Pocas veces se habla con tanta claridad y hondura sobre esta confusión tan extendida entre crear e imitar. Me ha resonado especialmente esa idea de que el arte no es el resultado, sino el proceso: ese «periplo sin rumbo, pero con destino» que mencionas y que muchas veces es más valioso —y revelador— que la propia obra.
Vivimos una época que aplaude más la inmediatez que la búsqueda, que valora más el impacto que la intención. Y en esa prisa por producir, corremos el riesgo de vaciar de sentido lo que hacemos.
Gracias por poner palabras tan lúcidas sobre todo esto. Leer tu reflexión ha sido un acto de resistencia en sí mismo.
En efecto, he insistido mucho en otros artículos (para mí es una obsesión, no lo niego) en el hecho de que la intención del artista, el camino de la creación, es lo que encierra el valor de la obra final. Sin ese trabajo, que por supuesto es arduo y exigente, no puede existir «auténtico» arte, sino solo remedos de vida.
Con la IA generativa, en parte, observo mucho lo que ha sucedido durante 25 años con el uso de buscadores potentes como Google. No basta con tener una herramienta potente, necesitas también alguien con una gran capacidad crítica por detrás que pueda extraer un valor real de esa tecnología.
En el proceso creativo, aunque alguien se quiera valer de una IA, si carece de un criterio que establezca unas pautas únicas, con una intención y un objetivo… entonces no quedan más que meras copias de lo mismo de siempre. Del mismo modo que quien no supo nunca buscar en Google nunca encontró donde están las fuentes que aportan información de valor y fiable.
Lo único que se ha democratizado es el acceso a herramientas que facilitan que lo mediocre campe a sus anchas. Pero yo creo que todas esas creaciones en ningún caso llegarán a ser influyentes como las de un verdadero artista.
Es un debate enorme y abierto, Miguel, así que habrá opiniones para todos los gustos y seguramente seguiremos discutiendo sobre ello (mucho) en los próximos años.
Solo cabe insistir, como dices, en que es imprescindible diferenciar la herramienta del usuario. Un cuchillo puede ser un arma o un instrumento de cocina: solo depende de las manos y la voluntad del que lo empuña.
Emi, coincido con cada línea, cada referencia, cada advertencia que planteas en tu reflexión: no estamos asistiendo a una ampliación del arte, sino a su disolución bajo la lógica de la imitación, la inmediatez y la complacencia. No se expande la creatividad cuando se borra el proceso, cuando se suprimen las decisiones que fundan una obra, cuando se confunde acceso con sentido.
Hoy, cuando todo parece estar al alcance sin esfuerzo, se repite con fervor la idea de que la inteligencia artificial democratiza el arte. Pero no siempre lo que se acerca nos revela su verdad; a veces, solo nos ahorra el viaje que daba sentido a la llegada. Bajo su superficie late una promesa: la de abrir las puertas de la creación a cualquiera que desee atravesarlas. Se nos dice que hoy, gracias a las máquinas, el arte ya no es coto exclusivo de quienes han estudiado, padecido, transitado los oficios, o poseen esa sensibilidad necesaria para la creación, que basta un clic, una orden bien formulada, una imagen como punto de partida, para dar forma a lo artístico. Y sí, en apariencia, hay algo profundamente bello en esta idea.
Un adolescente sin recursos puede hoy componer música sin haber aprendido solfeo, diseñar sin haber pisado una escuela de Bellas Artes, escribir sin conocer la retórica clásica. Las barreras técnicas —esas que durante siglos separaron al creador del espectador— comienzan a disolverse. Más voces emergen, más imágenes se multiplican, más sensibilidades se manifiestan. La IA, en este sentido, es un pincel nuevo que cualquiera puede empuñar.
Pero en ese gesto hay también una ambigüedad que conviene mirar con detenimiento. ¿Qué significa realmente democratizar el arte? ¿Acaso basta con permitir que más personas produzcan imágenes, textos o sonidos, para hablar de una democratización auténtica? ¿Dónde queda la vivencia profunda, el tránsito interior, la transformación que el arte —el verdadero, el que nace del asombro o del abismo— exige?
