Me ha gustado esa imagen de urdimbre o tejido. Somos nuestros recuerdos. Con ellos tejemos nuestra identidad. Como un patchwork. Son inconexos, fragmentarios. Obedecen a una estructura interna. Y los enhebramos entre sí con el sutil hilo del relato de nuestra propia vida. Muchos caen al ritmo en que otros aparecen. Y otros tantos se vuelven a retejer de modo distinto recolocándose en un nuevo giro que procura dar coherencia al tejido completo. Al menos una suerte de coherencia. Encontrarse con un escrito propio del pasado que desmiente el recuerdo que hemos ido modulando y el relato que hoy nos construimos es tan fácil como estremecedor. Gracias por hilar siempre fino, Emi.
Este tema me fascina, y es algo sobre lo que he hablado en repetidas ocasiones con mucha gente. El pasado es mucho más que lo que «realmente aconteció», son los sentimientos que tuvimos, los futuros que nos imaginamos o los pasados que interpretamos (y reinterpretamos). Y, añadiendo una capa más, aquello que «realmente aconteció» también ocurrió para cada individuo desde una perspectiva personal y única. En conjunto, el pasado es una ilusión que se constituye de muchos pilares (con más o menos fundamento, más o menos compartidos) que nos hace quienes somos y nos permiten tirar adelante.
Al hilo de todo esto (aunque un poco tangencial), siempre me gusta mencionar un estudio que hicieron varios psicólogos a raíz del 11-S. Realizaron encuestas justo después del evento y las repitieron al año, a los dos años y a los diez años. Los entrevistados tenían que mencionar qué recordaban sobre ellos mismos cuando se enteraron del suceso y cómo recordaban el acontecimiento en sí. Curiosamente, al primer año, prácticamente la mitad de los entrevistados habían cambiado el relato sobre su circunstancia al enterarse del evento… y su seguridad con respecto a ello era la misma que después del accidente. Ese nuevo relato, en líneas generales, se mantenía intacto a los 2 años y a los 10 años. Para mí, este estudio de 2015 ( https://doi.org/10.1037/a0015527 ) fue toda una confirmación de cómo reconstruimos el pasado a nuestro antojo.
Aunque no conozco el estudio, sí que había leído sobre esos relatos que las víctimas del 11-S crearon con el paso del tiempo y, ciertamente, no solo enlaza un poco con el tema del artículo, sino que resulta fascinante en lo que concierne a la construcción de la idiosincrasia.
Creo que es lógico que el tiempo deforme o conforme nuestros recuerdos y, por extensión, nuestra autopercepción: es inevitable —o así me parece, al menos— que la memoria nos juegue malas pasadas, o simplemente se equivoque, de manera que nuestro relato se apoye en hechos que nunca sucedieron, o que sucedieron de formas inimaginadas.
Por otro lado, pienso también que el fantasear con el pasado, como si de narradores se tratase (inventando historias en el sentido más literal del concepto), ayuda a concretar esa perenne construcción del «yo» que llevamos a cabo a lo largo de la vida. No se trata tan solo de cribar recuerdos para separar lo verdadero de lo falso, sino de (re)crear memorias que, aun siendo imaginarias, contribuyan a levantar las piezas de nuestra personalidad.
"si los acontecimientos reales —me ahorro las comillas, pero bien podrían acotar ese término— nos ayudan a situarnos en el marco, que es el mundo, los irreales nos facilitan la tarea de definirlo, de iluminarlo, de interpretarlo."
Lo que me lleva a confirmar una sospecha, que la importancia no está en la lectura sino en la interpretación. Tanto de los hechos como de las narrativas. El intérprete tendrá que dar cuenta de si su interpretación oculta o no un intento de borrado y olvido.
Este texto me ha hecho pensar —con cierto temblor— en esa delgada línea que separa el relato que nos sostiene del relato que nos engaña.
Porque mientras te leía, no podía evitar preguntarme: ¿no hay algo de autoengaño en inventar el pasado? ¿No corremos el riesgo de edulcorar, de traicionar lo vivido cuando lo coloreamos con lo que querríamos que hubiese sido?
Y, sin embargo, algo en tu texto me disuade de esa sospecha. Porque no defiendes el olvido ni la negación, sino esa forma de invención que, en lugar de borrar, interpreta.
A veces lo que inventamos está lejos de lo que ocurrió, porque lo que busca es comprender lo que ocurrió. En ese sentido, como decía Rilke, “la verdadera patria del hombre es la infancia”… pero no la infancia real, sino la que nos hemos narrado una y otra vez.
