Ante todo, gracias por contarlo con tanta humanidad, me ha emocionado mucho tu forma de afrontarlo. Por experiencia sé lo difícil que es pasar por ahí, para todas las partes involucradas.
Siento que hay aún mucho por contar y por debatir al respecto del paso de la vida hacia otro estado que no supone la muerte como tal, puesto que la persona permanece pero el ser ya no está. Ahí, tal vez, vive ese miedo, a la desapareción de la esencia, del alma, ante la permanencia del cuerpo.
Necesitamos hablar más de esto, honrar el envejecimiento en una cultura donde lo nuevo deja de serlo en segundos, y lo viejo es mejor esconderlo tras un croma de superficialidad. En nuestra arrogancia, pensamos que ese día está lejos, que no nos va a pasar a nosotros.
La fragilidad nos da una bofetada de realidad: nos recuerda que nosotros nos veremos así algún día. Mejor, como dices, convertirlo en el motor de una existencia desde la humildad, vivida con sentido.
En efecto, Laura, coincido en la cura de humildad que suele suponer esa exposición inmisericorde a la fragilidad: sobre todo a la de los demás, pero también a la nuestra (quizá, en el fondo, no sean sino la misma…).
Un texto profundamente humano, Emi. Gracias por compartirlo. Me ha conmovido no solo por lo que dice, sino por la forma en que lo dice: con una mezcla de lucidez filosófica y ternura desolada. Has escrito desde el temblor, no desde la pose intelectual, y eso se siente en cada una de las líneas de tu texto.
La fragilidad como núcleo de la existencia, como esencia más que como accidente, atraviesa tu reflexión con una serenidad que estremece . Coincido en que es allí —en el derrumbe de quienes amamos, en la inversión de los roles, en el cuidado que se vuelve reencuentro y desconcierto— donde se nos revela, con brutal honestidad, la verdad del ser. Cambiar el pañal al padre, acariciar sus manos temblorosas, escuchar en su voz quebrada el eco de quien fue, es una escena que desarma cualquier construcción narcisista de la vida. Es ahí donde todo poder simbólico se disuelve y quedamos a solas con la carne que envejece, con el alma que se rinde, con la mirada que ya no reconoce.
Y sin embargo, quisiera añadir —desde mi propio temblor— que esa fragilidad no siempre se convierte en aprendizaje. A veces, simplemente, es un abismo sin sentido. Hay quienes logran transformar la herida en conocimiento, incluso en ternura; otros, sencillamente, quedan atrapados en el dolor. Ambas experiencias son humanas, legítimas, reales. No hay obligación de redención en el sufrimiento. No todo duelo engendra sabiduría. Y también eso es parte de nuestra condición: la posibilidad de no comprender, de no poder más, de no sacar nada “valioso” de una experiencia devastadora. Es este un punto diferenciador entre las personas y también del momento en el que habita cada persona.
Tu texto invita a reflexionar, porque abre un espacio de contemplación sobre esa región del ser donde lo inasible nos define: el miedo, la angustia, la decrepitud, la muerte como telón de fondo de toda vida. Y aun así —o quizá por eso mismo— de pronto, como al borde de un precipicio, emerge algo que no se puede nombrar: una forma de amor, una ternura lúcida; una aceptación convertida en presencia.
Gracias por recordarnos que la vida no siempre se entiende, pero que, incluso cuando no hay sentido, sigue habiendo belleza en la mirada que no huye.
Como siempre, una disección fantástica, Chus. No obstante, no creo que el hecho de que la fragilidad pueda considerarse como ilógica, absurda o irracional, pueda cerrar la puerta una forma —quizá distinta— de aprendizaje. Saber que hay circunstancias que carecen de sentido, que son males naturalmente inicuos, puede conllevar una cierta iluminación ontológica: no existe el sentido último, la trascendencia; no, al menos, en cada acción o pensamiento. Quizá afrontar una experiencia de fragilidad (incluso aunque no sea extrema) puede ayudar a aceptar, en mayor o menor grado, nuestra palmaria irrelevancia dentro del marco del universo.
Muchísimas gracias, como siempre, por leer el artículo con tanta atención y sacar a la luz aspectos que incluso a mí me pasan desapercibidos. Un abrazo.
Gracias a ti, Emi, por continuar este diálogo con la misma lucidez con la que escribes. Me conmueve profundamente lo que dices: que incluso el sinsentido puede alumbrar una forma distinta de comprensión. Me toca y me interpela.
