Al cual el ángel dijo: «¡Hijo del Cielo y Tierra,
escucha! El que tú seas feliz a Dios lo debes;
el que lo sigas siendo lo debes a ti mismo,
o sea, a la obediencia: mantenla a toda costa.
Tal, la caución de marras: ya quedas avisado.
Hízote Dios perfecto, mas no inmutable; te hizo
bueno, pero en tus manos deja el que perseveres;
ordenó tu albedrío naturalmente libre,
no sujeto al capricho del hado inextricable
o a la exigencia de una necesidad estricta.
Él nos pide un servicio que sea voluntario,
no un servicio forzoso, que aceptación no encuentra
en él, ni puede: ¿cómo corazones no libres
probarían que prestan servicio de buen grado,
ellos que sólo quieren lo que el destino ordena
que quieran, y no pueden elegir otra cosa?El Paraíso perdido, John Milton
Innúmeras veces te habré hablado en esta newsletter sobre el libre albedrío y la capacidad del ser humano para escoger, de entre el sinfín de opciones a su alcance, aquellas que redundan en su felicidad. Y, sin embargo, es una cuestión inacabable, tan oscura como interesante, porque nada hay más pedestre que la creencia en la posibilidad de algo y la suposición —las más de las veces devenida en certeza— de que no tenemos, en verdad, una voluntad manifiesta de conseguirlo. En El Paraíso perdido, obra magna donde las haya (y que podría brindarme materiales de discusión y lucubración como para años de artículos…), Milton expresaba con inefable belleza el don que Dios le otorga al hombre tras su caída; lejos de condenarlo sin más al ostracismo, de arrebatarle la inmortalidad y arrojarlo a un mundo hostil, en realidad le concede la facultad suprema: la de guiarse por su voluntad para labrar su destino. Un regalo envenenado, sin duda, y aun más si leemos con atención la letra pequeña del contrato: «la obediencia mantenla a toda costa»; para Milton (y muchos otros antes y después de él), el libre albedrío descansa en un acuerdo previo, en un compromiso con ese Dios que expulsa al ser humano, pero que también le otorga la opción de ser lo que desee. El mismo Rafael, en su admonición, expresa con gracia el hecho de que, sin la posibilidad de elección, en realidad el hombre no serviría a Dios, puesto que no tendría más opciones; es en la libertad, y solo en ella, donde se encuentra la virtud de ese libre albedrío: «Libremente servimos», le confiesa el ángel a Adán, «pues libremente amamos».
Esa libertad es, pienso, la piedra de toque para creer ontológicamente en la existencia del libre albedrío, aunque biológicamente estemos cada vez más cerca de demostrar su irrealidad; así defiende esto Robert Sapolsky en su ensayo Decidido: «"libre albedrío" es como llamamos a la biología que aún no entendemos a nivel predictivo, y cuando la entendemos, deja de ser libre albedrío. No es que deje de confundirse con el libre albedrío. Literalmente deja de serlo». En efecto, la neurociencia y la biología han ido acumulando pruebas acerca de los mecanismos cerebrales y su funcionamiento: lo que cada uno de nosotros considera una elección, es, en realidad, una consecuencia insoslayable de una concatenación de reacciones previas fruto de la química neuronal. En este sentido, por mucho que uno pretenda imponer su «voluntad» (muy importante aquí el uso de esas comillas) no puede sino rendirse a la evidencia: somos un producto electroquímico, meros autómatas con veleidades de libertad, simples máquinas guiadas por sinapsis, pero convencidas de su autonomía. No obstante, sigo creyendo que hay una leve pero importante distinción entre el funcionamiento interno de nuestro cerebro y el desarrollo de nuestro juicio. Es posible que los procesos neuroquímicos conformen un sustrato racional coherente, pero las circunstancias azarosas propias del universo en el que nos movemos dotan a ese sustrato de una cantidad enorme de variables; si bien es cierto que determinadas reacciones vendrán dadas por nuestra biología, otras tantas se originarán a partir de condiciones caóticas, impredecibles, inimaginables. En esa intersección divina es donde, creo, se encuentra nuestro libre albedrío. «Si siempre tuviéramos un conocimiento claro de lo que es verdadero y bueno, nunca sería laboriosa la deliberación acerca del juicio o elección que habríamos de tomar, y por ende, seríamos del todo libres, sin ser nunca indiferentes», decía Descartes en sus Meditaciones filosóficas. La libertad absoluta, creía el filósofo, era inalcanzable en tanto representaba, asimismo, el conocimiento absoluto; la indiferencia hacia las elecciones que llevamos a cabo es solo fruto de nuestra falta de entendimiento, de ahí que sea tan importante formar nuestro conocimiento, enriquecernos. Esta idea es la que reafirma mi visión acerca del libre albedrío: la biología nos impulsa hacia la indiferencia, ya que nos descarga de la responsabilidad de formar(nos), de estudiar(nos), de aprender(nos), para abrir la puerta a una elección sencilla, carente de complejidad, consecuencia inevitable e inapelable de toda una cadena de reacciones neuroquímicas. Aunque nada más lejos de mi intención que oponerme a la ciencia (en la que confío ciegamente y a la que me rindo en cualesquiera circunstancias que estén probadas), siento —en forma de pálpito, sí, en forma de intuición— que en este campo hay «algo más» que no puede reducirse a una cadena de conexiones sinápticas espoleadas por las corrientes electroquímicas del cerebro; no hablo de alma, de divinidades, sino quizá de un concepto similar al élan bergsoniano: un empuje hacia la creación que permite elegir conscientemente.
