He redactado esta carta más extensa de lo usual porque no tengo tiempo para escribirla más breve.
Lettres provinciales, Blaise Pascal
A estas alturas ya sabes que adoro leer. Nunca he podido concebir la vida sin los libros y cada año que pasa, y son ya bastantes, soy más consciente de las bienamadas cicatrices que la literatura ha ido dejando en mí. Si soy lo que soy es, en parte, por la lectura y los autores, por las historias y los personajes, por el arte que me ha enseñado a amar la vida.
Aunque no es una condición obligada, la complejidad de los textos, expuesta en la composición de frases, párrafos e historias, ayuda a interpretar y comprender esa otra complejidad inadvertida que es la existencia. Ya te he hablado de por qué no temo a lo complejo, pero siempre me parece oportuno señalar el hecho de que la literatura me ha mostrado cómo desenmarañar emociones, sentimientos, ideas y deseos gracias, justamente, a las frases subordinadas y las palabras esdrújulas. No se trata de una cuestión de estilo, o no solo: se trata de que la mot juste pueda ser tan compleja como sea preciso para que las esquinas de la vida puedan quedar mejor iluminadas por las farolas de nuestra (su) imaginación.
El lenguaje va mudando a medida que muda la vida. Tal vez siempre exista un poso, una base, pero necesitamos adaptarnos a nuevas condiciones merced, entre otras cosas, a la forma con la que damos cuenta de ellas; la realidad se describe con palabras, pero también se construye con ellas. Ocurre en la vida pública, pero también en la intimidad: precisamos de ciertos términos para vencer el dolor, para acariciar la vida en común, para desestimar las batallas perdidas y recordar los caminos recorridos. Necesitamos tanto el lenguaje que no advertimos lo mucho que depende de él, lo mucho que construimos gracias a su empleo. Cambia con nosotros y nosotros con él, pero siempre está presente. Sin lenguaje, no hay mundo; no hay vida.
Pareciera, sin embargo, que estos tiempos de frenético vacío afectan no solo a la velocidad con la que usamos los pulgares, sino también, de forma directamente inversa, a la diversidad del lenguaje. Quizá sea cierto que nuestros niveles de inteligencia están comenzado a descender ligeramente, como apuntan algunos estudios12. No obstante, un hecho que admite poca discusión es que escribimos cada vez peor34, lo cual, por extensión, nos lleva a hablar peor y, en última instancia (echando mano de Wittgenstein), a pensar peor.
Más allá del amor por la literatura, lo realmente triste es observar el empobrecimiento en la forma de mirar el mundo que se deriva de ese desapego por la palabra. Tus frases te definen, así como definen lo que te rodea; tu mirada es tan abarcadora como lo sea tu vocabulario; tu conciencia es tan extensa como tu diccionario interior. Pero no se trata solo de cantidad, sino también de calidad. Conocer el término justo no sirve tan solo para ganar una partida de Trivial o epatar a tus amigos; atesorar y entender las palabras nos permite engranarlas, usarlas como ingredientes para hornear las ideas y construir nuestra identidad. El mundo es un entorno complejo que requiere de visiones complejas y, por tanto, tu adaptabilidad al mismo se conecta con las posibilidades que tengas de aprehender esa variabilidad.
Tener acceso a medios de comunicación como las redes sociales o el correo electrónico significa que, de un modo u otro, nos abocamos a poner por escrito ideas, emociones, miedos, hechos, visiones, esperanzas… Escribir debería significar también reflexionar sobre lo que escribimos. Si caemos en la desidia lingüística, nos perdemos a nosotros mismos en el maremágnum de los mensajes infinitos. La brevedad es un recurso, pero convertida en norma se torna menesterosa, privada de su potencia comunicativa; lo mismo ocurre con cualquier otro elemento discursivo, de hecho. Limitarse al meme, al emoji, a la frase lapidaria, nos desvirtúa y nos oscurece; no confío en los que construyen su discurso a base de eslóganes porque no encuentro nada complejo tras la frágil contundencia de sus aseveraciones, ya que solo encuentro vacío. Si no soy capaz de tejer un tapiz de ideas con mis pensamientos, tampoco soy capaz de explicarme el mundo, de hacerme comprender, de transmitir emociones, de ampliar mi pequeño trozo de vida.
La brevedad, en sí, solo es una opción; pero si es lo único que tenemos, lo único que podemos utilizar para comunicarnos, entonces habremos perdido la magia del lenguaje, las infinitas oportunidades que tenemos de explorar y reír y conocer y sufrir y polemizar y aprender y dudar y conocer. Esta es la magia y el don de la palabra: abrirnos el telón de la vida.
"Tu mirada es tan abarcadora como lo sea tu vocabulario". Ayyyyy. Ahí discrepo. Recuerdo una tarde tonta en Cuba durante un reportaje hablando en las escaleras con un grupo poco erudito de ancianos. Compartiendo puros sus miradas me transmitieron cosas inabarcables. Alegría en su enésima potencia y belleza infinita con trompicones de palabras y una soatadas a la lengua brutales. La piel desprende sin conocimiento lingüístico a veces más que con él. Ojalá un icono 💝 mañana al despertarme. Variaciones.
Precioso artículo sólo estos pequeños apuntes que bueno veo que podíamos ver también. Muchas gracias ☺️
siempre fan de wittgenstein 🔝