En la utopía solucionista ya no se trata de aumentar la potencia productiva para ampliar las capacidades humanas. De lo que se trata es de delegar la inteligencia misma, en un gesto de pesimismo antropológico sin precedentes. Que lo decidan ellas, las máquinas, que nosotros, los humanos, no solo nos hemos quedado pequeños, como afirmaba Günther Anders, sino que siempre acabamos provocando problemas. La inteligencia artificial, entendida así, es una inteligencia delegada. Lo preocupante no es que la ejerza una máquina, una bacteria, una partícula o el dispositivo que sea. Lo preocupante es que es aproblemática y, por tanto, irreflexiva. Puede aprender y corregirse a sí misma acumulando datos. Autoeducación significa ahora autocorrección. Pero no puede examinarse a sí misma ni someterse a un juicio equitativo. Porque es aproblemática, es acrítica. Humanos estúpidos en un mundo inteligente: es la utopía perfecta.
Nueva ilustración radical, Marina Garcés
La idea para este artículo me venía rondando desde hacía días, desde que leí una nota, aquí en Substack, de un usuario que respondía a un comentario sobre el —tristemente— famoso affaire Miyazaki.
Uno de los argumentos que más se ha podido leer desde que hace unos años los primeros modelos generativos comenzaron a irrumpir en nuestras vidas es el de la «democratización del arte»; y no puede uno sino preguntarse qué se entiende por «democratización» en un ámbito tan solipsista como el de la creación. La RAE define el término como «hacer accesible a gran parte de la sociedad algo que no lo era», pero eso está muy lejos de la realidad: lo que este usuario entiende como «democrático» no es el acto de crear, sino el hecho de poder imitar; como dice Garcés, el resultado es irreflexivo, acrítico, nada que ver con el intenso caos que suscita la creación artística entendida como impulso vital.
En un artículo para The New Yorker1, Ted Chiang afirmaba que la superproducción de una IA es lo que, por paradójico que resulte, socava su virtual efectividad como herramienta. El usuario de la captura alude a la «creatividad que todos tenemos», pero no repara en la falacia de creer que imitar mediante prompts los resultados (fruto de un elaborado y arduo proceso de reflexión) de obras preexistentes es equiparable a la creación auténtica. El arte es producto de un sinfín de decisiones, tanto conscientes como inconscientes, por las que la mente del creador transita en un periplo sin rumbo, pero con destino; si eliminamos esas opciones —tanto las válidas como las desechadas— tan solo queda una cáscara hueca, un remedo de originalidad que apenas recoge destellos de los verdaderos artífices de las obras originales. En el mismo artículo de Chiang, el escritor defiende la elección (no el acierto, sino el mero hecho de escoger) como paso previo a la creación: «art is something that results from making a lot of choices». Aunque creemos escoger cuando solicitamos de una inteligencia artificial la producción de una imagen, de un texto, en verdad solo estamos renunciando al esfuerzo de asumir todas esas elecciones que, indefectiblemente, componen el proceso creativo y son germen de la obra final. Sin ellas, no hay arte: solo sucedáneos.
Quizá parte del problema de esta cuestión es la relación que ese usuario halla entre arte, artista y público. En efecto, las creaciones artísticas buscan una audiencia, en tanto su mera existencia es fruto del cruce entre la mirada del artista y su pertenencia a una sociedad; ciertamente, sin público no existe un arte como tal, puesto que nadie crea a partir de/en el vacío. Sin embargo, la creación no tiene como objeto —no debería— la satisfacción de una demanda estética: el hecho de que al público (entendido como una amalgama de individuos con gustos variopintos) le guste o no una obra, no significa que esta se replique hasta la extenuación o se copie sin disimulos. Benjamin hablaba de aura para aludir al elemento inmarcesible de la obra artística, y en ese sentido podemos contemplar una progresiva y acelerada pérdida de ese aura cuanto más abusamos de la IA como generadora de «creaciones». En verdad, los frutos de la inteligencia artificial responden a una demanda que carece de intención creadora, ya que se limitan a perpetuar símbolos y elementos mayoritariamente aceptados como «arte», pero arrebatándoles su interioridad reflexiva. El arte es riesgo y descubrimiento, no conformismo y réplica.
En su ensayo Bombas de intuición y otras herramientas de pensamiento, el filósofo Daniel Dennett discurre así sobre la creatividad: «Para ser creativo no basta con tratar de encontrar algo original […] sino que hay que salirse de algún sistema (o de algún cuadro), un sistema que por buenas razones ha llegado a ser algo establecido». Por el contrario, la mayoría de usuarios de los modelos generativos no buscan arriesgarse con la originalidad, sino que aspiran a la perpetuación de lo sancionado como «artístico»; en parte, ese es el motivo por el que buena parte de las creaciones fruto de esos modelos son terroríficamente similares: buscamos imitar lo que gusta, en general, sin imbuir a esa creación de una intención verdaderamente constructiva o especulativa. Thomas Mann, en su Doktor Faustus, explicaba de forma magistral ese aspecto indagador del arte: «El progreso revolucionario, la gestación de la novedad son necesidades vitales del arte, que sólo pueden verse satisfechas por el vehículo de un subjetivismo lo bastante fuerte para rechazar los valores tradicionales, para comprender su agotamiento». Ese poder del «yo» al que alude Mann es, justamente, lo que hemos perdido en estos tiempos en los que, por curioso que parezca, tantas herramientas tenemos a nuestro alcance para facilitar los distintos proceso de creación; lejos de imbuir a nuestras ¿creaciones? de subjetividad, las privamos de cualesquiera rasgos individuales y arrojamos al mundo las excrecencias de una imaginación podada hasta limar cualquier atisbo de singularidad. Quizá lo único que hemos democratizado, por desgracia, es el derecho a la ramplonería.
