Sea pues retórica la facultad de considerar en cada caso lo que puede ser convincente, ya que esto no es la materia de ninguna otra disciplina.
Retórica, Aristóteles
Dado que este artículo ve la luz en una red social cuyo principal objetivo in nuce es (o era) el de propiciar la cultura escrita, la comunicación textual, no puedo dejar de pensar en ese objetivo que el maestro Aristóteles atribuía a la disciplina de la retórica. La persuasión era un rasgo fundamental en una sociedad basada en el discurso, en la oralidad, en el debate público, de ahí que varios filósofos y pensadores de la Antigüedad dedicasen obras enteras al examen de los entresijos de la oratoria y la propia retórica.
Pero quizá te llame la atención un punto concreto de la sencilla, aunque certera, definición de Aristóteles: ¿qué significa «ser convincente»? A priori podríamos pensar en un sentido lato del término, un sentido que nos refiera a la voluntad de seducir al interlocutor para infundirle nuestras ideas, para socavar sus convicciones e inficionarle con puntos de vista ajenos. «Convencer», de hecho, deriva parcialmente de «vincere», vencer en latín, de manera que tenemos un acto de interlocución en el que uno de los participantes trata de someter al otro hasta el punto de infligirle una derrota, siquiera hipotética.
En verdad, Aristóteles plantea algo bastante similar a esto, ya que atribuye a la retórica cierto grado de universalidad: mientras que otras disciplinas se centran en sus campos de actividad respectivos, aquella puede abarcar «cualquier cosa dada». Imagina que exista (como, de hecho, así es) una materia que se plantee como objeto de estudio el convencer a los demás de algo, sea lo que sea. Puede que parezca quimérico expresado en estos términos, pero para Aristóteles (e, insisto, muchos otros) esa finalidad no tenía nada de extraño, en tanto el debate se basaba en un intento de implantar puntos de vista en la conciencia pública de los ciudadanos. Tanto es así que el griego consagró un manual a diseccionar, examinar y clasificar los distintos métodos que conforman esta disciplina para facilitar la elaboración de discursos eficaces.
Tal vez, llegados a este punto, te estés preguntando a qué viene esta introducción y esta mirada sobre el libro del filósofo. Como el artículo de hoy tiene un componente que podría llamar «lúdico», me explico. Leyendo muchas newsletters en esta red (también multitud de textos ajenos a ella, por supuesto, pero para ceñirme a un terreno más reducido y concreto voy a dirigir nuestra atención solo a los textos que se publican en Substack) he podido analizar los formatos y recursos con interés de filólogo y curiosidad de lector: la conclusión a la que he llegado es que muchos artículos —casi todos, en realidad— se pueden incluir en una de las tres ilustres categorías que Aristóteles definió para los argumentos del discurso: ethos, pathos y logos. Así que, como curiosidad, podemos examinar de forma breve estas tipologías y comprobar si también tú aprecias algunas de sus características en los textos que acostumbramos a leer tanto en internet, en general, como en esta red, en particular.
Ethos
Por el comportamiento: cuando el discurso se pronuncia de forma que hace al que habla digno de crédito, pues damos más crédito y tardamos menos en hacerlo a las personas moderadas, en cualquier tema y en general, pero de manera especial nos resultan totalmente convincentes en asuntos en que no hay exactitud, sino duda.
El ethos sería algo así como el «capital social» del autor, su disposición o autoridad dentro del contexto en el cual se produce la comunicación. En términos lingüísticos lo podríamos considerar el emisor del mensaje, ya que es su presencia la que se erige como indispensable para armar el discurso. Es muy probable que, como ejemplo de ethos, se te venga a la mente un profesor, quizá uno que tuviste en tu infancia o adolescencia; son personas cuyo crédito se suele dar por sentado, y cuando somos jóvenes es común que les atribuyamos características que rozan la infalibilidad.
Quizá Aristóteles tenía en mente una serie de condiciones del carácter algo restringidas y particulares, adaptadas a su momento histórico, pero pienso que hogaño los rasgos del autor (orador, emisor) pasan por hacer un uso excesivo de eso que he denominado «capital social». Para captar la atención, para seducir a ese público al que imponemos la etiqueta de «audiencia», es habitual recurrir a atributos de confiabilidad: mostrar la cercanía, la humanidad, incluso la fragilidad; arrogarse cualidades de nobleza, de esfuerzo, de valentía; evidenciar un prurito de honradez. La primera impresión es la que queda, dicen, y en este sentido muchos autores ponen un énfasis absoluto es que esta sea la mejor, la más certera, la más sugerente.
