Quizás una de las preguntas más importantes de la historia. Aunque mi intuición me dicta posicionarme a favor del libre albedrío, reconozco que no tengo una posición convencida. No obstante, la visión de autores como Sapolsky me parecen reduccionistas en exceso, construyendo un ser humano como un agregado de respuestas químicas predeterminadas a determinados estímulos. ¿Qué es del yo, del sujeto, de la consciencia? Si no tenemos respuestas fehacientes a estas preguntas, no podemos afirmar con rotundidad la no existencia de la libertad. Aun así, aunque solo se tratase de una ilusión, el libre albedrío ha tenido evidentes beneficios para la cohesión y la cooperación social. Si realmente no elegimos, si no podemos hacernos responsables de nuestras elecciones, instituciones como la ley, el mercado o las normas éticas y morales carecerían de valor. Creo que, aunque nuestras elecciones solo se restrinjan a qué color de camisa me pongo hoy para trabajar, hay un espacio de libertad para elegir.
El conocimiento humano, la ciencia, avanza. Por lo que las respuestas de hoy puede que mañana queden obsoletas. Seguiremos atentos. Gracias por estos temas tan interesantes.
Dices: "¿Qué es del yo, del sujeto, de la consciencia?". Digo desde mi convicción de la relatividad de absolutamente todo: "un estorbo para todo lo que sea enjuiciar imparcialmente". No dudo que el yo es una herramienta necesaria, pero comparto con las corrientes budistas que en la mayoría de los casos es un estorbo que hay que aprender a acallar.
He dedicado una serie de entradas a "Decidido" por si te interesa leerlas.
Sapolsky no deja de ser un humano con sus sesgos e intereses...y como le dijo Dennett una vez "no espero responsabilidad de alguien que no cree en la responsabilidad".
Gracias por tu texto, Emi. Siempre llevándonos a cuestiones interesantes. Con mucha frecuencia tengo la sensación de que la cuestión del libre albedrío se suele enfangar por confusiones conceptuales que nos conducen a callejones sin salida. Si se tiene la sensación de que existe y hay que defenderlo del determinismo, carece de sentido abogar por la indeterminación, el azar, o la fluctuación cuántica. Porque para sostener la agencia es necesario el determinismo: que las acciones del sujeto se vean sometidas de forma determinista por su libre arbitrio, por su voluntad. Para defender que existe la libertad es necesario admitir que el determinismo existe fuera del sujeto (a su escala, desde luego, por más que haya infradeterminación cuántica bullendo por ahí “debajo”). Pero si se admite el determinismo, no parece que haya forma de aislar al sujeto, y que este no sea sino una ficción que encubre, como decía Spinoza, las causas que ignoramos de nuestro aparentemente libre comportamiento.
Esto nos lleva entonces al problema del yo. Y ahí también nos liamos al querer conciliar dos juegos de lenguaje completamente inconmensurables: en el lenguaje de la ciencia que sabe de átomos, moléculas, interacciones químicas y bioquímicas, de comportamientos individuales y sociales… no hay una forma de atajar la idea del sujeto, del yo, en el polo opuesto de la objetividad, en el reverso del objeto científico. El misterio de la autoconciencia, de subjetividad pura, la propia sensación de agencia y por tanto de libertad se escapa a la explicación científica, y tengo serias dudas de si tendremos algún día capacidad para hacerla inteligible, porque la profundidad que observamos en el espejo nunca es accesible “por detrás”: Solo parecemos acorralarla por fuera, haciéndola explicable como un simulacro adaptativo beneficioso, como una forma de cooperación social fructífera. Jugar al juego de creer que somos libres nos ha brindado como especie ventajas innegables para comunicar y predecir nuestras acciones y coordinarlas. Pero parece que carece de sentido que la ciencia entre en ese juego del lenguaje, pues las fichas esenciales de ese juego, los sujetos, se le deshacen como azucarillos, como meros agregados neuroquímicos emergentes. Pero es que esas causas somos nosotros mismos. Pues ¿dónde está la frontera de nuestro yo? ¿Dónde acaban nuestros deseos y empieza nuestra identidad? Es posible que de iure la identidad y la libertad puedan reducirse a la física como podrían reducirse la sociología, la biología o la química. Pero de facto, no somos capaces de reducirla ni, sobre todo, nos importa. Porque no somos capaces de salirnos de este juego de conciencias libres. Seguimos practicándolo inexorablemente. Entonces, ¿qué más da? Como mucho, juzguémonos con benevolencia porque somos también las causas de nuestro comportamiento y juzguémonos con severidad siempre y cuando nuestro comportamiento afecte al colectivo.
