Para ciertas personas, hablar y ofender es exactamente lo mismo. Son picantes y amargas; su estilo es una mezcla de hiel y de ajenjo: la burla, la injuria, el insulto, les resbalan de los labios como la saliva. Les hubiera convenido nacer mudas o estúpidas. Lo que tienen de vivacidad o de ingenio les perjudica más que a otros su tontería. No siempre se conforman con replicar con acritud, a veces atacan con insolencia; arremeten contra todo lo que cae bajo su lengua, contra los presentes, contra los ausentes; embisten de frente y de costado, como los carneros.
Los caracteres, Jean de La Bruyère
La RAE define sátira como «discurso o dicho agudo, picante y mordaz, dirigido a censurar o ridiculizar»; su etimología deriva, entre otros casos, del griego σατυρικός, «relativo a los sátiros», criaturas mitológicas que, aparte de sus pulsiones sexuales, se distinguían por su carácter pícaro y juguetón, a la par que atrabiliario y vengativo. Te aporto estos datos como mera introducción al tema de este texto, porque yo mismo suelo utilizar indistintamente el término sátira cuando me refiero a chanza, sarcasmo, mofa o cinismo. Sin embargo, la expresión es mucho más que una simple definición de un acto burlesco, aunque la semántica pueda acotarlo y acomodarlo dentro de una familia tan amplia y apreciada como es la de la ironía. Como afirmaba La Bruyère hace casi cuatro siglos, hablar y ofender pueden ser lo mismo en manos —o boca, por mejor decir— de ciertas personas: muchos confunden la filípica con una carta blanca para el agravio, como si criticar debiera ser sinónimo de menospreciar a otros. La sátira, en verdad (como han demostrado grandes autores desde la noche de los tiempos), tiene un componente injurioso, pero encierra en sí un análisis elaborado acerca de aquello a lo que ataca; no es un recurso que se limite a recurrir al insulto o la befa como armas con la que herir al contrario, sino que saca a la luz los rasgos más escabrosos de una cuestión y los analiza bajo esa lente de aumento que es el humor. Cuando Jonathan Swift sugería que los niños pobres deberían ser sacrificados como alimento para las clases pudientes con el propósito de erradicar la miseria en la Irlanda del siglo XVIII, no estaba poniendo sobre la mesa una alternativa real; muy al contario, no solo utilizó su impecable sentido del humor para escribir un panfleto desopilante, sino que apeló a su ilustrado juicio y a su ánimo constructivo para desnudar los prejuicios sociales y políticos respecto a la pobreza del país: arrojó a la mismísima cara de sus contemporáneos un texto brillante que, a pesar de sus elementos cómicos, mostraba con crudeza sin parangón ciertos rasgos de aquella época y de aquellos compatriotas que merecían ser no solo criticados, sino abolidos. En este mundo hodierno, sin embargo, hemos retorcido el rol de la sátira, lo hemos deformado y aplastado, especialmente desde que la sociedad tecnológica ha dado voz a cualquiera que pretenda elevar una crítica; lejos de elaborar una reflexión profunda sobre aquello que se considera reprobable, usamos la sátira (en realidad, no exactamente, como intentaré argumentar a continuación) para saldar cuentas, para mofarnos de extraños, para censurar lo que desaprobamos, para despellejar aquello con lo que no comulgamos. La sátira ha perdido su papel constructivo —a partir de su aparente (perdón por la paradoja) afán destructivo— y se ha tornado un recurso colérico, utilizado para soltar la bilis que, de una forma u otra, todos llevamos dentro.