Seguro que, como yo, habrás leído aquí (insisto: tomo referencias de Substack, pero el análisis es válido para cualquier discurso en cualquier plataforma o medio) newsletters en las cuales su autor se erige en el auténtico espectáculo, el blanco de los focos del escenario, el centro de todas las miradas. No creo que sea casualidad el hecho de que casi todos estos autores vendan o promocionen algo, ya que su presencia actúa como herramienta de difusión de sí mismos. Oli Mould afirma en su ensayo Contra la creatividad que «… los procesos capitalistas que se aprovechan de […] actos creativos han transformado el ethos de la "creatividad" en un espíritu que conlleva la producción de los mismos procesos capitalistas. En otras palabras, la creatividad bajo el capitalismo no es creativa en absoluto». Y es que, en estos casos, la conexión que Aristóteles atribuía al orador con el público, eminentemente recíproca, se subvierte para que el sentido sea único. La experiencia propia se torna en moneda de cambio —literalmente—, no en aprendizaje comunitario.
El autor debe —o debería— conocer a su audiencia, empatizar hasta cierto punto con ella, tener en cuenta los caracteres para, de ese modo, no solo adecuar su discurso de acuerdo a determinadas características, sino también compartir con ella su forma de pensar. Es probable que todos hayamos leído en Substack artículos en los cuales el ego del autor fagocita el mensaje: no hay ideas, no hay argumentos, no hay discusión, no hay cercanía, no hay imaginación; solo queda esa figura que abarca todo y no deja resquicios, que colma el espacio discursivo con un exceso de primera persona y pontifica con el poderío que otorga la infalibilidad. Como dice Mould, no hay creatividad, solo asertividad.
Pathos
Por los oyentes: cuando se ven inducidos a un estado de ánimo por el discurso. Pues no tomamos las mismas decisiones afligidos que alegres, ni como amigos, las mismas que como enemigos.
Este tipo de argumento traslada el foco del emisor al receptor: el pathos se refiere a las emociones que el mensaje —y, por supuesto, el orador que lo construye— suscita en el público; de hecho, el término griego puede traducirse como «estado de ánimo» o incluso «pasión», así que puedes imaginarte que aquí nos situamos en un terreno algo más frágil.
Apelar al sentimiento es, hasta cierto punto, muy sencillo. Existen temas universales que concitan cierta avenencia, temas que provocan reacciones unánimes, temas que desencadenan respuestas similares: el dolor, el amor, la violencia… son asuntos que generan un tipo de efecto bastante limitado, a pesar de la intensidad de la pulsión que podamos experimentar. Los grandes literatos (los grandes artistas, en general) lo saben bien, de manera que exploran caminos inéditos que les permitan descubrir reacciones alejadas de lo cotidiano, de lo banal, de lo ramplón. Sin embargo, aquellos que no tienen un don trabajado a conciencia solo pueden conformarse con el recurso de las imágenes estereotipadas, de las palabras comunes y de las ideas prosaicas.
Dado que el pathos dispara a esas regiones del alma que se consideran pasionales, ilógicas, es muy fácil conmover al público utilizando determinados medios. Aristóteles así lo sabía: en su Ética Nicomáquea habla de «una naturaleza del alma que es irracional, pero que participa, de alguna manera, de la razón», lo cual nos indica que el griego intuía ese factor de fragilidad que se esconde en nuestras mentes a la hora de confrontar mensajes netamente «emocionales». Así que estarás de acuerdo conmigo en que este tipo de argumento es peligrosamente efectivo si se utiliza con un propósito claro.
Así lo podemos ver también en esta red. Existen muchas publicaciones que basan sus contenidos (diría que su propia presencia) en la generación de sentimientos en la audiencia, puesto que apelar a lo irracional «debilita» nuestros prejuicios racionales (aunque, como indica Aristóteles, exista un fino hilo que une razón y emoción [como también intuyó la fabulosa Jane Austen]) y concita una «comunión cardíaca» tan visceral como huera. Desde escritos de ficción que versan sobre desamores o recuerdos, pasando por historias de —sedicente— superación personal, hasta confesiones arrebatadas de experiencias dolorosas o exultantes.
Y es que cabría recordar en este punto lo que Nietzsche decía sobre el pathos en su Genealogía de la moral:
El pathos de la nobleza y de la distancia […], el sentimiento global y básico, duradero y dominante, de un modo de ser superior y regio respecto de un modo de ser inferior, respecto de un «abajo»: este es el origen de la contraposición entre «bueno» y «malo».
Logos
Se convencen por el propio discurso: cuando manifestamos una verdad o algo que lo parece de lo que es convincente para cada cuestión.
El tercer y último tipo de argumentación que Aristóteles identificó es el logos. Este podría ser, aventurándonos un tanto, el componente más neutro, objetivo y empírico del aparato teórico que el filósofo construyó como cimientos de la disciplina de la retórica, ya que se refiere muy en concreto a lo que es verdad, o tiene visos de serlo.