Mil gracias a ti, Javier, por aportar siempre claridad y (muchos) datos adicionales a mis ideas.
Por no extenderme demasiado, me remito al comentario que le he dejado a Chus en otra parte: como dices, y ante la imposibilidad de fijar una idea de «yo» o de «conciencia» que sea científicamente exacta, me parece que deberíamos comportarnos de acuerdo con la idea —o fantasía— de que existen las opciones y que ese indefinible «yo» es un elemento volitivo consciente y razonable, capaz de tomar en consideración juicios, experiencias, percepciones, etc., y así escoger lo que creemos adecuado. Quizá es una posición un tanto kantiana, tanto en su formulación como en su rigorismo, pero uno tiene ya suficientes años para considerar que, como seres sociales, es tal vez lo mínimo que debemos exigirnos a nosotros mismos.
Gracias por este texto que genera espacio para un debate con inteligencia y sensibilidad. Me reconozco en muchas de sus inquietudes, y sin embargo, me descubro habitando una grieta ligeramente distinta.
Creo que sí: tenemos opciones, innumerables posibilidades que la cultura, la experiencia o el azar nos colocan delante. Pero no creo que tengamos la libertad de elegir una concreta al margen de la maquinaria que somos. La elección, cuando llega, no es fruto de una voluntad soberana, sino de un empuje más profundo: biológico, emocional, inconsciente, que ya ha operado mucho antes de que aparezca la ilusión del “yo decidiendo”. En otras palabras, yo creo que somos conscientes de tener opciones, pero no somos libres a la hora de seleccionar una de ellas. Y ese matiz lo cambia todo.
No niego la existencia de un margen, de un pequeño intervalo donde algo puede torcerse o afirmarse. Pero incluso ahí, el peso de lo anterior —de lo aprendido, lo sentido, lo temido— suele ser más determinante que cualquier idea de libertad en abstracto.
No defiendo un determinismo rígido, pero sí una cierta humildad ontológica: no somos arquitectos de nuestras decisiones, sino terrenos donde germinan impulsos y estructuras que no controlamos del todo. Nos creemos autores, y acaso somos más bien lectores atentos —o intérpretes a medio entender— de algo que nos atraviesa.
Dicho esto, como tú bien señalas, quizá ahí radique precisamente la dignidad: no en controlar por completo lo que somos, sino en hacernos cargo de ello. En asumir esa limitación como el punto desde el que construir una ética, no desde la omnipotencia, sino desde la responsabilidad de lo incompleto.
Y tal vez —solo tal vez—, lo humano no consista en “ser libres” en un sentido absoluto, sino en mirar nuestras decisiones con lucidez suficiente como para no confundirlas con milagros, ni con cadenas.
"Nos creemos autores, y acaso somos más bien lectores atentos —o intérpretes a medio entender— de algo que nos atraviesa."
Me parece muy ajustado el punto, Chus. Recientemente hablando en otro foro sobre la causalidad y el determinismo alguien recomendó la serie Devs. No la conocía, la busqué y la encontré y, efectivamente creo que trata muy bien el asunto desde una óptica compleja e interesante. Me parece muy recomendable. Me paré a hacer un comentario que dejo en mi página web: https://www.librosdeleer.es/devs/.
Tus palabras te sitúan en el «bando» de Sapolsky, pues. XD
Entiendo tu argumentación, que reviste una lógica casi inapelable, pero desde un punto de vista íntimo, quizá espiritual (entendido en un sentido amplio, naturalista), me adhiero a los razonamientos que he expuesto en el artículo: creo que hay condicionantes biológicos claros, cadenas causales que desembocan en un reducido puñado de opciones… pero no en una sola. Comprendo los datos neurobiológicos que conspiran en nuestro cerebro para engañarnos «a la Descartes» y hacernos pensar que las posibilidades son infinitas; no obstante, estoy convencido de que al final siempre existen unas mínimas alternativas, constreñidas por la naturaleza, el entorno, la sociedad y la experiencia, sí, pero alternativas al fin y al cabo.
Por supuesto, y como tú apuntas, ni una opción implica que nos arrojemos en brazos de un determinismo nihilista, ni la contraria que fantaseemos con un universo de innúmeras opciones sin atender a las condiciones biológicas. Sin embargo, y aun cuando mi visión pueda ser completamente errónea, creo que nuestra obligación moral es actuar «como si» pudiésemos elegir, «como si» existen las opciones.