El riesgo, cuando se confunde accesibilidad con profundidad, es que lo artístico se convierta en producto. En output. En una serie de formas vacías de mundo. Porque la IA puede emular estilos, reproducir emociones, componer armonías… pero no puede fallar de forma significativa, ni tampoco sentir la herida que motiva un poema. Y a veces, es precisamente en ese fallo, en ese temblor humano, donde el arte florece.
La tecnología facilita, sí. Pero no transforma el sentido si no hay quien lo busque. Y lo artístico, al menos como lo entendemos quienes lo habitamos con el cuerpo entero, no es sólo hacer, sino estar en el mundo de un modo distinto. Crear no es producir: es arder.
Para afilar tu reflexión, pensemos en un campo radicalmente distinto: la neurocirugía. ¿Podríamos decir que la IA democratiza la neurocirugía del mismo modo que lo hace con el arte? ¿Sería aceptable entregar un cerebro humano a manos inexpertas con la sola ayuda de un software quirúrgico? Aquí, la comparación se vuelve absurda. La neurocirugía no admite errores. Requiere estudio riguroso, experiencia, precisión, una ética del cuidado que no puede improvisarse. Lo que está en juego es la vida misma.
Y sin embargo, la pregunta ilumina una trampa: revela cómo la idea de democratización, aplicada sin reflexión, trivializa saberes complejos bajo la promesa de accesibilidad. Lo que en el arte se celebra como libertad, en la medicina se denunciaría como irresponsabilidad.
La diferencia es clara: la neurocirugía trabaja sobre el cuerpo; el arte, sobre el símbolo. Pero quizá, al concederle a la IA el papel de artista, estamos renunciando a algo más que la técnica: estamos cediendo el sentido. Porque si el arte ya no exige experiencia, ni deseo, ni duda, ni heridas, ¿qué queda de él sino una imagen superficial, bella pero hueca?
Por eso, creo que la verdadera pregunta no es si la IA democratiza el arte, sino si la accesibilidad sin profundidad nos empobrece. Si queremos facilidad o queremos proceso. Si buscamos cantidad o buscamos sentido. Porque el arte no se entrega, se habita. Como la palabra que nos conmueve. Como la luz que se cuela entre los árboles. Como la herida que, al sangrar, nos recuerda que aún estamos vivos.
Me dejas sin palabras, Chus: por un lado, porque lo expones con una lucidez bellísima; y, por otro, porque has dado voz a todo lo que se me había quedado en el tintero, y aun más.
La comparación con la neurocirujía me parece muy acertada, porque pone de relieve la ausencia de razonamientos al respecto de la relación que se establece entre los nuevos modos de crear y la forma en que los empleamos. También creo que dejamos de lado una reflexión acerca de lo que significa el arte como elemento definitorio del «alma» humana, de esa chispa que (al menos de momento) nos distingue de las máquinas. Tras el proceso de creación no solo hay trabajo o conocimiento —que también, claro está—, sino un juicio escrupuloso y constante acerca del papel que desempeñamos en el mundo, de la visión que tenemos sobre lo que nos rodea, de la duda constante a la que nos enfrentamos con cada esfuerzo…
La IA puede imitar, e incluso llegará a crear, pero no me interesa (ni me inquieta) esa opción; me preocupa el que demos por bueno que, por el mero hecho de que exista una «herramienta» que tenga la capacidad de hacer algo, abdiquemos del horizonte de posibilidades que abre el arte y el proceso creativo. Como ya dije en otro artículo hace un tiempo, para mí el debate debe centrarse en qué queremos crear y por qué, no en cómo eso que intuimos puede ser creado. Las herramientas no pueden definir la obra.
Brillante.
Mil gracias, Bea.
Emi, qué necesario todo lo que has escrito.
