Debo ser yo mismo, me repetía, debo ser yo mismo sin hacerles caso, sin hacer caso a sus voces, sus olores, sus deseos, sus amores y sus odios, debo ser yo mismo, me repetía, mirando mis pies satisfechos sobre el taburete y el humo del cigarrillo que soplaba hacia el techo; porque si no puedo ser yo mismo entonces seré como ellos quieren que sea y no aguanto a ese tipo que es como ellos quieren que yo sea y prefiero no ser nada, o no ser, antes que ser ese tipo insoportable que quieren que sea, pensaba…
El libro negro, Orhan Pamuk
Como ya tenemos familiaridad tú y yo, sabrás a estas alturas que uno de los temas que aparece y reaparece en estos artículos es el del «yo», el del individuo, el de la personalidad. Quizá puedas pensar que es una obsesión (y quizá no te falte razón), pero si le dedico tanto tiempo a reflexionar sobre esa parte de nosotros que nos constituye como personas, como entes singulares, es porque me parece que el proceso de descubrimiento que implica bucear en la psicología, en el comportamiento, en la ontología, nos proporciona migajas de humanidad que podríamos llamar «conocimiento» —si es que hoy día, con la información de que disponemos, se puede asignar esa etiqueta a los hallazgos que podamos hacer mediante facultades intelectivas—.
La cuestión primordial que nos asalta a menudo es la identificación de esa singularidad que, sin duda —para nosotros—, nos define como individuos únicos y distintivos. ¿Qué es ese «ser uno mismo» del que habla el personaje de Pamuk? ¿Quién podría ser él sino sí mismo? ¿Se podría ser otro dentro de un cuerpo irremplazable? Parecen cuestiones baladís, pero si nos sumergimos en las incógnitas que se van desplegando a medida que avanzamos en el proceso de pensar sobre ellas nos daremos cuenta de que el tema de la individualidad es un enorme campo de estudio.
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