Tal vez sea cierto que, ante lo incomprensible, la aceptación de nuestra irrelevancia cósmica —dicho así, con toda su crudeza— puede tener un efecto paradójicamente sereno. Como si al soltar la exigencia de significado, el dolor no desapareciera, pero se volviera más habitable.
Es verdad: en ocasiones, lo que no deja enseñanza tampoco exige explicación. Sólo pide ser sostenido. Y quizás ahí, sin saber cómo, sin buscarlo, algo parecido al aprendizaje ocurre. No como epifanía, sino como una rendición lúcida ante la evidencia de que no todo tiene un para qué, y que eso tampoco nos anula. Nos sitúa. Nos permite mirar sin buscar siempre una respuesta.
Gracias por seguir pensando desde la herida, desde la hondura, desde esa extraña ternura que nace cuando dejamos de huir. Un abrazo grande.
Creo que tu idea se puede relacionar con ese concepto de angustia que mencionaba en el texto a raíz de Heidegger: sería un (re)conocimiento de lo absurdo, de lo primigenio, de lo incognoscible, pero que, en lugar de abocarnos al abismo nietzscheano, nos proporciona una cierta —ínfima— sensación de tranquilidad, en tanto seres pasajeros como somos.
Gracias, Emi, por seguir abriendo espacio al pensamiento sin buscar su clausura. La forma en que recuperas la angustia heideggeriana, no como desgarro sin salida, sino como un (re)conocimiento del absurdo que puede traer consigo una cierta serenidad, me resulta profundamente sugerente.
Como ya comentaba, hay algo casi esencial en esa sensación —mínima, como tú dices, pero real— de paz que puede surgir cuando dejamos de pelear contra el sinsentido y nos rendimos ante lo que simplemente es. Tal vez esa aceptación —no como resignación, sino como forma de estar en el mundo— sea una de las maneras más hondas de habitar nuestra finitud.
Me hace pensar que, en cierto modo, incluso el absurdo puede ser fértil porque nos reubica. Nos sitúa lejos de toda omnipotencia. Pero quizá es desde ahí, desde esa modestia existencial, donde también brota una forma de ternura inesperada: hacia nosotros, hacia los otros, hacia el propio acto de estar vivos sin saber por qué.
Gracias por invitar a pensar desde el vértigo. Un abrazo grande.
Has puesto palabras a algo que la mayoría intenta enterrar bajo capas de distracción y prisa: la certeza de nuestra finitud, de nuestra fragilidad esencial.
Me parece profundamente cierto que es en ese momento en que los roles se invierten —cuando cuidamos a quienes nos cuidaron— cuando la vida se desnuda con una honestidad brutal. No somos más que accidentes del tiempo, y es en la consciencia de esa precariedad donde, paradójicamente, descubrimos la auténtica fuerza de vivir.
Me resuena mucho esa idea de que la fragilidad no sólo es una herida, sino también una maestra. Una llamada constante a salir del cinismo, de la indiferencia, de la vida superficial que tantos llevamos sin darnos cuenta. Afrontar el dolor, acompañarlo, no es sino un acto radical de presencia: de no huir, de estar.
Gracias por recordarlo con tanta lucidez. Por recordarnos que en el temblor de unas manos, en la súplica de una mirada, en la lenta y dolorosa aceptación de lo inevitable, también está la semilla de una vida más plena, más consciente, más humana.
Muchas gracias, Javier. En efecto, veo una estrecha relación entre esa fragilidad que sirve de base al texto y el aprendizaje sobre nuestras propias emociones. Si bien el artículo incide en una experiencia un tanto extrema, pienso que la debilidad se puede encontrar en otros muchos lugares, bajo múltiples formas, pero, como bien señalas, estamos un tanto «anestesiados» respecto a su presencia y solemos pasar de largo; sin embargo, me parece que es en esos vacíos donde se puede hallar una mayor comprensión —en la medida de lo posible— acerca de nuestro rol en sociedad y en el mundo.
Muy grande, Emi. Para mí, esa experiencia íntima, definitiva, nos revela esencialmente la capacidad del amor para trascender. Si la fragilidad ajena nos hace sentir vulnerables e inseguros, es el mismo amor del padre al hijo y del hijo al padre, de uno con su prójimo, el que nos muestra que el cuidado aporta eternidad.
Caramba Emi. No sé cómo lo haces pero, cada poco, tienes el don de tocarme los sentimientos... y dejarlos a flor de piel.