Pocas veces se habla con tanta claridad y hondura sobre esta confusión tan extendida entre crear e imitar. Me ha resonado especialmente esa idea de que el arte no es el resultado, sino el proceso: ese «periplo sin rumbo, pero con destino» que mencionas y que muchas veces es más valioso —y revelador— que la propia obra.
Vivimos una época que aplaude más la inmediatez que la búsqueda, que valora más el impacto que la intención. Y en esa prisa por producir, corremos el riesgo de vaciar de sentido lo que hacemos.
Gracias por poner palabras tan lúcidas sobre todo esto. Leer tu reflexión ha sido un acto de resistencia en sí mismo.
Gracias, Javier.
En efecto, he insistido mucho en otros artículos (para mí es una obsesión, no lo niego) en el hecho de que la intención del artista, el camino de la creación, es lo que encierra el valor de la obra final. Sin ese trabajo, que por supuesto es arduo y exigente, no puede existir «auténtico» arte, sino solo remedos de vida.
Con la IA generativa, en parte, observo mucho lo que ha sucedido durante 25 años con el uso de buscadores potentes como Google. No basta con tener una herramienta potente, necesitas también alguien con una gran capacidad crítica por detrás que pueda extraer un valor real de esa tecnología.
En el proceso creativo, aunque alguien se quiera valer de una IA, si carece de un criterio que establezca unas pautas únicas, con una intención y un objetivo… entonces no quedan más que meras copias de lo mismo de siempre. Del mismo modo que quien no supo nunca buscar en Google nunca encontró donde están las fuentes que aportan información de valor y fiable.
Lo único que se ha democratizado es el acceso a herramientas que facilitan que lo mediocre campe a sus anchas. Pero yo creo que todas esas creaciones en ningún caso llegarán a ser influyentes como las de un verdadero artista.
Muy interesante la reflexión de hoy, Emi!
Es un debate enorme y abierto, Miguel, así que habrá opiniones para todos los gustos y seguramente seguiremos discutiendo sobre ello (mucho) en los próximos años.
Solo cabe insistir, como dices, en que es imprescindible diferenciar la herramienta del usuario. Un cuchillo puede ser un arma o un instrumento de cocina: solo depende de las manos y la voluntad del que lo empuña.
Emi, coincido con cada línea, cada referencia, cada advertencia que planteas en tu reflexión: no estamos asistiendo a una ampliación del arte, sino a su disolución bajo la lógica de la imitación, la inmediatez y la complacencia. No se expande la creatividad cuando se borra el proceso, cuando se suprimen las decisiones que fundan una obra, cuando se confunde acceso con sentido.
Hoy, cuando todo parece estar al alcance sin esfuerzo, se repite con fervor la idea de que la inteligencia artificial democratiza el arte. Pero no siempre lo que se acerca nos revela su verdad; a veces, solo nos ahorra el viaje que daba sentido a la llegada. Bajo su superficie late una promesa: la de abrir las puertas de la creación a cualquiera que desee atravesarlas. Se nos dice que hoy, gracias a las máquinas, el arte ya no es coto exclusivo de quienes han estudiado, padecido, transitado los oficios, o poseen esa sensibilidad necesaria para la creación, que basta un clic, una orden bien formulada, una imagen como punto de partida, para dar forma a lo artístico. Y sí, en apariencia, hay algo profundamente bello en esta idea.
Un adolescente sin recursos puede hoy componer música sin haber aprendido solfeo, diseñar sin haber pisado una escuela de Bellas Artes, escribir sin conocer la retórica clásica. Las barreras técnicas —esas que durante siglos separaron al creador del espectador— comienzan a disolverse. Más voces emergen, más imágenes se multiplican, más sensibilidades se manifiestan. La IA, en este sentido, es un pincel nuevo que cualquiera puede empuñar.
