Discusión sobre este post

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Avatar de Chus Recio

Gracias por este texto que genera espacio para un debate con inteligencia y sensibilidad. Me reconozco en muchas de sus inquietudes, y sin embargo, me descubro habitando una grieta ligeramente distinta.

Creo que sí: tenemos opciones, innumerables posibilidades que la cultura, la experiencia o el azar nos colocan delante. Pero no creo que tengamos la libertad de elegir una concreta al margen de la maquinaria que somos. La elección, cuando llega, no es fruto de una voluntad soberana, sino de un empuje más profundo: biológico, emocional, inconsciente, que ya ha operado mucho antes de que aparezca la ilusión del “yo decidiendo”. En otras palabras, yo creo que somos conscientes de tener opciones, pero no somos libres a la hora de seleccionar una de ellas. Y ese matiz lo cambia todo.

No niego la existencia de un margen, de un pequeño intervalo donde algo puede torcerse o afirmarse. Pero incluso ahí, el peso de lo anterior —de lo aprendido, lo sentido, lo temido— suele ser más determinante que cualquier idea de libertad en abstracto.

No defiendo un determinismo rígido, pero sí una cierta humildad ontológica: no somos arquitectos de nuestras decisiones, sino terrenos donde germinan impulsos y estructuras que no controlamos del todo. Nos creemos autores, y acaso somos más bien lectores atentos —o intérpretes a medio entender— de algo que nos atraviesa.

Dicho esto, como tú bien señalas, quizá ahí radique precisamente la dignidad: no en controlar por completo lo que somos, sino en hacernos cargo de ello. En asumir esa limitación como el punto desde el que construir una ética, no desde la omnipotencia, sino desde la responsabilidad de lo incompleto.

Y tal vez —solo tal vez—, lo humano no consista en “ser libres” en un sentido absoluto, sino en mirar nuestras decisiones con lucidez suficiente como para no confundirlas con milagros, ni con cadenas.

Emi, gracias por obligarme a pensar.

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Avatar de Javier Jurado

Gracias por tu texto, Emi. Siempre llevándonos a cuestiones interesantes. Con mucha frecuencia tengo la sensación de que la cuestión del libre albedrío se suele enfangar por confusiones conceptuales que nos conducen a callejones sin salida. Si se tiene la sensación de que existe y hay que defenderlo del determinismo, carece de sentido abogar por la indeterminación, el azar, o la fluctuación cuántica. Porque para sostener la agencia es necesario el determinismo: que las acciones del sujeto se vean sometidas de forma determinista por su libre arbitrio, por su voluntad. Para defender que existe la libertad es necesario admitir que el determinismo existe fuera del sujeto (a su escala, desde luego, por más que haya infradeterminación cuántica bullendo por ahí “debajo”). Pero si se admite el determinismo, no parece que haya forma de aislar al sujeto, y que este no sea sino una ficción que encubre, como decía Spinoza, las causas que ignoramos de nuestro aparentemente libre comportamiento.

Esto nos lleva entonces al problema del yo. Y ahí también nos liamos al querer conciliar dos juegos de lenguaje completamente inconmensurables: en el lenguaje de la ciencia que sabe de átomos, moléculas, interacciones químicas y bioquímicas, de comportamientos individuales y sociales… no hay una forma de atajar la idea del sujeto, del yo, en el polo opuesto de la objetividad, en el reverso del objeto científico. El misterio de la autoconciencia, de subjetividad pura, la propia sensación de agencia y por tanto de libertad se escapa a la explicación científica, y tengo serias dudas de si tendremos algún día capacidad para hacerla inteligible, porque la profundidad que observamos en el espejo nunca es accesible “por detrás”: Solo parecemos acorralarla por fuera, haciéndola explicable como un simulacro adaptativo beneficioso, como una forma de cooperación social fructífera. Jugar al juego de creer que somos libres nos ha brindado como especie ventajas innegables para comunicar y predecir nuestras acciones y coordinarlas. Pero parece que carece de sentido que la ciencia entre en ese juego del lenguaje, pues las fichas esenciales de ese juego, los sujetos, se le deshacen como azucarillos, como meros agregados neuroquímicos emergentes. Pero es que esas causas somos nosotros mismos. Pues ¿dónde está la frontera de nuestro yo? ¿Dónde acaban nuestros deseos y empieza nuestra identidad? Es posible que de iure la identidad y la libertad puedan reducirse a la física como podrían reducirse la sociología, la biología o la química. Pero de facto, no somos capaces de reducirla ni, sobre todo, nos importa. Porque no somos capaces de salirnos de este juego de conciencias libres. Seguimos practicándolo inexorablemente. Entonces, ¿qué más da? Como mucho, juzguémonos con benevolencia porque somos también las causas de nuestro comportamiento y juzguémonos con severidad siempre y cuando nuestro comportamiento afecte al colectivo.

Me dejas pensando…

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