Es evidente que, en materia discursiva, es casi imposible atribuir un grado de veracidad absoluto a un mensaje, en tanto este viene interpretado por el público de tantas formas distintas como personas lo compongan. De hecho, Aristóteles define la argumentación en pos de la verdad como entimema: un elemento que actúa dentro de la retórica de manera similar a cómo el silogismo opera en el terreno de la lógica; pero, mientras que este se arma con proposiciones coherentes a partir de las cuales se deduce una evidencia, aquel se sostiene solo en base a la probabilidad de que algo sea como el emisor dice que es. De manera que cualquier conclusión que se infiera de un entimema es necesariamente probable.
¿Adónde nos lleva esto? Ni más ni menos que a la aceptación de que el discurso, al menos su parte teórica, puede intentar convencer por los razonamientos que el autor inserte en él, pero no siempre tiene por qué lograr su objetivo, puesto que en algunos casos se sustenta en tesis discutibles. No obstante, pienso que esta idea no resta ni un adarme de validez al logos, ya que la discursividad se fundamenta, en innúmeros casos, en la elaboración de un discurso que presente una intuición, un proyecto de razón, una propuesta aún por definir. El lenguaje filosófico, sin ir más lejos, juega a menudo con la probabilidad de sus tesis, aunque trate de demostrarlas (bien con entimemas, bien con silogismos, bien con cualquier otro ardid) para conferirles carácter de ley.
En Substack hay artículos que especulan, idean, aventuran, sugieren, dudan o fabulan con distintas materias. Es el caso, entre otros, de
, que usa su monumental erudición para reflexionar sobre temas como la estética, la inteligencia artificial o la filosofía. Su newsletter, «Ingeniero de letras», es uno de los casos en los que el logos actúa como piedra de toque para construir una pieza que se apoya tanto en los datos como en la elucubración.Por otro lado, también tenemos artículos que se fundamentan en la documentación exhaustiva para, a partir de ella, ofrecer una visión única y original sobre algún tema.
, por ejemplo, hace gala de una profusa actividad documental para elaborar sus textos sobre cartografía en su newsletter «Mapas Milhaud», en los que utiliza esas referencias para arrojar luz sobre acontecimientos, personajes y lugares de nuestro mundo.Sin embargo, también el logos puede ser una excusa para elaborar textos que solo se basan en el simple acopio de información poco o nada contextualizada, con el objetivo de epatar al lector con un sinnúmero de datos inconexos o deshilvanados. En este caso, no hay una intención comunicativa clara, aunque sí un propósito de «convencer», aunque, por lo común, este tenga más que ver con las pretensiones comerciales del autor (generar muestras de adhesión —likes—, ganar seguidores o, directamente, vender algún tipo de servicio o producto). Estos creadores no pretenden dominar el tema que tratan mediante la información que reúnen, sino provocar una reacción de asombro a su audiencia que no tiene por qué relacionarse (de hecho, no suele ser así) con el tema que tratan.
Herbert Marcuse afirmaba1, en este sentido, algo bastante interesante respecto a estas cuestiones:
La Razón, como pensamiento conceptual y forma de conducta, es necesariamente dominación. El Logos es ley, regla, orden mediante el conocimiento. Al incluir en una regla casos particulares bajo un universal, al someterlos a su universal, el pensamiento alcanza el dominio sobre los casos particulares.
La tipología de la argumentación de Aristóteles, como ves, puede servir en la actualidad para identificar elementos del discurso que permean, o incluso conforman, muchas de las obras que leemos en la red. Para el filósofo, era la conjunción de las tres lo que podía generar un discurso coherente y persuasivo, un discurso que generase la adhesión del público mediante cierta sutileza interesada, pero basada en la honestidad y el amor por la dialéctica.
Quizá hoy día no empleamos la retórica de la manera más «pura», sino que ha devenido una herramienta de manipulación que se utiliza para mover, más que para conmover. Puede que, en realidad, esto no sea bueno o malo en un sentido moral, sino que el signo de los tiempos marque la forma en la que hacemos uso de los materiales que tenemos a nuestra disposición para influir sobre nuestros congéneres. Tal vez todos nos hemos visto reflejados en alguna de estas tres categorías, ya sea para bien o para mal; en nuestras manos queda el tratar de aplicar sus postulados de la manera más honesta y constructiva posible.
El hombre unidimensional, Herbert Marcuse.
Me ha encantado el análisis. Tomo nota y me aplico para mi reflexión interna. Gracias por tus textos. Son siempre unas mini vacaciones de la vida cotidiana a las prisas. Una parada y fonda para recargar el intelecto.
Vaya invitación a la introspección personal, me ha encantado esta lectura ♥️