Y que algo tan atroz como una guerra esté tan normalizado... que el mal absoluto (en el que yo sí que creo, al menos a un nivel) esté tan normalizado...
A menudo siento que no pinto nada en este planeta. Y bromeo con ello, para quitarle hierro.
Pero no.
Me ha emocionado tu texto, Emi. Gracias por usar la palabra como llamada del alma, como herramienta de luz.
Creo que, precisamente por esto que nos cuentas hoy, nos sentimos atraídos hacia las historias de guerra y posguerra; porque, más allá de la ficción pura, es un arte en el que no cabe el raciocinio. Casi cualquier otro relato de no ficción busca la razón, las causas, el proceso y las consecuencias de todo, pero, incluso, cuando hablamos de historia bélica y se detallan los acontecimientos hay una parte que sólo se puede explicar diciendo que el ser humano es más humano que nunca en una guerra.
Es que el arte siempre supera a la realidad (o, al menos, así lo creo) por su capacidad de transmitir un atisbo de la irracionalidad de los hechos. La historia nos da las razones, pero el arte nos muestra las experiencias, algo que nos toca en lo profundo.
Es más: el hecho de que no todo pueda ser explicado, de que algunas cosas solo puedan intuirse, rescatando minúsculos fragmentos, quizá es aún más conmovedor a la hora de formarnos una idea del horror, del miedo, de la vergüenza, de la esperanza, del dolor.
Es difícil no estremecerse ante la persistencia de este mal absoluto que nombras con una lucidez desgarradora. La guerra —esa negación de toda razón, de toda ternura, de todo porvenir— mostrada como un espectro que se alimenta de la juventud de los cuerpos, de la ingenuidad de las conciencias y del silencio de quienes prefieren mirar a otro lado.
El arte, como bien dices, no puede clausurar el horror. Pero sí puede —¡y debe!— convertirse en ese espejo terrible donde el alma se reconozca en su propio extravío. Frente a la lógica de la destrucción, la palabra sigue siendo una forma de resistencia. Una antorcha encendida en mitad del sinsentido.
Al leer tu reflexión he recordado la que escribí hace unos días sobre la factura del fracaso colectivo, ese precio que ahora pagamos —en soledad— por la renuncia compartida a toda voluntad transformadora. El anuncio de Bruselas que mencionaba, no es otra cosa que el eco administrativo de ese mismo mal absoluto que denuncias: la aceptación pasiva del desastre, la pedagogía del miedo, la obediencia revestida de sensatez.
Gracias, Emi, por este grito lúcido. Que no se apague.
Me gustó tu texto porque —creo— apuntaba a la necesidad de recuperar (si es que la tuvimos alguna vez…) la esperanza, la voluntad, la persistencia. Parece que en las últimas décadas la sociedad (incluso por encima de los «sistemas») ha caído en una somnolencia autoindulgente, dando por sentado que las cosas pasan sin más, que la actuación solo tiene sentido como prosumidores, que las personas no poseen capacidades de impactar en la realidad comunitaria.
Más que una desesperanza, lo que tenemos hoy día es una ataraxia entendida en el peor de sus sentidos: una impasible forma de atender al devenir del mundo, como si todo fuese fruto de fuerzas externas sobre las que carecemos de control alguno. Puede que sean pocas las opciones, especialmente a nivel individual, pera la pérdida de la voluntad primigenia es ya una derrota bien dolorosa.
Matadero Cinco es uno de esos libros que lleva en mi lista de pendientes más de 20 años. Hoy me lo has recordado y has hecho que escale automáticamente muchos puestos en la lista de pendientes.
Curiosamente, no es una novela que me gustase demasiado, pero la visión de Vonnegut sobre el tema es tan descarnada que brinda pasajes conmovedores. Quizá su plasmación del horror se quede un tanto desdibujada por lo estrambótico del argumento, pero tiene momentos memorables, sin duda.
La guerra como cosa de críos. Bien, pero entonces ¿dónde está la mano que les pueda dar una torta a tiempo? No creo en el "mal absoluto" (en realidad en ningún "absoluto"). Sólo en la prevención. Y la única prevención que conozco contra la guerra es el cultivo de su opuesto. El haiku de unas amigas "La paz es planta rara, que no se da, sólo se cultiva".
Por eso me gustaba la visión de Kenzaburo Oé respecto al «bien absoluto» contrapuesto al «mal absoluto».
Puede que ambos no existan más allá del concepto, pero la representación de la idea es poderosa y puede mover a la acción, o al menos al pensamiento. Algo, desgraciadamente, muy necesario hoy día.
Y que algo tan atroz como una guerra esté tan normalizado... que el mal absoluto (en el que yo sí que creo, al menos a un nivel) esté tan normalizado...
