El individualismo hace que pensemos que si nos dividimos podremos competir mejor con quienes son iguales, cuando en realidad se trata de una estrategia que el sistema está utilizando para desarticular movimientos […], haciéndonos creer que somos diferentes y que no hace falta que sumemos fuerzas.
[Entrevista a Azahara Alonso en eldiario.es]
La lectura es un acto solitario. Puede llevarse a cabo en público, por supuesto, incluso en mitad de una muchedumbre exultante, pero los procesos necesarios para leer, procesar e interpretar esas líneas que se desdevanan en la página son tan íntimos como el deseo más recóndito. Adentrarse en un libro implica, diría que necesariamente, abstraerse del mundo exterior y abandonar al resto, deshacerse de las personas como de un lastre para penetrar en la maravilla de la letra impresa.
Pero la lectura es solo un acto, un episodio fugaz en nuestro día a día, por más tiempo que le dediquemos. Nuestro espacio es comunitario y para cultivarlo hace falta una dedicación que va más allá de la soledad, del apartamiento, de la huida hacia la calma; aunque algunos tengamos más propensión al silencio, todos precisamos del tejido social para desarrollarnos y convivir. En todos los aspectos de la vida, la colaboración y el intercambio han permitido al ser humano evolucionar hasta alcanzar un grado de desarrollo impensable hace apenas unas décadas.
Atrás quedaron los tiempos en los que la supervivencia individual estaba ligada al propio ser y sus capacidades personales, a sus aptitudes para desenvolverse en un entorno hostil. Desde el mismo instante en que, como sociedad, comenzamos a crear, a descubrir, a imaginar, a idear, a proyectar, descubrimos que colaborar nos proporcionaba la posibilidad de avanzar mucho más rápido en una dirección. El término idiota, en griego (ἰδιώτης), hacía referencia a «la persona que se dedicaba únicamente a lo suyo, lo privado, y no a la vida pública, lo común. Se esperaba que un ciudadano participara en política, por lo que quien no lo hacía era el idiota que se ocupaba solo de lo suyo y no de lo público, y no era bien considerado1.» Los griegos entendieron muy pronto que aquellos que no aprendían de los demás, que no compartían su conocimiento y se obstinaban en dedicarse a sus quehaceres estaban condenados al ostracismo autoimpuesto.
Dos mil años después, la evolución de la tecnología y la sociedad ha devenido en un mundo en el que tenemos a nuestra disposición una gran cantidad de medios que facilitan el compartir información, o que nos brindan la ocasión de estar en contacto con los demás. Sin embargo, muchos se limitan a mirar pantallas cada vez más grandes en la semioscuridad de sus salones, o bien comparten nimiedades que consideran significativas con grupos compuestos por rostros de avatares circulares en sus teléfonos. La revolución de la humanidad nos arrojó al siglo XXI en medio de un marasmo de series incompletas, vídeos de seis segundos y memes con fecha de caducidad inmediata.
No me canso de alabar la soledad, como ya sabes si has leído algunas de mis otras cartas. Creo que la tranquilidad que proporciona el hecho de estar solo es un impulso poderoso para el pensamiento, la creación y la planificación, incluso también para la placentera serenidad de hablar consigo mismo sin el ruido exterior. Pero sin los estímulos externos, sin la información que otorga el entorno, sea en lo más privado o en lo público, no tendría soledad en la que refugiarme; la sociedad es la que crea la cultura, y esta, a su vez, la que (me) proporciona las ideas sobre las que pienso, las creaciones con las que disfruto. Para gozar de la inmensa paz que supone el disponer de mí mismo, requiero de la colaboración del mundo que habito.
Vivimos en un momento en el que se privilegia la posibilidad de conectar, pero, al mismo tiempo, se nos separa a unos de otros para ensalzar esa «marca personal» que todos somos. Tú eres diferente, especial, único… mejor. Mediante ese discurso nos convertimos en agentes de nosotros mismos en una sociedad que demanda competitividad sin ofrecer a cambio las recompensas de la colaboración; abrazamos las ventajas de una soledad impuesta por otros, pero camuflada con los suntuosos ropajes de un triunfo que ni siquiera entendemos.
La soledad puede ser una elección, pero no puede definirnos como sociedad. Adoro la tranquilidad y la serenidad de una tarde de lectura a solas, pero necesito a los demás para desarrollarme como ciudadano y persona. Embeberme en la contemplación de una serie, ofuscarme en la prolongación de nimiedades en una red social, arrogarme la razón solipsista en mis debates a través de Whatsapp, tomar como amistades las palabras al otro lado del chat… todo ello me aleja de lo común, de lo necesario.
Soy diferente de ti, como lo soy de todos los demás; pero eso no me convierte en especial, ni mucho menos en mejor. Es preciso leer entre líneas el libro de la vida para encontrar la fuerza en lo común, en lo compartido, y entender así que la soledad es solo una faceta, pero no una forma de humanidad. Somos lo que necesitamos porque sin los demás no existe soledad, tan solo desamparo.
Fuente: Delcastellano.
Me encanta que termines comparando ‘soledad’ y ‘desamparo’, pues muchas veces se confunden. Amo la soledad pero me da miedo el desamparo y la pérdida de esa sensación de pertenencia que todos necesitamos y no siempre sentimos- ese estado de conexión con los demás, ese estado vagar ventral en el que anclarnos para sentirnos parte del mundo, que por algo se llama de ‘compromiso social’. Saber que puedes contar con los demás, pedir y ofrecer ayuda, colaborar, compartir... Gracias como siempre por tus escritos.