… en la cadena del Kula, en las islas de los massim, frente a Papúa Nueva Guinea, los hombres se embarcaban en peligrosas expediciones atravesando el océano en canoas de alta mar tan solo para intercambiar preciosos collares y brazaletes de concha familiares por otros similares (los más importantes poseen nombre propio y su historia de dueños previos) únicamente para poseerlos por un breve periodo y luego pasarlos a una expedición diferente procedente de otras islas. De este modo los objetos familiares circulan eternamente por las islas, cruzando cientos de millas marítimas, los brazaletes en una dirección y los collares, en la opuesta. Para un extranjero, carece de sentido. Para los hombres de los massim es la aventura definitiva, y nada podía ser más importante que diseminar el propio nombre, de este modo, a lugares que uno jamás ha visto.
El amanecer de todo, David Graeber y David Wengrow
Este próximo domingo, en la nueva entrega de «Entre líneas», hablaremos sobre la imaginación de los creadores de sociedades utópicas de la mano de Emmanuel Carrère. Y en relación con ese tema, ya que durante la lectura me han surgido tantas dudas como ideas, me acordé del extracto que abre esta newsletter de hoy.
La fascinación del hombre por lo desconocido debe estar, casi con toda seguridad, tatuada en nuestra alma con la tinta de los sueños. El ser humano viaja, escribe, representa, pinta, talla, esculpe, crea, modela, inventa, piensa… vive con la mirada puesta en abrir la puerta de lo oculto, de lo que está más allá de su realidad. Aunque nos movamos en entornos reducidos, nuestra imaginación está perpetuamente moviendo sus engranajes para instilar en nuestra sangre el veneno de la curiosidad; tal vez unos lo padezcan más que otros, pero ese prurito se encuentra dentro de nosotros desde el nacimiento y es difícil de obviar durante la existencia. Quizá por ello, a lo largo de la historia se han levantado catedrales y pirámides, se han inventado chips y vacunas, se han dibujado retratos y vedutte, se han escrito El Quijote y Guerra y paz. Pero no solo se trata de grandes creaciones: en esa vida pequeña e íntima en la que casi todos nosotros habitamos, también se cuentan epopeyas tan admirables como las de los grandes genios, porque todos ansiamos «diseminar el propio nombre» para llegar allí —física o virtualmente— donde nunca hemos estado.
La historia de los massim es curiosa, pero muy esclarecedora acerca de los impulsos que sentimos a la hora no solo de relacionarnos con los demás, sino de hacer que esa relación nos supere, nos trascienda. Puede que no sepamos qué hay «más allá» (sea lo que sea esa denominación), pero la curiosidad nos urge a trabajar para averiguarlo, o al menos para acercarnos todo lo posible a ello. Y si acaso eso no es posible, como les ocurre a los massim, siempre queda la opción de enviar una suerte de mensaje, una creación propia, que llegue hasta donde nosotros no somos capaces.
Hay en ese anhelo ferviente por lo desconocido un elemento clave para auto(des)conocernos, aunque en muchos casos esa curiosidad se vea sofocada por un modo de vida que nos impele a centrarnos en lo inmediato y no suscita la pasión por lo inédito. Porque mostrarse interesado por lo extraño es, en muchos casos, la herramienta indispensable para poner distancia entre nuestra rutina y lo cotidiano, que deviene tal por el mero hecho de convertirse en objeto de contemplación continua. Durante su internamiento en Auschwitz, el psiquiatra Viktor Frankl aludía así a la curiosidad1: «Ella nos permitía distanciarnos de alguna manera de lo que nos rodeaba y nos facilitaba contemplar la realidad con cierta objetividad. En aquellos momentos utilizábamos ese mecanismo como medida de protección». Algo similar cuenta Primo Levi2: «Nunca dejaba de observar el mundo y a la gente a mi alrededor, hasta tal punto que aún hoy sigo conservando una visión muy precisa de todo aquello. Experimentaba el deseo intenso de comprender». En efecto, el afán por conocer nos abstrae de lo cotidiano para permitirnos fantasear, imaginar, cavilar; en momentos terribles, como los que narran Frankl o Levi, ofrece el bálsamo del alejamiento, mientras que en otros, afortunadamente más comunes, brinda la ocasión de deshacer el marco conocido. Los massim, posiblemente, utilizaban esa orfebrería primitiva para proyectarse en lugares distantes, quizá solo intuidos, incluso inexistentes, poniendo su esperanza en que el tránsito no se detuviese en la siguiente parada, sino que continuase hasta llegar a ubicaciones apenas imaginadas.
La utopía (y sus ramificaciones…), como veremos el domingo, es una más de las plasmaciones de esa insaciable voracidad que los humanos tenemos por todo aquello que no entendemos, que no sabemos, que no atisbamos. El trasunto del niño que fue Mircea Cărtărescu se pregunta3: «¿cómo son las cosas cuando no las ve nadie?»; y es que la curiosidad, evidentemente, suscita preguntas con difícil respuesta, si es que alcanzan a tenerla. Pero sin ellas nada quedaría de lo que somos en verdad, pues el ser humano solo es tal, en buena medida, gracias a aquello que (aún) no sabe.
El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl.
Si esto es un hombre, Primo Levi.
El ala derecha, Mircea Cărtărescu.
Qué maravilla de texto. ¡Gracias por escribir! Justamente esta semana recomendé "El hombre en busca de sentido". Una joya. Y me encuentro ahora con esta belleza que has escrito y que me hace plantearme mil preguntas y revuelve las otras mil que ya traía sobre el amanecer del día de hoy, sobre el vuelo de los pájaros, el mecanismo que mueve todos los hilos digitales, la dulzura del olor de mi hija y la permanente insatisfacción del ser. Con tu permiso, compartiré.
Algo de lo que me he percatado con el paso de los años es que la necesidad de trascender, al igual que el deseo de conocer nuevos lugares, ha ido en un claro descenso. Cada vez estoy más contento y conforme con el simple hecho de estar. No digo que los anhelos que mencionas hayan desaparecido por completo (de ser así, seguramente no me gustase tanto leer y escribir), pero es como si estuvieran despojando de toda pasión juvenil.
Con ganas me quedo de ver qué nos traerás el domingo.