Sí, puede que mis palabras me acerquen al “bando” de Sapolsky, aunque reconozco que no me siento del todo cómoda en ningún bando. Porque si bien me inclino hacia la idea de que no elegimos libremente nuestras decisiones, también me perturba la posibilidad de reducir la vida humana a un simple mecanismo causal. Hay algo en esa reducción —aunque científicamente sólida— que no resuelve del todo lo que sentimos cuando elegimos, cuando dudamos, cuando nos arrepentimos, cuando nos transformamos. Lo que en mí se debate no es tanto la existencia de opciones, sino la ilusoria soberanía con la que creemos gestionarlas.
Por eso agradezco mucho tu matiz: ese “como si” me parece no solo legítimo, sino profundamente humano. Actuar como si el mundo no estuviera completamente escrito. Como si nuestras decisiones, aun limitadas, importaran. Como si el margen de maniobra fuera pequeño, pero no nulo. Y sobre todo, como si la conciencia de esa limitación no nos eximiera de la responsabilidad, sino que la fundara.
Quizá nuestra coincidencia se encuentre justo ahí: no en definir la naturaleza exacta del libre albedrío, sino en defender que, aun en su fragilidad, nuestra forma de estar en el mundo exige una ética. Una ética que no brota de la libertad absoluta. Una ética que nace del cuidado con que miramos nuestras elecciones y las consecuencias que arrastran. Por eso pienso que no se trata de elegir con libertad, sino de responder con profundidad.
Dice: "No tienes que ser un mamífero absoluto para ser mamífero". Y yo digo que tenemos una relación malsana con lo absoluto, que en absoluto necesitamos que las cosas sean absolutas para que sean. El libre albedrío es, existe, pero en sus lindes. Una gallina en su gallinero es libre; picotea al norte o al oeste, donde quiera, pero dentro de la malla del gallinero.
Quizás una de las preguntas más importantes de la historia. Aunque mi intuición me dicta posicionarme a favor del libre albedrío, reconozco que no tengo una posición convencida. No obstante, la visión de autores como Sapolsky me parecen reduccionistas en exceso, construyendo un ser humano como un agregado de respuestas químicas predeterminadas a determinados estímulos. ¿Qué es del yo, del sujeto, de la consciencia? Si no tenemos respuestas fehacientes a estas preguntas, no podemos afirmar con rotundidad la no existencia de la libertad. Aun así, aunque solo se tratase de una ilusión, el libre albedrío ha tenido evidentes beneficios para la cohesión y la cooperación social. Si realmente no elegimos, si no podemos hacernos responsables de nuestras elecciones, instituciones como la ley, el mercado o las normas éticas y morales carecerían de valor. Creo que, aunque nuestras elecciones solo se restrinjan a qué color de camisa me pongo hoy para trabajar, hay un espacio de libertad para elegir.
El conocimiento humano, la ciencia, avanza. Por lo que las respuestas de hoy puede que mañana queden obsoletas. Seguiremos atentos. Gracias por estos temas tan interesantes.
Dices: "¿Qué es del yo, del sujeto, de la consciencia?". Digo desde mi convicción de la relatividad de absolutamente todo: "un estorbo para todo lo que sea enjuiciar imparcialmente". No dudo que el yo es una herramienta necesaria, pero comparto con las corrientes budistas que en la mayoría de los casos es un estorbo que hay que aprender a acallar.
He dedicado una serie de entradas a "Decidido" por si te interesa leerlas.
Sapolsky no deja de ser un humano con sus sesgos e intereses...y como le dijo Dennett una vez "no espero responsabilidad de alguien que no cree en la responsabilidad".
PD: la agencia es un proceso biológico...
Gracias por tu texto, Emi. Siempre llevándonos a cuestiones interesantes. Con mucha frecuencia tengo la sensación de que la cuestión del libre albedrío se suele enfangar por confusiones conceptuales que nos conducen a callejones sin salida. Si se tiene la sensación de que existe y hay que defenderlo del determinismo, carece de sentido abogar por la indeterminación, el azar, o la fluctuación cuántica. Porque para sostener la agencia es necesario el determinismo: que las acciones del sujeto se vean sometidas de forma determinista por su libre arbitrio, por su voluntad. Para defender que existe la libertad es necesario admitir que el determinismo existe fuera del sujeto (a su escala, desde luego, por más que haya infradeterminación cuántica bullendo por ahí “debajo”). Pero si se admite el determinismo, no parece que haya forma de aislar al sujeto, y que este no sea sino una ficción que encubre, como decía Spinoza, las causas que ignoramos de nuestro aparentemente libre comportamiento.