Tu carta de hoy me ha tocado el corazón con una precisión dolorosamente hermosa. Se acerca el aniversario de la muerte de mi padre y, al leer estas líneas, he sentido como si alguien hubiese puesto palabras a lo que aun no sé nombrar del todo.
Porque sí, en su fragilidad final —esa que llegó sin avisar, con su torpeza santa, con su dignidad quebrada— encontré algo parecido a una verdad. No fue una revelación solemne, sino una certeza inconmensurable. Lo vi temblar, lo escuché dudar, lo sentí alejarse poco a poco… y en cada gesto torpe, en cada mirada ida, descubrí la hondura de la existencia.
Mi padre ya no está. Pero aun habita en esa parte de mí que aprendió a sostener lo que tiembla. A no hacerme el valiente ante lo inevitable. Quizá es eso lo que me queda: la certidumbre de que la fragilidad —lejos de ser el final de todo— es también el comienzo de una comprensión más honda, más humana, más limpia.
Gracias por estar Emi. Hoy, más que nunca, me reconcilias con el temblor. 🤗
No eres el único que ha sentido eso, Jaime, te lo aseguro.
Y me ha gustado escribir esto (y aviso a navegantes: no todo lo que se lee es realidad ni ficción al cien por cien…) porque pienso que evitamos ese contacto con la fragilidad como la peste sin reparar en la carga de conocimiento que conlleva. La idea de angustia de Heidegger me pareció muy interesante en su momento porque arrojó luz sobre mis intuiciones acerca de la gestión del dolor y del miedo.
Me alegro mucho de que el texto te haya gustado y haya removido un poco los sentimientos, porque creo que puede ser bueno recordar(nos) de cuando en cuando lo frágiles que somos para, por paradójico que suene, encontrar en ello fuerza para encarar el camino de la vida.
La enfermedad como factor de conocimiento. Hace tiempo que me planteo cuánto mejor nos iría si nos concibiésemos como enfermos en permanente restauración.
Ante todo, gracias por contarlo con tanta humanidad, me ha emocionado mucho tu forma de afrontarlo. Por experiencia sé lo difícil que es pasar por ahí, para todas las partes involucradas.
Siento que hay aún mucho por contar y por debatir al respecto del paso de la vida hacia otro estado que no supone la muerte como tal, puesto que la persona permanece pero el ser ya no está. Ahí, tal vez, vive ese miedo, a la desapareción de la esencia, del alma, ante la permanencia del cuerpo.
Necesitamos hablar más de esto, honrar el envejecimiento en una cultura donde lo nuevo deja de serlo en segundos, y lo viejo es mejor esconderlo tras un croma de superficialidad. En nuestra arrogancia, pensamos que ese día está lejos, que no nos va a pasar a nosotros.
La fragilidad nos da una bofetada de realidad: nos recuerda que nosotros nos veremos así algún día. Mejor, como dices, convertirlo en el motor de una existencia desde la humildad, vivida con sentido.
Un abrazo fuerte.
En efecto, Laura, coincido en la cura de humildad que suele suponer esa exposición inmisericorde a la fragilidad: sobre todo a la de los demás, pero también a la nuestra (quizá, en el fondo, no sean sino la misma…).
Un texto profundamente humano, Emi. Gracias por compartirlo. Me ha conmovido no solo por lo que dice, sino por la forma en que lo dice: con una mezcla de lucidez filosófica y ternura desolada. Has escrito desde el temblor, no desde la pose intelectual, y eso se siente en cada una de las líneas de tu texto.
La fragilidad como núcleo de la existencia, como esencia más que como accidente, atraviesa tu reflexión con una serenidad que estremece . Coincido en que es allí —en el derrumbe de quienes amamos, en la inversión de los roles, en el cuidado que se vuelve reencuentro y desconcierto— donde se nos revela, con brutal honestidad, la verdad del ser. Cambiar el pañal al padre, acariciar sus manos temblorosas, escuchar en su voz quebrada el eco de quien fue, es una escena que desarma cualquier construcción narcisista de la vida. Es ahí donde todo poder simbólico se disuelve y quedamos a solas con la carne que envejece, con el alma que se rinde, con la mirada que ya no reconoce.
