Los entretenimientos más fútiles
El desafío del intelectual: prejuicios y sabiduría en la búsqueda del conocimiento
Comenzaba a estar de mal humor: tenía la impresión de haberse perdido en un mundo que era la negación de su propia persona, y en lo más hondo de su alma sentía repugnancia por la gente que jamás leía nada impreso, que acudía a un concierto sin siquiera haber leído antes el programa. Le corroía ver que en aquel lugar se congregaban cientos de personas que no «atendían», que no «pensaban con claridad», que preferían emborracharse y entregarse sin temor ni vergüenza a los «entretenimientos» más fútiles.
El profesor Unrat, Heinrich Mann
Como quizá ya sepas, la historia de El profesor Unrat nos sitúa frente a un viejo enseñante que desprecia tanto a sus alumnos como al resto de la sociedad en la que vive; sin embargo, un día conoce a una joven de «vida alegre» en un bar y traba conocimiento con una persona cuya forma de vida es tan opuesta a la suya como los son sus opiniones. Esa relación sirve como revulsivo a Raat (conocido por sus alumnos como «Unrat» —basura—), el profesor, que deberá afrontar a partir de entonces sus prejuicios acerca de todo lo que le rodea.
Puede que el argumento suene baladí o trillado, pero lo cierto es que Mann pone en cuestión dos temas que siempre afectan hondamente al ser humano: la autopercepción que tenemos (por lo común, distorsionada en mayor o menor medida) y la concepción del conocimiento como un elemento diferenciador, jerárquico, clasista. Unrat es un personaje digno de compasión, pero asquerosamente distante: no solo desprecia a sus discípulos por su falta de inteligencia o por su actitud, sino que se siente absolutamente ajeno a todos los que le rodean, protegido por su aura de intelectual; el narrado así lo expresa: «Unrat no tenía nada, absolutamente nada en común con la gente de allí dentro: para su satisfacción, ahora lo veía claro».
Es difícil —para qué engañarnos— sentir empatía por un tipo así, ¿verdad? Pero, sorprendentemente, Heinrich Mann consigue dibujar un personaje que tiene más de débil que de despreciable: un hombre obsesionado por un estatus del que en realidad carece y cuya opinión de sí mismo está fraguada en un molde que no se corresponde con la vida que tiene. Así, lo que nos queda es un tipo que lucha contra los demás —sus opiniones, sus costumbres, sus juicios—, pero cuya mayor batalla se da contra esa parte de sí que aborrece y no quiere revelar.
En el fondo, te confieso que ese protagonista me suscita algo de simpatía. Ya sabes que uno de los temas recurrentes en Auto(des)conocimiento es el aprendizaje, el camino que recorremos hacia —y por— el conocimiento: en ese sentido, Unrat es un ser humano que ha recorrido, que recorre ese camino, y que entiende (o, al menos, acepta) las consecuencias del viaje. Su soledad no es tanto un castigo como una elección, y, de hecho, al trabar conocimiento con Rosa (la mujer a la que conoce en el bar) todo su aparato de creencias, valores y supuestos se quiebra. Para mí, esa pasión por la información, por la sabiduría, es una virtud, no algo de lo que el personaje debiera arrepentirse; puede que en este ejemplo literario la historia se lleve al extremo (no te contaré más detalles por si no has leído la obra), pero lo cierto es que todo sacrificio conlleva unas consecuencias que todos conocen, pero que pocos se complacen en aceptar.
En su novela Auto de fe, Elias Canetti también utiliza a un personaje obsesionado por el conocimiento y el estudio: alguien que, al igual que Unrat, vive por y para el aprendizaje:
Todo ser humano necesita una patria, pero no una tal como la entienden algunos patrioteros primitivos, ni tampoco una religión, insulso anticipo de una patria ultraterrena. No, una patria en la que el suelo, el trabajo, los amigos, las diversiones y el propio espacio espiritual confluyan en un todo natural y organizado, en una especie de cosmos personal. La mejor definición de patria es: biblioteca.
Kien, el protagonista de la novela, también se aparta de todos y se considera superior a sus congéneres. Pero, hasta cierto punto, ¿cómo no comprenderle? ¿Cómo no pensar que, tanto Unrat como Kien, se han ganado nuestro respeto y admiración como eruditos? Uno y otro son sabios, estudiosos que han consagrado sus vidas a perseguir un ideal tan huidizo como sugerente. Ese empeño, pienso, no puede ser sino digno de encomio, incluso aunque venga acompañado de cierta… acritud personal.
Hogaño no valoramos esa dedicación, si bien es cierto que a lo largo de la historia el conocimiento siempre ha sido respetado desde una posición recelosa: por un lado, se estima a aquellos seres humanos comprometidos con el saber, pero, por otro, se les tilda de rarezas tanto por su devoción como por su manifiesta superioridad intelectual. Quizá seamos envidiosos, por qué no reconocerlo, y nos duela constatar que hay gentes cuya dedicación a algo es casi religiosa; quizá seamos sensatos y, en realidad, lo que advertimos es un rasgo de egocentrismo que, como es lógico, esas personas no consiguen entrever. Pero lo cierto es que en estos tiempos que vivimos esa —todavía— extraña inclinación hacia la sabiduría, ese compromiso con el aprendizaje, son, tal vez, más sutilmente denostados que nunca. Puede que sea porque las preguntas nunca nos han gustado tanto como las respuestas…
Unrat y Kien no solo son intelectuales distantes sino personajes que usan el conocimiento como escudo, un mecanismo de defensa contra la vulnerabilidad.
Qué buena pinta, Emi. Me apetece mucho leer esto de Mann.