Esto nos lleva entonces al problema del yo. Y ahí también nos liamos al querer conciliar dos juegos de lenguaje completamente inconmensurables: en el lenguaje de la ciencia que sabe de átomos, moléculas, interacciones químicas y bioquímicas, de comportamientos individuales y sociales… no hay una forma de atajar la idea del sujeto, del yo, en el polo opuesto de la objetividad, en el reverso del objeto científico. El misterio de la autoconciencia, de subjetividad pura, la propia sensación de agencia y por tanto de libertad se escapa a la explicación científica, y tengo serias dudas de si tendremos algún día capacidad para hacerla inteligible, porque la profundidad que observamos en el espejo nunca es accesible “por detrás”: Solo parecemos acorralarla por fuera, haciéndola explicable como un simulacro adaptativo beneficioso, como una forma de cooperación social fructífera. Jugar al juego de creer que somos libres nos ha brindado como especie ventajas innegables para comunicar y predecir nuestras acciones y coordinarlas. Pero parece que carece de sentido que la ciencia entre en ese juego del lenguaje, pues las fichas esenciales de ese juego, los sujetos, se le deshacen como azucarillos, como meros agregados neuroquímicos emergentes. Pero es que esas causas somos nosotros mismos. Pues ¿dónde está la frontera de nuestro yo? ¿Dónde acaban nuestros deseos y empieza nuestra identidad? Es posible que de iure la identidad y la libertad puedan reducirse a la física como podrían reducirse la sociología, la biología o la química. Pero de facto, no somos capaces de reducirla ni, sobre todo, nos importa. Porque no somos capaces de salirnos de este juego de conciencias libres. Seguimos practicándolo inexorablemente. Entonces, ¿qué más da? Como mucho, juzguémonos con benevolencia porque somos también las causas de nuestro comportamiento y juzguémonos con severidad siempre y cuando nuestro comportamiento afecte al colectivo.
Me dejas pensando…
Mil gracias a ti, Javier, por aportar siempre claridad y (muchos) datos adicionales a mis ideas.
Por no extenderme demasiado, me remito al comentario que le he dejado a Chus en otra parte: como dices, y ante la imposibilidad de fijar una idea de «yo» o de «conciencia» que sea científicamente exacta, me parece que deberíamos comportarnos de acuerdo con la idea —o fantasía— de que existen las opciones y que ese indefinible «yo» es un elemento volitivo consciente y razonable, capaz de tomar en consideración juicios, experiencias, percepciones, etc., y así escoger lo que creemos adecuado. Quizá es una posición un tanto kantiana, tanto en su formulación como en su rigorismo, pero uno tiene ya suficientes años para considerar que, como seres sociales, es tal vez lo mínimo que debemos exigirnos a nosotros mismos.
Gracias por este texto que genera espacio para un debate con inteligencia y sensibilidad. Me reconozco en muchas de sus inquietudes, y sin embargo, me descubro habitando una grieta ligeramente distinta.
Creo que sí: tenemos opciones, innumerables posibilidades que la cultura, la experiencia o el azar nos colocan delante. Pero no creo que tengamos la libertad de elegir una concreta al margen de la maquinaria que somos. La elección, cuando llega, no es fruto de una voluntad soberana, sino de un empuje más profundo: biológico, emocional, inconsciente, que ya ha operado mucho antes de que aparezca la ilusión del “yo decidiendo”. En otras palabras, yo creo que somos conscientes de tener opciones, pero no somos libres a la hora de seleccionar una de ellas. Y ese matiz lo cambia todo.
No niego la existencia de un margen, de un pequeño intervalo donde algo puede torcerse o afirmarse. Pero incluso ahí, el peso de lo anterior —de lo aprendido, lo sentido, lo temido— suele ser más determinante que cualquier idea de libertad en abstracto.
No defiendo un determinismo rígido, pero sí una cierta humildad ontológica: no somos arquitectos de nuestras decisiones, sino terrenos donde germinan impulsos y estructuras que no controlamos del todo. Nos creemos autores, y acaso somos más bien lectores atentos —o intérpretes a medio entender— de algo que nos atraviesa.