Y sin embargo, quisiera añadir —desde mi propio temblor— que esa fragilidad no siempre se convierte en aprendizaje. A veces, simplemente, es un abismo sin sentido. Hay quienes logran transformar la herida en conocimiento, incluso en ternura; otros, sencillamente, quedan atrapados en el dolor. Ambas experiencias son humanas, legítimas, reales. No hay obligación de redención en el sufrimiento. No todo duelo engendra sabiduría. Y también eso es parte de nuestra condición: la posibilidad de no comprender, de no poder más, de no sacar nada “valioso” de una experiencia devastadora. Es este un punto diferenciador entre las personas y también del momento en el que habita cada persona.
Tu texto invita a reflexionar, porque abre un espacio de contemplación sobre esa región del ser donde lo inasible nos define: el miedo, la angustia, la decrepitud, la muerte como telón de fondo de toda vida. Y aun así —o quizá por eso mismo— de pronto, como al borde de un precipicio, emerge algo que no se puede nombrar: una forma de amor, una ternura lúcida; una aceptación convertida en presencia.
Gracias por recordarnos que la vida no siempre se entiende, pero que, incluso cuando no hay sentido, sigue habiendo belleza en la mirada que no huye.
Como siempre, una disección fantástica, Chus. No obstante, no creo que el hecho de que la fragilidad pueda considerarse como ilógica, absurda o irracional, pueda cerrar la puerta una forma —quizá distinta— de aprendizaje. Saber que hay circunstancias que carecen de sentido, que son males naturalmente inicuos, puede conllevar una cierta iluminación ontológica: no existe el sentido último, la trascendencia; no, al menos, en cada acción o pensamiento. Quizá afrontar una experiencia de fragilidad (incluso aunque no sea extrema) puede ayudar a aceptar, en mayor o menor grado, nuestra palmaria irrelevancia dentro del marco del universo.
Muchísimas gracias, como siempre, por leer el artículo con tanta atención y sacar a la luz aspectos que incluso a mí me pasan desapercibidos. Un abrazo.
Gracias a ti, Emi, por continuar este diálogo con la misma lucidez con la que escribes. Me conmueve profundamente lo que dices: que incluso el sinsentido puede alumbrar una forma distinta de comprensión. Me toca y me interpela.
Tal vez sea cierto que, ante lo incomprensible, la aceptación de nuestra irrelevancia cósmica —dicho así, con toda su crudeza— puede tener un efecto paradójicamente sereno. Como si al soltar la exigencia de significado, el dolor no desapareciera, pero se volviera más habitable.
Es verdad: en ocasiones, lo que no deja enseñanza tampoco exige explicación. Sólo pide ser sostenido. Y quizás ahí, sin saber cómo, sin buscarlo, algo parecido al aprendizaje ocurre. No como epifanía, sino como una rendición lúcida ante la evidencia de que no todo tiene un para qué, y que eso tampoco nos anula. Nos sitúa. Nos permite mirar sin buscar siempre una respuesta.
Gracias por seguir pensando desde la herida, desde la hondura, desde esa extraña ternura que nace cuando dejamos de huir. Un abrazo grande.
Creo que tu idea se puede relacionar con ese concepto de angustia que mencionaba en el texto a raíz de Heidegger: sería un (re)conocimiento de lo absurdo, de lo primigenio, de lo incognoscible, pero que, en lugar de abocarnos al abismo nietzscheano, nos proporciona una cierta —ínfima— sensación de tranquilidad, en tanto seres pasajeros como somos.
Gracias, Emi, por seguir abriendo espacio al pensamiento sin buscar su clausura. La forma en que recuperas la angustia heideggeriana, no como desgarro sin salida, sino como un (re)conocimiento del absurdo que puede traer consigo una cierta serenidad, me resulta profundamente sugerente.
Como ya comentaba, hay algo casi esencial en esa sensación —mínima, como tú dices, pero real— de paz que puede surgir cuando dejamos de pelear contra el sinsentido y nos rendimos ante lo que simplemente es. Tal vez esa aceptación —no como resignación, sino como forma de estar en el mundo— sea una de las maneras más hondas de habitar nuestra finitud.
Me hace pensar que, en cierto modo, incluso el absurdo puede ser fértil porque nos reubica. Nos sitúa lejos de toda omnipotencia. Pero quizá es desde ahí, desde esa modestia existencial, donde también brota una forma de ternura inesperada: hacia nosotros, hacia los otros, hacia el propio acto de estar vivos sin saber por qué.
Gracias por invitar a pensar desde el vértigo. Un abrazo grande.
Has puesto palabras a algo que la mayoría intenta enterrar bajo capas de distracción y prisa: la certeza de nuestra finitud, de nuestra fragilidad esencial.