"The selling point of generative A.I. is that these programs generate vastly more than you put into them, and that is precisely what prevents them from being effective tools for artists." (Ted Chiang, Why A.I. Isn’t Going to Make Art | The New Yorker).
Emi, coincido con cada línea, cada referencia, cada advertencia que planteas en tu reflexión: no estamos asistiendo a una ampliación del arte, sino a su disolución bajo la lógica de la imitación, la inmediatez y la complacencia. No se expande la creatividad cuando se borra el proceso, cuando se suprimen las decisiones que fundan una obra, cuando se confunde acceso con sentido.
Hoy, cuando todo parece estar al alcance sin esfuerzo, se repite con fervor la idea de que la inteligencia artificial democratiza el arte. Pero no siempre lo que se acerca nos revela su verdad; a veces, solo nos ahorra el viaje que daba sentido a la llegada. Bajo su superficie late una promesa: la de abrir las puertas de la creación a cualquiera que desee atravesarlas. Se nos dice que hoy, gracias a las máquinas, el arte ya no es coto exclusivo de quienes han estudiado, padecido, transitado los oficios, o poseen esa sensibilidad necesaria para la creación, que basta un clic, una orden bien formulada, una imagen como punto de partida, para dar forma a lo artístico. Y sí, en apariencia, hay algo profundamente bello en esta idea.
Un adolescente sin recursos puede hoy componer música sin haber aprendido solfeo, diseñar sin haber pisado una escuela de Bellas Artes, escribir sin conocer la retórica clásica. Las barreras técnicas —esas que durante siglos separaron al creador del espectador— comienzan a disolverse. Más voces emergen, más imágenes se multiplican, más sensibilidades se manifiestan. La IA, en este sentido, es un pincel nuevo que cualquiera puede empuñar.
Pero en ese gesto hay también una ambigüedad que conviene mirar con detenimiento. ¿Qué significa realmente democratizar el arte? ¿Acaso basta con permitir que más personas produzcan imágenes, textos o sonidos, para hablar de una democratización auténtica? ¿Dónde queda la vivencia profunda, el tránsito interior, la transformación que el arte —el verdadero, el que nace del asombro o del abismo— exige?
El riesgo, cuando se confunde accesibilidad con profundidad, es que lo artístico se convierta en producto. En output. En una serie de formas vacías de mundo. Porque la IA puede emular estilos, reproducir emociones, componer armonías… pero no puede fallar de forma significativa, ni tampoco sentir la herida que motiva un poema. Y a veces, es precisamente en ese fallo, en ese temblor humano, donde el arte florece.
La tecnología facilita, sí. Pero no transforma el sentido si no hay quien lo busque. Y lo artístico, al menos como lo entendemos quienes lo habitamos con el cuerpo entero, no es sólo hacer, sino estar en el mundo de un modo distinto. Crear no es producir: es arder.
Para afilar tu reflexión, pensemos en un campo radicalmente distinto: la neurocirugía. ¿Podríamos decir que la IA democratiza la neurocirugía del mismo modo que lo hace con el arte? ¿Sería aceptable entregar un cerebro humano a manos inexpertas con la sola ayuda de un software quirúrgico? Aquí, la comparación se vuelve absurda. La neurocirugía no admite errores. Requiere estudio riguroso, experiencia, precisión, una ética del cuidado que no puede improvisarse. Lo que está en juego es la vida misma.
Y sin embargo, la pregunta ilumina una trampa: revela cómo la idea de democratización, aplicada sin reflexión, trivializa saberes complejos bajo la promesa de accesibilidad. Lo que en el arte se celebra como libertad, en la medicina se denunciaría como irresponsabilidad.
La diferencia es clara: la neurocirugía trabaja sobre el cuerpo; el arte, sobre el símbolo. Pero quizá, al concederle a la IA el papel de artista, estamos renunciando a algo más que la técnica: estamos cediendo el sentido. Porque si el arte ya no exige experiencia, ni deseo, ni duda, ni heridas, ¿qué queda de él sino una imagen superficial, bella pero hueca?
Por eso, creo que la verdadera pregunta no es si la IA democratiza el arte, sino si la accesibilidad sin profundidad nos empobrece. Si queremos facilidad o queremos proceso. Si buscamos cantidad o buscamos sentido. Porque el arte no se entrega, se habita. Como la palabra que nos conmueve. Como la luz que se cuela entre los árboles. Como la herida que, al sangrar, nos recuerda que aún estamos vivos.
Con la IA generativa, en parte, observo mucho lo que ha sucedido durante 25 años con el uso de buscadores potentes como Google. No basta con tener una herramienta potente, necesitas también alguien con una gran capacidad crítica por detrás que pueda extraer un valor real de esa tecnología.
En el proceso creativo, aunque alguien se quiera valer de una IA, si carece de un criterio que establezca unas pautas únicas, con una intención y un objetivo… entonces no quedan más que meras copias de lo mismo de siempre. Del mismo modo que quien no supo nunca buscar en Google nunca encontró donde están las fuentes que aportan información de valor y fiable.
Lo único que se ha democratizado es el acceso a herramientas que facilitan que lo mediocre campe a sus anchas. Pero yo creo que todas esas creaciones en ningún caso llegarán a ser influyentes como las de un verdadero artista.
Muy interesante la reflexión de hoy, Emi!