Cada uno de nosotros es producto de sus males pasados y, si es ansioso, de los por venir. A la vaga, indeterminada, enfermedad de ser hombre se suman otras múltiples y precisas, todas las cuales surgen para anunciarnos que la vida es un estado de inseguridad absoluto, es provisional por esencia, representa un modo de existencia accidental. Pero, si la vida es un accidente, el individuo es el accidente de un accidente.
La caída en el tiempo, Emil Cioran
Es curiosa la forma en la que el tiempo, esa eternidad de granos de arena que se decantan entre dos receptáculos, se voltea para ofrecernos una imagen especular de aquello que fuimos. Hace años, décadas, eones, fuimos criaturas frágiles y desprotegidas cuyos padres tuvieron que cuidar de nosotros para evitar calamidades y conducirnos así hacia la carrera de la vida; apenas un suspiro después, invertido el artilugio, los granos abismándose en el contenedor solo momentáneamente vacío, nos encontramos velando por el bienestar de aquellos que fueron dioses y que hoy simplemente se muestran como los débiles seres que siempre fueron, que siempre seremos. La vida cambia, sin duda, el día en que eres tú quien le cambia un pañal a tu padre. La persona que te enseñó y cuidó, que te apremió y regañó, que te aconsejó y te prohibió, tiembla ante la presión de tus manos en sus extremidades filiformes, llagadas y entecas. La grandeza que advertiste en él —o ella; qué importa— se desvanece entre sus lágrimas de impotencia y dolor; el poder, la autoridad, la sapiencia… todo reducido a cenizas, pues nada más somos. La inexpugnable coraza de su inmortalidad se desgaja en excrecencias, en sueros, en lamentos, en miradas. La vida, en suma, te arroja a la cara su rostro más desolador: el de su fragilidad.
Aunque todos somos conscientes —en mayor o menor grado— de nuestra finitud, no cabe duda de que afrontar la fragilidad humana, especialmente la de aquellos más cercanos, nos sitúa en un inmisericorde careo con la muerte: solo ante la debilidad del otro podemos acercarnos un poco a la conciencia de ese absoluto del que nada sabemos… excepto su inexorabilidad. El hombre es un ser-para-la-muerte, que decía el filósofo. Y parece lógico que perdamos el juicio y la razón cuando nos enfrentamos a una circunstancia incognoscible e inevitable, pero aquella sentencia nos recuerda que, en buena medida, nos definimos por nuestra condición frágil y caduca. Para Heidegger, la angustia provocada por nuestro ser mortal es un elemento que puede ayudarnos a arrostrar esa «nada» que entrevemos y hacer de nuestra vida algo valioso; mientras que el miedo nos aleja de la búsqueda de una vida con sentido (como diría Frankl), aquella nos permite confrontar nuestras dudas existenciales (que no encontrar respuestas, por supuesto).
Quizá debido a ello es bastante común «esquivar» la fragilidad, eludirla en la medida de lo posible, olvidarla en cuanto podemos: es ella quien nos muestra el dolor, el compromiso, la dignidad, la obligación y, cómo no, la angustia. Nadie desea vivir con la pesadumbre de estudiar su comportamiento y sus acciones, de reflexionar sobre sus actos y decisiones, de profundizar en sus obsesiones y sus deseos: todo ello supone una responsabilidad hacia nosotros mismos, hacia ese dasein heideggeriano, que tanto nos juzga como nos impele. En esa renuncia o fuga es muy fácil caer en el cinismo, arrumbando nuestra madurez en ese fondo oscuro de la mente que nada quiere saber de tareas o deberes, y dejarse conducir hacia la superficialidad que nos exime de mostrarnos dignos para con los demás, de asumir compromisos o de valorar juiciosamente nuestras acciones. La fragilidad nos asusta porque nos desnuda, nos arrebata el bienestar de la sedación cognoscitiva, nos arroja a los ávidos canes de la incertidumbre. Y es lógico, pues, huir como enloquecidos frente a ese miedo que casi nos obliga a la resignación.
