—¡No erais más que unos críos! —exclamó.
—¿Qué? —respondí.
—¡En la guerra no erais más que unos críos… como los que están arriba!
Asentí con la cabeza. En la guerra habíamos sido vírgenes e insensatos, justo al final de la infancia.
—Pero no vas a escribir eso, ¿verdad?
No era una pregunta. Era una acusación.
—No... no lo sé —dije.
—Pues yo sí que lo sé —respondió—. Fingirás que erais hombres y no unos críos, y en las películas os interpretarán Frank Sinatra y John Wayne o algún otro de esos viejos verdes glamurosos que adoran la guerra. Y la guerra parecerá maravillosa y tendremos muchas más. Y en ellas combatirán críos como los de ahí arriba.
Y así lo entendí. Era la guerra lo que la había enfadado tanto.
No quería que sus críos ni los de nadie muriesen en la guerra.Matadero Cinco, Kurt Vonnegut
Hoy, como ayer, como hace décadas, como hace siglos, como ha sido siempre, debemos preguntarnos una y otra vez por la inmarcesible presencia de la guerra: perenne, ubicua, terroríficamente palpable. Como ese fantasma que recorría Europa, el espectro se insinúa y cobra forma, encogiendo corazones y provocando horrores, impregnando de hedor y vergüenza todo lo que aplasta a su paso. Una aparición que, sin embargo, nunca ha desaparecido del todo, como un prurito persistente o un escozor lacerante: simplemente cambia de lugar, se aleja, cambia de nombre, muda su aspecto, enturbia los sentidos… Y, como todos los fantasmas, su sola mención causa todo tipo de reacciones: miedo, por supuesto, pero también cobardía, imprudencia, confusión o locura.
Nadie puede escribir sobre la guerra desde la lógica, desde la coherencia. Conmueven las palabras de Kenzaburo Oé cuando visita Hiroshima años después de 1945: «… poca gente contempla el mundo en los términos que plantea el dualismo entre el bien y el mal. Obviamente, no tiene sentido hacerlo así. Pero hubo un verano en el que un mal absoluto se inmiscuyó de pronto en las vidas y en las conciencias de las víctimas de la bomba atómica. Para combatir ese mal absoluto fue necesario disponer de un bien absoluto que ayudase a recuperar el equilibrio humano en el mundo. Además, hubo que perseverar en la resistencia a ese mal». Nadie puede escribir sobre la guerra desde el entendimiento porque, en efecto, el mal absoluto no puede aprehenderse: no podemos rastrear causas, no podemos inferir consecuencias, no podemos glosar actos de valor, no podemos congratularnos de victorias, no podemos aspirar a victorias… Todo ello es etéreo, inaprensible, ilógico. Hablar sobre preparaciones y medidas, sobre planes y estrategias, sobre resistencias y avances, sobre valor y astucia, sobre aliados y oponentes, todo ello es absurdo. Da igual el retrato que se teja en el tapiz: sus hilos son sangre y cenizas, solo hay dolor y lágrimas, solo víctimas y ausencias, solo impotencia y vacío. Podremos escuchar discursos de advertencia, consejos sobre los preparativos o encomios de la entereza, pero nada de ello puede reflejar el mal absoluto que nombra Oé con su oriental sensibilidad. Oponerse a una deriva como esa significa perseverar, como afirma el escritor japonés, afianzarse en el convencimiento de que ese mal puede y debe ser erradicado. No creo que existan medias tintas a la hora de arrostrar la posibilidad de algo así: no caben las prevenciones, las mesuras, las contenciones, las confianzas, las justificaciones. Podemos elaborar una teodicea que pretenda explicar lo inexplicable, pero no logrará su objetivo por el mero hecho de que el mal no tiene una lógica intrínseca que se pueda diseccionar, estudiar y comprender. Habrá quien promulgue la exigencia de la autodefensa; habrá quien promueva la expectativa de la conquista; habrá quien justifique la prevención; habrá quien hable sobre colateralidades… Y todos ellos errarán su mirada, porque nada existe que pueda materializar las fabulosas ideas que serpentean en torno al acto ilógico, absurdo, caótico y destructivo por excelencia. Nadie puede escribir sobre la guerra desde la lógica… porque carece de ella. Quizá vuelvan proclamas en favor de la irrefragable necesidad de prepararse, del imperativo de la protección, de la mentalidad del valeroso; quizá escuchemos —lo hacemos ya— peroratas sobre la trascendencia de la patria, las fronteras, el destino manifiesto; quizá leamos —como así es— artículos sobre la inocencia del pacifismo, la debilidad de la prudencia, la inviabilidad del acuerdo. Tal vez el viscoso cuerpo del Leviatán ya está deslizándose bajo nuestros pies, paladeando nuestra confusión; tal vez se limita a esperar durante el tiempo que precisa, ya sean lustros, décadas o siglos, para asomar a la superficie y devorarnos. Nadie lo sabe. El mal absoluto, en efecto, no tiene explicación.
El arte, en este sentido, no puede ofrecer esa anhelada explicación, por desgracia; pero lo que sí puede hacer (así lo creo, así lo siento) es situar su espejo en el camino para mostrarnos —recordándonos, en verdad, en un sentido mayéutico— la verdad de la experiencia, de la historia, del alma de los que nos precedieron. Hay quien no confía en el valor de la palabra como forma de conocimiento, quien se arroja en los brazos de un mal entendido pragmatismo, quien se abandona a las consecuencias de una política que ya no tiene en cuenta los «asuntos de la polis»; hay quien soflama y enciende, quien deflagra y estalla, quien apabulla y vocifera. Todos ellos afirmarán rotundamente la incapacidad de la palabra, del arte, para insuflar esperanza y discernimiento en las personas, porque es probable que ellos no entiendan de personas, solo de arrebatos y vehemencias. Pero las personas son el bien absoluto de Oé: las personas son el sentido común, la coherencia, el acuerdo, la armonía, el amor y la sensatez. Las personas saben del dolor y sus consecuencias, de la violencia y sus secuelas, de la injusticia y sus cicatrices. Las personas empujan y mueven, impulsan y crean, protestan y logran, enmudecen y derrumban. Así ha sido siempre y así seguirá siendo.
Nadie puede escribir sobre la guerra… pero la palabra siempre podrá encender la antorcha de la razón e iluminar el sinsentido del vacío.
Knowlt Hoheimer
I was the first fruits of the battle of Missionary Ridge.
When I felt the bullet enter my heart
I wished I had staid at home and gone to jail
For stealing the hogs of Curl Trenary,
Instead of running away and joining the army.
Rather a thousand times the county jail
Than to lie under this marble figure with wings,
And this granite pedestal
Bearing the words, "Pro Patria."
What do they mean, anyway?
Edgar Lee Masters, Antología de Spoon River
Matadero Cinco es uno de esos libros que lleva en mi lista de pendientes más de 20 años. Hoy me lo has recordado y has hecho que escale automáticamente muchos puestos en la lista de pendientes.
Y que algo tan atroz como una guerra esté tan normalizado... que el mal absoluto (en el que yo sí que creo, al menos a un nivel) esté tan normalizado...
A menudo siento que no pinto nada en este planeta. Y bromeo con ello, para quitarle hierro.
Pero no.
Me ha emocionado tu texto, Emi. Gracias por usar la palabra como llamada del alma, como herramienta de luz.