Pero en ese gesto hay también una ambigüedad que conviene mirar con detenimiento. ¿Qué significa realmente democratizar el arte? ¿Acaso basta con permitir que más personas produzcan imágenes, textos o sonidos, para hablar de una democratización auténtica? ¿Dónde queda la vivencia profunda, el tránsito interior, la transformación que el arte —el verdadero, el que nace del asombro o del abismo— exige?
El riesgo, cuando se confunde accesibilidad con profundidad, es que lo artístico se convierta en producto. En output. En una serie de formas vacías de mundo. Porque la IA puede emular estilos, reproducir emociones, componer armonías… pero no puede fallar de forma significativa, ni tampoco sentir la herida que motiva un poema. Y a veces, es precisamente en ese fallo, en ese temblor humano, donde el arte florece.
La tecnología facilita, sí. Pero no transforma el sentido si no hay quien lo busque. Y lo artístico, al menos como lo entendemos quienes lo habitamos con el cuerpo entero, no es sólo hacer, sino estar en el mundo de un modo distinto. Crear no es producir: es arder.
Para afilar tu reflexión, pensemos en un campo radicalmente distinto: la neurocirugía. ¿Podríamos decir que la IA democratiza la neurocirugía del mismo modo que lo hace con el arte? ¿Sería aceptable entregar un cerebro humano a manos inexpertas con la sola ayuda de un software quirúrgico? Aquí, la comparación se vuelve absurda. La neurocirugía no admite errores. Requiere estudio riguroso, experiencia, precisión, una ética del cuidado que no puede improvisarse. Lo que está en juego es la vida misma.
Y sin embargo, la pregunta ilumina una trampa: revela cómo la idea de democratización, aplicada sin reflexión, trivializa saberes complejos bajo la promesa de accesibilidad. Lo que en el arte se celebra como libertad, en la medicina se denunciaría como irresponsabilidad.
La diferencia es clara: la neurocirugía trabaja sobre el cuerpo; el arte, sobre el símbolo. Pero quizá, al concederle a la IA el papel de artista, estamos renunciando a algo más que la técnica: estamos cediendo el sentido. Porque si el arte ya no exige experiencia, ni deseo, ni duda, ni heridas, ¿qué queda de él sino una imagen superficial, bella pero hueca?
Por eso, creo que la verdadera pregunta no es si la IA democratiza el arte, sino si la accesibilidad sin profundidad nos empobrece. Si queremos facilidad o queremos proceso. Si buscamos cantidad o buscamos sentido. Porque el arte no se entrega, se habita. Como la palabra que nos conmueve. Como la luz que se cuela entre los árboles. Como la herida que, al sangrar, nos recuerda que aún estamos vivos.
Me dejas sin palabras, Chus: por un lado, porque lo expones con una lucidez bellísima; y, por otro, porque has dado voz a todo lo que se me había quedado en el tintero, y aun más.
La comparación con la neurocirujía me parece muy acertada, porque pone de relieve la ausencia de razonamientos al respecto de la relación que se establece entre los nuevos modos de crear y la forma en que los empleamos. También creo que dejamos de lado una reflexión acerca de lo que significa el arte como elemento definitorio del «alma» humana, de esa chispa que (al menos de momento) nos distingue de las máquinas. Tras el proceso de creación no solo hay trabajo o conocimiento —que también, claro está—, sino un juicio escrupuloso y constante acerca del papel que desempeñamos en el mundo, de la visión que tenemos sobre lo que nos rodea, de la duda constante a la que nos enfrentamos con cada esfuerzo…
La IA puede imitar, e incluso llegará a crear, pero no me interesa (ni me inquieta) esa opción; me preocupa el que demos por bueno que, por el mero hecho de que exista una «herramienta» que tenga la capacidad de hacer algo, abdiquemos del horizonte de posibilidades que abre el arte y el proceso creativo. Como ya dije en otro artículo hace un tiempo, para mí el debate debe centrarse en qué queremos crear y por qué, no en cómo eso que intuimos puede ser creado. Las herramientas no pueden definir la obra.
Es un placer mantener esta conversación contigo, Emi. Un lujo pensar acompañada de tu voz.