Encontrarse, como decía al comienzo, en la situación de ser testigo, incluso partícipe, de esa fragilidad nos ofrece la inigualable oportunidad de aprender vicariamente de aquellos que están siendo devastados; ya sea la duda, la enfermedad, la pérdida, el desamor, la cobardía o la miseria, todo es susceptible de regalarnos un ejemplo de nuestro ser más endeble. Nadie escarmenta en cabeza ajena, dice la sabiduría popular, pero me resulta una verdad un tanto parcial: ante experiencias que nos superan como individuos, que trascienden nuestra capacidad de comprensión y que poseen un carácter intransmisible, no podemos sino extraer algún tipo de aprendizaje. La propia naturaleza humana lo exige, nos urge a aprehender algo de lo que vemos para usarlo como fermento de un «mejor yo», de una personalidad que se fortalezca, mínima y débilmente, ante aquello que el futuro puede depararle. La fragilidad del prójimo es una advertencia conminatoria para que rebusquemos dentro de esa angustia y expulsemos ese miedo; es un aviso para que sujetemos con firmeza el bocado de ese corcel desbocado que hemos dado en llamar existencia.
En los ojos de ese padre al que ahora ayudas verás reflejado un temor insoportable; en el temblor de sus manos percibirás la delicadeza quebradiza de un cuerpo devastado; en el balbuceo de sus labios implorantes descubrirás el anhelo de una inalcanzable fortaleza. Arrasado por la fragilidad, todo él se desvelará como el débil ser que en verdad es, que en verdad somos todos; se revelará cobarde, temeroso y enfermizo; se mostrará incapaz, obstinado y torpe. Y, a pesar de todo, a pesar de su evidente rendición a su —nuestra— natural condición, a pesar de su miedo, su debilidad y su rabia, a pesar de sus lágrimas y heces y llagas y quejas y puños apretados y caricias atesoradas y sueños inquietos y miradas anhelantes y andares trastabillantes…
A pesar de todo, en esa fragilidad encontrarás la vida. La auténtica, luminosa y pura vida. Aunque él no esté.
Has puesto palabras a algo que la mayoría intenta enterrar bajo capas de distracción y prisa: la certeza de nuestra finitud, de nuestra fragilidad esencial.
Me parece profundamente cierto que es en ese momento en que los roles se invierten —cuando cuidamos a quienes nos cuidaron— cuando la vida se desnuda con una honestidad brutal. No somos más que accidentes del tiempo, y es en la consciencia de esa precariedad donde, paradójicamente, descubrimos la auténtica fuerza de vivir.
Me resuena mucho esa idea de que la fragilidad no sólo es una herida, sino también una maestra. Una llamada constante a salir del cinismo, de la indiferencia, de la vida superficial que tantos llevamos sin darnos cuenta. Afrontar el dolor, acompañarlo, no es sino un acto radical de presencia: de no huir, de estar.
Gracias por recordarlo con tanta lucidez. Por recordarnos que en el temblor de unas manos, en la súplica de una mirada, en la lenta y dolorosa aceptación de lo inevitable, también está la semilla de una vida más plena, más consciente, más humana.
Caramba Emi. No sé cómo lo haces pero, cada poco, tienes el don de tocarme los sentimientos... y dejarlos a flor de piel.
Tu carta de hoy me ha tocado el corazón con una precisión dolorosamente hermosa. Se acerca el aniversario de la muerte de mi padre y, al leer estas líneas, he sentido como si alguien hubiese puesto palabras a lo que aun no sé nombrar del todo.
Porque sí, en su fragilidad final —esa que llegó sin avisar, con su torpeza santa, con su dignidad quebrada— encontré algo parecido a una verdad. No fue una revelación solemne, sino una certeza inconmensurable. Lo vi temblar, lo escuché dudar, lo sentí alejarse poco a poco… y en cada gesto torpe, en cada mirada ida, descubrí la hondura de la existencia.
Mi padre ya no está. Pero aun habita en esa parte de mí que aprendió a sostener lo que tiembla. A no hacerme el valiente ante lo inevitable. Quizá es eso lo que me queda: la certidumbre de que la fragilidad —lejos de ser el final de todo— es también el comienzo de una comprensión más honda, más humana, más limpia.
Gracias por estar Emi. Hoy, más que nunca, me reconcilias con el temblor. 🤗