… la comunicación digital hace que se erosione fuertemente la comunidad, el nosotros. Destruye el espacio público y agudiza el aislamiento del hombre. Lo que domina la comunicación digital no es el «amor al prójimo», sino el narcisismo. La técnica digital no es una «técnica del amor al prójimo». Se muestra como una máquina narcisista del ego.
En el enjambre, Byung-Chul Han
Hace unos días (o meses, o años, depende de cuándo leas esto…), como quizá algunos recuerden, hubo un apagón general en España; el país quedó sin electricidad durante unas cuantas horas y ello provocó toda una suerte de vicisitudes a todos los niveles que, de una forma u otra, impactaron en las vidas cotidianas de todos los habitantes. A pesar de la coyuntura, inédita en el país y extraña como suceso, en general no hubo que lamentar grandes incidentes más allá de los inevitables: problemas de transporte, dificultades laborales, etc. Con mejor o peor suerte, los que experimentamos el apagón retomamos nuestras vidas con celeridad y, la mayor parte, sin apenas haber experimentado circunstancias reseñables. Sin embargo, si atendemos a las redes, al mundo «digital» (que pongo entrecomillado porque apenas tiene sentido separarlo ya, hogaño, del mundo real o físico en cuanto a repercusiones sociológicas), curiosamente habremos asistido a un cúmulo de historias míticas, legendarias, epopéyicas, que dan cuenta de los sinsabores de no haberse podido conectar a internet durante varias horas, cocinar un plato caliente en la vitrocerámica o comprarse la prenda de ropa de temporada que era ineludible adquirir en ese preciso día. Si no hubiéramos compartido todos la misma vivencia, cabría suponer que unos cuantos supervivientes afrontaron una durísima prueba de resistencia y coraje, agonizando hora tras hora con la incertidumbre de no saber cuándo podrían subir un nuevo selfie, enviar el último meme a sus docenas de grupos de Whatsapp o ver en Netflix el nuevo capítulo de la próxima serie que será cancelada tras su primera temporada. De acuerdo con algunos testimonios posteriores, la inanición acechó a algunos desgraciados, que hubieron de recurrir a las conservas que suelen ser el pan nuestro de cada día para los que pasan horas de camino al trabajo; o bien el pánico ante la interdicción de comprar, ya fuera online o en persona, cosas que probablemente necesitaban en ese mismísimo instante, pero de las que se vieron privados; o bien padecieron la angustia de verse atrapados en un atasco a una hora inusitada. Es obvio que hubo damnificados por el incidente, como es lógico en una circunstancia tan grave; pero, más allá de los casos más serios, lo cierto es que para el resto de nosotros la jornada fue prácticamente normal. No obstante, muchos se empeñaron (en el más lato sentido del término, puesto que pusieron empeño en convencerse y convencernos) en que esas horas sin electricidad, lejos de ser una experiencia curiosa, fueron un viacrucis terrorífico marcado por la soledad, el miedo y la inseguridad.
Convertir un suceso externo, neutro, colectivo, en algo meramente subjetivo y personal tiene —entre otras— una denominación: narcisismo. Cuando Byung-Chul Han habla sobre la erosión del nosotros, no solo hace referencia a la evidente pérdida del tejido social, del sentimiento de pertenencia a la comunidad, sino también a la tendencia a convertir en íntimo todo aquello que es público, a «traer a nuestro terreno» todo lo que, en esencia, queda fuera de nuestro entendimiento. También lo vio Gilles Lipovetsky cuando afirmaba (hace ya más de tres décadas) que hoy día «vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones y nuestra posteridad». Hay un momento en la novela Buenos días, tristeza en el que la protagonista advierte su egoísmo (propio de la adolescencia, por otro lado) en su confrontación con los demás: «La espontaneidad y un egoísmo fácil habían sido siempre para mí un lujo natural. Me habían acompañado siempre. Y de repente aquellos pocos días me alteraron lo bastante como para obligarme a meditar, a poner atención en mi vivir. Sufría todos los horrores de la introspección sin, por ello, reconciliarme conmigo misma». Al igual que la joven Cécile, de repente —o quizá no tanto— nos hallamos ante un escenario en el que la meditación sobre nosotros, la atención en y por la vida, ha desaparecido, sustituida por un egocentrismo rampante que utiliza cualquier circunstancia, cualquier relato, cualquier objeto, como excusa para acumular un nuevo brochazo sobre el lienzo de la existencia, cual dripping pollockiano. Esa tendencia hacia la «egotización» no es más que una señal de nuestra propia inseguridad, de la incapacidad que ocultamos de aceptar el doloroso hecho de que no tenemos nada bajo control, de que todos los acontecimientos que suceden, incluso aquellos provocados por nosotros mismos, están absolutamente fuera de nuestra influencia. En verdad, esa reducción subjetiva no es más que una respuesta visceral, impulsiva, cobarde, ante aquello que es más grande que nosotros, que no es sino la vida misma: no entender que hay elementos que están más allá no solo de nuestro control, sino incluso de nuestro entendimiento, es el rasgo propio, diría yo, de esta época actual (arrimando esta tesis a la visión de Han). Lo que no nos gusta, lo que nos deprime, lo que nos intranquiliza, lo que nos atemoriza, lo que desconocemos, debe ser comprimido en un recipiente diminuto que podamos tragar como una píldora, como la receta, como la solución mágica de un doctor, de un curandero, que nos permite así reunir un poquito de valor para afrontar todo aquello que no nos gusta. El problema es que esas cosas que nos inquietan acaban siendo prácticamente… todo; porque, como te decía, lo que escapa a nuestro control es temible. Todo lo incierto, todo lo desconocido, provoca miedo, incomodidad, incluso angustia; pero para enfrentarse a ello, para tratar de sobrellevarlo —ya que jamás vamos a poder vencer esa ignorancia ontológica acerca de determinados hechos—, deberíamos ser conscientes de la inutilidad de ese propio esfuerzo. El «yo» supremo no es la solución al problema de la incertidumbre, entre otras cosas porque esta no puede ser resuelta; como bien dijo Natalia Ginzburg: «el egoísmo no ha resuelto nunca ninguna desesperación. Incluso estamos demasiado acostumbrados a llamar enfermedades a los vicios de nuestra alma, y a soportarlos, a dejarnos gobernar por ellos, o a aplacarlos con jarabes dulces, a curarlos como si fueran enfermedades». Como ella, también creo que esa subjetividad hegemónica que ha tomado nuestras conciencias no puede brindarnos el consuelo de la serenidad, ni mucho menos la tranquilidad de la resolución; como ella, creo que el ego es solo el espejo de un vacío que debemos observar con cautela, juicio y sentido crítico. De otra manera, todo lo que nos quedará será el inmenso y ruidoso vacío de esa sociedad digital que nos regala sucedáneos vanidosos de realidad para iluminar los apagones de nuestra razón.
"sucedáneos vanidosos de realidad", gran descripción de la esencia del efecto pernicioso de dejarnos llevar por la apariencia. En la "era de la imagen" cuenta más la apariencia que la estructura. La era de la imagen empezó en el Renacimiento y con la digitalización ha llegado a su paroxismo. Lo que no ha impedido, más bien ha fomentado, que los dislates del yo se sigan sin resolver.