarnos ante la existencia, de reflejarnos en fragmentos prestados y propios, de tender puentes entre lo que creemos inventar y aquello que, desde siempre, nos habita. Y, además, son formas paralelas de conexión: diálogos silenciosos entre escritor y lector que trascienden las leyes de la física —el tiempo, el espacio— para encontrarse en ese otro universo, sutil y sin fronteras, que es el de las palabras.
Gracias por la hondura, la generosidad y la belleza de tus palabras.
Dices: "Si existen tantas variantes como seres humanos, ¿cómo escoger la «verdadera»?"; respondo: concluyendo con lógica que la verdadera no existe. No hay variante verdadera, toda interpretación es circunstancial. De hecho, constatamos grandes diferencias del mismo texto leído a una edad u otra.
Quizá conviene recordar la etimología. Texto es tejido y un tejido, un jersey pongamos por caso, no es el mismo limpio que sucio, en invierno que en verano.
Sin olvidar que cuando hacemos un texto no es seguro que seamos nosotros quien lo escribe. El lenguaje es un virus procedente del espacio exterior, decía Burroughs. Yo siempre, frente al teclado, me planteo ¿uso yo el teclado o el teclado ha elegido mis manos para sus fines? :-)