No sabía si era verdad o mentira
La paradoja del «yo»: multiplicidades, sombras y la búsqueda de una identidad estable
—Pero, después, ya no sabía si era verdad o mentira. No tengo, por supuesto, el recuerdo de la agresión real, pero tampoco el de haberla fingido, de haberme desgarrado la camisa o haberme arañado yo mismo. Si reflexiono, me digo que debí de hacerlo, pero no me acuerdo. Y terminé por creer que me habían agredido de verdad.
El adversario, Emmanuel Carrére
¿En cuántos momentos de tu vida no has sentido que había otro «yo» dentro de ti que te empujaba a actuar? ¿En cuántos no te has atormentado con el recuerdo de un comportamiento que, visto desde tu presente, parecía propio de otra persona? ¿En cuántos no has deseado ser un completo desconocido, un ser humano absolutamente diferente —mejor, quizá— del que eres?
Nuestra lucha interior es una poderosa fuerza que, a veces para mal y a veces para bien, nos impulsa a arrostrar momentos complicados jugando con las fragilidades de la personalidad. El problema es que somos, al tiempo, receptores y generadores de los efectos de esa batalla, lo cual nos lleva a experimentarlo todo desde una cierta inconsciencia. El personaje de El adversario no recuerda hacer ciertas cosas, pero es indudable que era él mismo quien las hizo; ¿o en verdad no fue él, sino «otra versión» de él, una suerte de «yo» alternativo o primigenio?
Coincidirás conmigo en que la búsqueda del «yo», la exploración (que dura una vida) en pos de esa entelequia individual en la que podamos refugiarnos de los inclementes azares de la existencia, es una tarea que llevamos a cabo con denuedo, aunque —casi siempre— desde la ignorancia. Deseamos la solidez familiar de una personalidad estable que nos permita construir sobre sus cimientos esa máscara que ostentaremos frente al mundo y que nos definirá como personas. Esa búsqueda es compleja y fútil, o así lo siento, así que la exploraré más a fondo en el artículo del domingo.
No obstante, quizá estés de acuerdo en lo curiosa que resulta la paradoja de que, cuanto más nos dedicamos a «encontrarnos» (de ahí que se haya construido toda una industria autoayudesca que nos proporciona herramientas —venales, por supuesto— para sacar a la luz nuestras «mejores versiones»), más profundicemos en esa negrura que es la psique humana. Nadie mejor que Fernando Pessoa, experto en multiplicarse, para ilustrarlo con su poética prosa:
Desconocerse conscientemente, he ahí el camino. El desconocerse concienzudamente es el empleo activo de la ironía. No conozco cosa mayor, ni más propia del hombre que es de verdad grande, que el análisis paciente de la inconsciencia de nuestras conciencias, la metafísica de las sombras autónomas, la poesía del crepúsculo de la desilusión.
Ese «crepúsculo de la desilusión», si bien lúgubre, no deja de parecerme una precisa definición del caos que viene a ser el «yo»: una personalidad que no es «personal», sino un cúmulo de ideas, experiencias, conocimientos, sueños, relaciones, deseos, fracasos, vicios, ilusiones, aprendizajes y esperanzas. Esas multitudes de las que también hablaba el poeta y que, como si de un muro de ladrillos se tratase, nos construyen y constituyen desde dentro, innúmeras piezas de ese incognoscible rompecabezas que somos.
Es seductor dejarse llevar por la idea de que existe una suerte de «personalidad única», una especie de icono que nos representa y nos define, que no solo sirve como seña de identidad ante los demás, sino que podemos usar como guía para afrontar los desafíos que surgen en la vida cotidiana. Seductor, sí, pero ilusorio. Si somos multitudes es porque, entre otras cosas (no pocas de las cuales se relacionan con la neurobiología), necesitamos desdoblarnos, multiplicarnos, para dar cabida a todo aquello que sobreviene. Como seres frágiles, es lógico que tendamos a la comodidad, al abrazo maternal de esa supuesta seguridad que ofrece el sabernos extrovertidos, o melancólicos, o creativos, o perezosos, o cobardes… pero la verdad, creo, es que en la pregunta «¿quién soy?» reside mucha más verdad de lo que cualquier sedicente certeza puede proporcionarnos. Abrazar la duda, a veces, brinda más tranquilidad que (creer) conocer la verdad.
Con qué dulce seriedad diseccionas las cuestiones filosóficas del ser un ser humano, Emi. Me encanta leerte.
Como practicante de meditación zen desde hace mucho, sé que la identidad del "yo" es un agregado de ilusiones ópticas. Y estoy perfectamente en paz con ello, pues cuando lo entiendes de verdad, te liberas de muchos pesos. Tú pareces haber llegado a la misma conclusión por otras vías, ¿verdad?
La identidad más estable que he encontrado en mí hasta ahora es el calmado y amoroso Silencio por respuesta que brota al cerrar los ojos y preguntar: ¿Quién hay aquí? 😊
Ame mucho esto, de verdad lo necesitaba leerlo hoy. No soy psicóloga, y a veces hay términos que me cuesta dimensionar, pero esto me ayudo a comprender y, sobre todo, a soltar la culpa de no alcanzar ese ser ideal o constante.
De corazón, gracias.