En realidad, el propósito último de la sátira es desacralizar cualquier dogma. No hablo —solo— de religión, sino de todo aquello que consideramos intocable, inviolable, sacrosanto: cuestiones que nos son tan importantes que evitamos ponerlas en cuestión, incluso aunque puedan terminar por entrar en contradicción con otras creencias. Y ese cuestionamiento empieza, como no puede ser de otra manera, por burlarnos de nosotros mismos. No hay mayor dogma que la subjetividad (como veíamos hace unas semanas), ya que nos obliga a desmontar ese maniquí armado con prejuicios y percepciones que es la identidad, examinando cada pedazo para sopesar su adecuación al entorno. En ese sentido, los mejores artistas de la sátira han sido siempre aquellos que han sabido reírse de sí mismos, que han sabido leer el mapa de su entendimiento para encontrar los puntos ciegos, los espacios no cartografiados, para tratar de escrutar el mundo en el que vivían con el juicio más ecuánime posible. El problema es que hoy día la sátira, muy pobremente comprendida, ha terminado por devenir en mero sarcasmo: en lugar de utilizar la burla como espoleta para el razonamiento crítica y la mirada especulativa, hemos degradado el humor para usarlo como arma con la que ofender al «contrario» sin llegar a la bajeza de recurrir al insulto más soez, aunque sin reparar en que apenas hay distinción entre una opción y otra. El sarcasmo es la herramienta idónea en un mundo en el que todo es objeto de mofa, pero nada es materia de discusión: el chascarrillo ramplón, la broma chabacana, han sustituido al análisis delicado y sutil. Así, cualquier disenso se convierte, por obra y gracia del meme, del gif, del tuit, en un elemento despreciado y despreciable sin que se trate de examinar sus entresijos. Lejos de enjuiciar lo sagrado para confrontarlo con el sentido común, arremetemos contra cualesquiera ideas que no nos convenzan con la convicción del fanático, como escribía La Bruyère en la cita que da inicio a este artículo.
Aunque aún peor, creo yo, es la rendición al cinismo absoluto. La sátira permite utilizar el humor como utensilio valorativo; el sarcasmo se contenta con la mofa como espita de la inquina; pero el cinismo nos arroja a la zahúrda de la insensibilidad, al lodazal de la desvergüenza, al abismo de la indiferencia.
Gracias, Emi, por este recorrido tan lúcido sobre los matices del lenguaje crítico y sus degeneraciones contemporáneas. Qué importante es detenerse a distinguir entre sátira y sarcasmo, entre ironía inteligente y cinismo descarnado. Porque no es lo mismo herir con intención que rasgar con conciencia.
Me ha gustado que menciones que la sátira comienza por uno mismo. Qué poco acostumbrados estamos, en este tiempo tan dado a las certezas impolutas, a hacer de nuestro propio yo un campo de pruebas, a desmontar nuestras propias máscaras con humor, sin crueldad, pero también sin indulgencia. Y cuánto más fértil sería el debate si supiéramos reírnos así: no desde el púlpito, sino desde la intemperie del que se sabe también vulnerable, también falible.
Vivimos, como bien dices, en la era del meme como argumento, del juicio sumario envuelto en risa fácil, del ingenio sin profundidad. Y sin embargo, la sátira, en su forma más alta, es un espejo que devuelve el mundo deformado, sí, pero para que lo veamos mejor. Uno que hiere, a veces, pero en la medida en que nos despierta.
Gracias por recordarnos que no todo lo mordaz es valiente, ni todo lo gracioso es lúcido. Y que en un mundo tan saturado de palabras, sigue siendo revolucionario elegir con cuidado las que se lanzan.
Qué necesaria esta reivindicación, Emi.
Vivimos en una época donde todo se convierte en “contenido” y, como bien señalas, la sátira ha sido vaciada de su poder crítico para convertirse en simple escarnio. Me ha encantado cómo trazas el hilo entre Swift y el presente, recordándonos que el verdadero humor inteligente no busca simplemente hacer reír, sino hacernos pensar, incomodar y, a veces, hasta cambiar.
También me quedo con tu defensa del “empezar por uno mismo”. La sátira honesta nace del que ha sabido desmontarse, y no del que lanza piedras sin mirarse primero. Ojalá más humor que cuestione y menos sarcasmo que pisotee.
Gracias por describirlo con tanta lucidez.
Un abrazo.