A menudo siento que no pinto nada en este planeta. Y bromeo con ello, para quitarle hierro.
Pero no.
Me ha emocionado tu texto, Emi. Gracias por usar la palabra como llamada del alma, como herramienta de luz.
Mil gracias, Clara. Quizá necesitamos (siempre, pero hoy más que nunca) recuperar un poco de esperanza, tanto en nosotros mismos como en los demás.
Creo que, precisamente por esto que nos cuentas hoy, nos sentimos atraídos hacia las historias de guerra y posguerra; porque, más allá de la ficción pura, es un arte en el que no cabe el raciocinio. Casi cualquier otro relato de no ficción busca la razón, las causas, el proceso y las consecuencias de todo, pero, incluso, cuando hablamos de historia bélica y se detallan los acontecimientos hay una parte que sólo se puede explicar diciendo que el ser humano es más humano que nunca en una guerra.
Es que el arte siempre supera a la realidad (o, al menos, así lo creo) por su capacidad de transmitir un atisbo de la irracionalidad de los hechos. La historia nos da las razones, pero el arte nos muestra las experiencias, algo que nos toca en lo profundo.
Es más: el hecho de que no todo pueda ser explicado, de que algunas cosas solo puedan intuirse, rescatando minúsculos fragmentos, quizá es aún más conmovedor a la hora de formarnos una idea del horror, del miedo, de la vergüenza, de la esperanza, del dolor.
Es difícil no estremecerse ante la persistencia de este mal absoluto que nombras con una lucidez desgarradora. La guerra —esa negación de toda razón, de toda ternura, de todo porvenir— mostrada como un espectro que se alimenta de la juventud de los cuerpos, de la ingenuidad de las conciencias y del silencio de quienes prefieren mirar a otro lado.
El arte, como bien dices, no puede clausurar el horror. Pero sí puede —¡y debe!— convertirse en ese espejo terrible donde el alma se reconozca en su propio extravío. Frente a la lógica de la destrucción, la palabra sigue siendo una forma de resistencia. Una antorcha encendida en mitad del sinsentido.
Al leer tu reflexión he recordado la que escribí hace unos días sobre la factura del fracaso colectivo, ese precio que ahora pagamos —en soledad— por la renuncia compartida a toda voluntad transformadora. El anuncio de Bruselas que mencionaba, no es otra cosa que el eco administrativo de ese mismo mal absoluto que denuncias: la aceptación pasiva del desastre, la pedagogía del miedo, la obediencia revestida de sensatez.
Gracias, Emi, por este grito lúcido. Que no se apague.
Me gustó tu texto porque —creo— apuntaba a la necesidad de recuperar (si es que la tuvimos alguna vez…) la esperanza, la voluntad, la persistencia. Parece que en las últimas décadas la sociedad (incluso por encima de los «sistemas») ha caído en una somnolencia autoindulgente, dando por sentado que las cosas pasan sin más, que la actuación solo tiene sentido como prosumidores, que las personas no poseen capacidades de impactar en la realidad comunitaria.
Más que una desesperanza, lo que tenemos hoy día es una ataraxia entendida en el peor de sus sentidos: una impasible forma de atender al devenir del mundo, como si todo fuese fruto de fuerzas externas sobre las que carecemos de control alguno. Puede que sean pocas las opciones, especialmente a nivel individual, pera la pérdida de la voluntad primigenia es ya una derrota bien dolorosa.
Matadero Cinco es uno de esos libros que lleva en mi lista de pendientes más de 20 años. Hoy me lo has recordado y has hecho que escale automáticamente muchos puestos en la lista de pendientes.
Curiosamente, no es una novela que me gustase demasiado, pero la visión de Vonnegut sobre el tema es tan descarnada que brinda pasajes conmovedores. Quizá su plasmación del horror se quede un tanto desdibujada por lo estrambótico del argumento, pero tiene momentos memorables, sin duda.
La guerra como cosa de críos. Bien, pero entonces ¿dónde está la mano que les pueda dar una torta a tiempo? No creo en el "mal absoluto" (en realidad en ningún "absoluto"). Sólo en la prevención. Y la única prevención que conozco contra la guerra es el cultivo de su opuesto. El haiku de unas amigas "La paz es planta rara, que no se da, sólo se cultiva".
Por eso me gustaba la visión de Kenzaburo Oé respecto al «bien absoluto» contrapuesto al «mal absoluto».
Puede que ambos no existan más allá del concepto, pero la representación de la idea es poderosa y puede mover a la acción, o al menos al pensamiento. Algo, desgraciadamente, muy necesario hoy día.