Me parece profundamente cierto que es en ese momento en que los roles se invierten —cuando cuidamos a quienes nos cuidaron— cuando la vida se desnuda con una honestidad brutal. No somos más que accidentes del tiempo, y es en la consciencia de esa precariedad donde, paradójicamente, descubrimos la auténtica fuerza de vivir.
Me resuena mucho esa idea de que la fragilidad no sólo es una herida, sino también una maestra. Una llamada constante a salir del cinismo, de la indiferencia, de la vida superficial que tantos llevamos sin darnos cuenta. Afrontar el dolor, acompañarlo, no es sino un acto radical de presencia: de no huir, de estar.
Gracias por recordarlo con tanta lucidez. Por recordarnos que en el temblor de unas manos, en la súplica de una mirada, en la lenta y dolorosa aceptación de lo inevitable, también está la semilla de una vida más plena, más consciente, más humana.
Muchas gracias, Javier. En efecto, veo una estrecha relación entre esa fragilidad que sirve de base al texto y el aprendizaje sobre nuestras propias emociones. Si bien el artículo incide en una experiencia un tanto extrema, pienso que la debilidad se puede encontrar en otros muchos lugares, bajo múltiples formas, pero, como bien señalas, estamos un tanto «anestesiados» respecto a su presencia y solemos pasar de largo; sin embargo, me parece que es en esos vacíos donde se puede hallar una mayor comprensión —en la medida de lo posible— acerca de nuestro rol en sociedad y en el mundo.
Tienes una capacidad impresionante para transmitir emociones, Emi. Una carta para enmarcar. Para releer. Una pasada.
Te lo agradezco de corazón, Francisco. Mil gracias.
Muy grande, Emi. Para mí, esa experiencia íntima, definitiva, nos revela esencialmente la capacidad del amor para trascender. Si la fragilidad ajena nos hace sentir vulnerables e inseguros, es el mismo amor del padre al hijo y del hijo al padre, de uno con su prójimo, el que nos muestra que el cuidado aporta eternidad.
Te apuntas al diario de Substack?
DMéame, Salvador.
Hecho !!!
Caramba Emi. No sé cómo lo haces pero, cada poco, tienes el don de tocarme los sentimientos... y dejarlos a flor de piel.
Tu carta de hoy me ha tocado el corazón con una precisión dolorosamente hermosa. Se acerca el aniversario de la muerte de mi padre y, al leer estas líneas, he sentido como si alguien hubiese puesto palabras a lo que aun no sé nombrar del todo.
Porque sí, en su fragilidad final —esa que llegó sin avisar, con su torpeza santa, con su dignidad quebrada— encontré algo parecido a una verdad. No fue una revelación solemne, sino una certeza inconmensurable. Lo vi temblar, lo escuché dudar, lo sentí alejarse poco a poco… y en cada gesto torpe, en cada mirada ida, descubrí la hondura de la existencia.
Mi padre ya no está. Pero aun habita en esa parte de mí que aprendió a sostener lo que tiembla. A no hacerme el valiente ante lo inevitable. Quizá es eso lo que me queda: la certidumbre de que la fragilidad —lejos de ser el final de todo— es también el comienzo de una comprensión más honda, más humana, más limpia.
Gracias por estar Emi. Hoy, más que nunca, me reconcilias con el temblor. 🤗
No eres el único que ha sentido eso, Jaime, te lo aseguro.
Y me ha gustado escribir esto (y aviso a navegantes: no todo lo que se lee es realidad ni ficción al cien por cien…) porque pienso que evitamos ese contacto con la fragilidad como la peste sin reparar en la carga de conocimiento que conlleva. La idea de angustia de Heidegger me pareció muy interesante en su momento porque arrojó luz sobre mis intuiciones acerca de la gestión del dolor y del miedo.
Me alegro mucho de que el texto te haya gustado y haya removido un poco los sentimientos, porque creo que puede ser bueno recordar(nos) de cuando en cuando lo frágiles que somos para, por paradójico que suene, encontrar en ello fuerza para encarar el camino de la vida.
Un abrazo.
La enfermedad como factor de conocimiento. Hace tiempo que me planteo cuánto mejor nos iría si nos concibiésemos como enfermos en permanente restauración.
Supongo que el eterno pensar en la muerte no es solución para pensar la vida.
Pero algún amable (o no tanto…) recordatorio de vez en cuando puede ayudar.