«No tienes que ser un mamífero absoluto para ser mamífero, y no tienes que ser absolutamente responsable para ser responsable, ni tener un libre albedrío absoluto para tener una especie de libre albedrío que valga la pena desear», nos dice Daniel C. Dennett en su ensayo Bombas de intuición y otras herramientas de pensamiento. Creo que existe ese libre albedrío «parcial», o «secundario», con el cual, pese a sus limitaciones, todos lidiamos a diario y al que debemos rendir cuentas. Quizá eso sea, en el fondo, ser humano: batallar con piezas defectuosas, pero cuyo uso nos dota de dignidad.
Gracias por este texto que genera espacio para un debate con inteligencia y sensibilidad. Me reconozco en muchas de sus inquietudes, y sin embargo, me descubro habitando una grieta ligeramente distinta.
Creo que sí: tenemos opciones, innumerables posibilidades que la cultura, la experiencia o el azar nos colocan delante. Pero no creo que tengamos la libertad de elegir una concreta al margen de la maquinaria que somos. La elección, cuando llega, no es fruto de una voluntad soberana, sino de un empuje más profundo: biológico, emocional, inconsciente, que ya ha operado mucho antes de que aparezca la ilusión del “yo decidiendo”. En otras palabras, yo creo que somos conscientes de tener opciones, pero no somos libres a la hora de seleccionar una de ellas. Y ese matiz lo cambia todo.
No niego la existencia de un margen, de un pequeño intervalo donde algo puede torcerse o afirmarse. Pero incluso ahí, el peso de lo anterior —de lo aprendido, lo sentido, lo temido— suele ser más determinante que cualquier idea de libertad en abstracto.
No defiendo un determinismo rígido, pero sí una cierta humildad ontológica: no somos arquitectos de nuestras decisiones, sino terrenos donde germinan impulsos y estructuras que no controlamos del todo. Nos creemos autores, y acaso somos más bien lectores atentos —o intérpretes a medio entender— de algo que nos atraviesa.
Dicho esto, como tú bien señalas, quizá ahí radique precisamente la dignidad: no en controlar por completo lo que somos, sino en hacernos cargo de ello. En asumir esa limitación como el punto desde el que construir una ética, no desde la omnipotencia, sino desde la responsabilidad de lo incompleto.
Y tal vez —solo tal vez—, lo humano no consista en “ser libres” en un sentido absoluto, sino en mirar nuestras decisiones con lucidez suficiente como para no confundirlas con milagros, ni con cadenas.
Emi, gracias por obligarme a pensar.
Gracias por tu texto, Emi. Siempre llevándonos a cuestiones interesantes. Con mucha frecuencia tengo la sensación de que la cuestión del libre albedrío se suele enfangar por confusiones conceptuales que nos conducen a callejones sin salida. Si se tiene la sensación de que existe y hay que defenderlo del determinismo, carece de sentido abogar por la indeterminación, el azar, o la fluctuación cuántica. Porque para sostener la agencia es necesario el determinismo: que las acciones del sujeto se vean sometidas de forma determinista por su libre arbitrio, por su voluntad. Para defender que existe la libertad es necesario admitir que el determinismo existe fuera del sujeto (a su escala, desde luego, por más que haya infradeterminación cuántica bullendo por ahí “debajo”). Pero si se admite el determinismo, no parece que haya forma de aislar al sujeto, y que este no sea sino una ficción que encubre, como decía Spinoza, las causas que ignoramos de nuestro aparentemente libre comportamiento.
Esto nos lleva entonces al problema del yo. Y ahí también nos liamos al querer conciliar dos juegos de lenguaje completamente inconmensurables: en el lenguaje de la ciencia que sabe de átomos, moléculas, interacciones químicas y bioquímicas, de comportamientos individuales y sociales… no hay una forma de atajar la idea del sujeto, del yo, en el polo opuesto de la objetividad, en el reverso del objeto científico. El misterio de la autoconciencia, de subjetividad pura, la propia sensación de agencia y por tanto de libertad se escapa a la explicación científica, y tengo serias dudas de si tendremos algún día capacidad para hacerla inteligible, porque la profundidad que observamos en el espejo nunca es accesible “por detrás”: Solo parecemos acorralarla por fuera, haciéndola explicable como un simulacro adaptativo beneficioso, como una forma de cooperación social fructífera. Jugar al juego de creer que somos libres nos ha brindado como especie ventajas innegables para comunicar y predecir nuestras acciones y coordinarlas. Pero parece que carece de sentido que la ciencia entre en ese juego del lenguaje, pues las fichas esenciales de ese juego, los sujetos, se le deshacen como azucarillos, como meros agregados neuroquímicos emergentes. Pero es que esas causas somos nosotros mismos. Pues ¿dónde está la frontera de nuestro yo? ¿Dónde acaban nuestros deseos y empieza nuestra identidad? Es posible que de iure la identidad y la libertad puedan reducirse a la física como podrían reducirse la sociología, la biología o la química. Pero de facto, no somos capaces de reducirla ni, sobre todo, nos importa. Porque no somos capaces de salirnos de este juego de conciencias libres. Seguimos practicándolo inexorablemente. Entonces, ¿qué más da? Como mucho, juzguémonos con benevolencia porque somos también las causas de nuestro comportamiento y juzguémonos con severidad siempre y cuando nuestro comportamiento afecte al colectivo.
Me dejas pensando…