Dicho esto, como tú bien señalas, quizá ahí radique precisamente la dignidad: no en controlar por completo lo que somos, sino en hacernos cargo de ello. En asumir esa limitación como el punto desde el que construir una ética, no desde la omnipotencia, sino desde la responsabilidad de lo incompleto.
Y tal vez —solo tal vez—, lo humano no consista en “ser libres” en un sentido absoluto, sino en mirar nuestras decisiones con lucidez suficiente como para no confundirlas con milagros, ni con cadenas.
Emi, gracias por obligarme a pensar.
"Nos creemos autores, y acaso somos más bien lectores atentos —o intérpretes a medio entender— de algo que nos atraviesa."
Me parece muy ajustado el punto, Chus. Recientemente hablando en otro foro sobre la causalidad y el determinismo alguien recomendó la serie Devs. No la conocía, la busqué y la encontré y, efectivamente creo que trata muy bien el asunto desde una óptica compleja e interesante. Me parece muy recomendable. Me paré a hacer un comentario que dejo en mi página web: https://www.librosdeleer.es/devs/.
Queda apuntada la serie en mi lista de pendientes. Gracias, Amancio.
Tus palabras te sitúan en el «bando» de Sapolsky, pues. XD
Entiendo tu argumentación, que reviste una lógica casi inapelable, pero desde un punto de vista íntimo, quizá espiritual (entendido en un sentido amplio, naturalista), me adhiero a los razonamientos que he expuesto en el artículo: creo que hay condicionantes biológicos claros, cadenas causales que desembocan en un reducido puñado de opciones… pero no en una sola. Comprendo los datos neurobiológicos que conspiran en nuestro cerebro para engañarnos «a la Descartes» y hacernos pensar que las posibilidades son infinitas; no obstante, estoy convencido de que al final siempre existen unas mínimas alternativas, constreñidas por la naturaleza, el entorno, la sociedad y la experiencia, sí, pero alternativas al fin y al cabo.
Por supuesto, y como tú apuntas, ni una opción implica que nos arrojemos en brazos de un determinismo nihilista, ni la contraria que fantaseemos con un universo de innúmeras opciones sin atender a las condiciones biológicas. Sin embargo, y aun cuando mi visión pueda ser completamente errónea, creo que nuestra obligación moral es actuar «como si» pudiésemos elegir, «como si» existen las opciones.
Sí, puede que mis palabras me acerquen al “bando” de Sapolsky, aunque reconozco que no me siento del todo cómoda en ningún bando. Porque si bien me inclino hacia la idea de que no elegimos libremente nuestras decisiones, también me perturba la posibilidad de reducir la vida humana a un simple mecanismo causal. Hay algo en esa reducción —aunque científicamente sólida— que no resuelve del todo lo que sentimos cuando elegimos, cuando dudamos, cuando nos arrepentimos, cuando nos transformamos. Lo que en mí se debate no es tanto la existencia de opciones, sino la ilusoria soberanía con la que creemos gestionarlas.
Por eso agradezco mucho tu matiz: ese “como si” me parece no solo legítimo, sino profundamente humano. Actuar como si el mundo no estuviera completamente escrito. Como si nuestras decisiones, aun limitadas, importaran. Como si el margen de maniobra fuera pequeño, pero no nulo. Y sobre todo, como si la conciencia de esa limitación no nos eximiera de la responsabilidad, sino que la fundara.
Quizá nuestra coincidencia se encuentre justo ahí: no en definir la naturaleza exacta del libre albedrío, sino en defender que, aun en su fragilidad, nuestra forma de estar en el mundo exige una ética. Una ética que no brota de la libertad absoluta. Una ética que nace del cuidado con que miramos nuestras elecciones y las consecuencias que arrastran. Por eso pienso que no se trata de elegir con libertad, sino de responder con profundidad.
Gracias de nuevo por invitarme a pensar.
Gracias por poner en palabras mis ideas, Chus. Suscribo todo lo que has comentado, sin cambiar ni una coma.
Mil gracias a ti por aportar siempre nuevas perspectivas al debate. Un abrazo.
Dice: "No tienes que ser un mamífero absoluto para ser mamífero". Y yo digo que tenemos una relación malsana con lo absoluto, que en absoluto necesitamos que las cosas sean absolutas para que sean. El libre albedrío es, existe, pero en sus lindes. Una gallina en su gallinero es libre; picotea al norte o al oeste, donde quiera, pero dentro de la malla del gallinero.
Me gusta la metáfora.