Quizá el problema no sea imaginar el pasado, sino olvidarse de que lo estamos imaginando. Y ahí está la clave: en la lucidez con la que tejemos nuestras ficciones. En la conciencia —sí, también ética— con la que decidimos qué hilos sostenemos, incluso sabiendo que algunos fueron prestados por la nostalgia o el deseo.
Me quedo con esa imagen final de la moneda: lo vivido como forma, lo imaginado como huella. Tal vez eso somos: una acuñación entre la materia y el sueño.
Muy shakespeariano tu párrafo final, Chus. Pero, sí, creo que una suerte de amalgama entre sueño y realidad, entre ficción y hechos, puede constituirnos de una manera más «sólida» (si cabe aplicar este tipo de adjetivos al carácter o la personalidad) que el mero examen del pasado como acontecimiento epistemológico.
Quizá, como apuntas, corremos el riesgo de endulzar lo vivido para edificar un «yo» más conveniente con nuestros deseos, pero me parece que el mero hecho de fantasear también implica un poco de introspección, lo cual no pocas veces desentierra esqueletos olvidados.
Me ha gustado esa imagen de urdimbre o tejido. Somos nuestros recuerdos. Con ellos tejemos nuestra identidad. Como un patchwork. Son inconexos, fragmentarios. Obedecen a una estructura interna. Y los enhebramos entre sí con el sutil hilo del relato de nuestra propia vida. Muchos caen al ritmo en que otros aparecen. Y otros tantos se vuelven a retejer de modo distinto recolocándose en un nuevo giro que procura dar coherencia al tejido completo. Al menos una suerte de coherencia. Encontrarse con un escrito propio del pasado que desmiente el recuerdo que hemos ido modulando y el relato que hoy nos construimos es tan fácil como estremecedor. Gracias por hilar siempre fino, Emi.
Como buen fanático de la palabra, no puedo separarla ni de la memoria: la literatura es pura ontología, creo.
Este tema me fascina, y es algo sobre lo que he hablado en repetidas ocasiones con mucha gente. El pasado es mucho más que lo que «realmente aconteció», son los sentimientos que tuvimos, los futuros que nos imaginamos o los pasados que interpretamos (y reinterpretamos). Y, añadiendo una capa más, aquello que «realmente aconteció» también ocurrió para cada individuo desde una perspectiva personal y única. En conjunto, el pasado es una ilusión que se constituye de muchos pilares (con más o menos fundamento, más o menos compartidos) que nos hace quienes somos y nos permiten tirar adelante.
Al hilo de todo esto (aunque un poco tangencial), siempre me gusta mencionar un estudio que hicieron varios psicólogos a raíz del 11-S. Realizaron encuestas justo después del evento y las repitieron al año, a los dos años y a los diez años. Los entrevistados tenían que mencionar qué recordaban sobre ellos mismos cuando se enteraron del suceso y cómo recordaban el acontecimiento en sí. Curiosamente, al primer año, prácticamente la mitad de los entrevistados habían cambiado el relato sobre su circunstancia al enterarse del evento… y su seguridad con respecto a ello era la misma que después del accidente. Ese nuevo relato, en líneas generales, se mantenía intacto a los 2 años y a los 10 años. Para mí, este estudio de 2015 ( https://doi.org/10.1037/a0015527 ) fue toda una confirmación de cómo reconstruimos el pasado a nuestro antojo.
Aunque no conozco el estudio, sí que había leído sobre esos relatos que las víctimas del 11-S crearon con el paso del tiempo y, ciertamente, no solo enlaza un poco con el tema del artículo, sino que resulta fascinante en lo que concierne a la construcción de la idiosincrasia.
Creo que es lógico que el tiempo deforme o conforme nuestros recuerdos y, por extensión, nuestra autopercepción: es inevitable —o así me parece, al menos— que la memoria nos juegue malas pasadas, o simplemente se equivoque, de manera que nuestro relato se apoye en hechos que nunca sucedieron, o que sucedieron de formas inimaginadas.
Por otro lado, pienso también que el fantasear con el pasado, como si de narradores se tratase (inventando historias en el sentido más literal del concepto), ayuda a concretar esa perenne construcción del «yo» que llevamos a cabo a lo largo de la vida. No se trata tan solo de cribar recuerdos para separar lo verdadero de lo falso, sino de (re)crear memorias que, aun siendo imaginarias, contribuyan a levantar las piezas de nuestra personalidad.
"si los acontecimientos reales —me ahorro las comillas, pero bien podrían acotar ese término— nos ayudan a situarnos en el marco, que es el mundo, los irreales nos facilitan la tarea de definirlo, de iluminarlo, de interpretarlo."
Lo que me lleva a confirmar una sospecha, que la importancia no está en la lectura sino en la interpretación. Tanto de los hechos como de las narrativas. El intérprete tendrá que dar cuenta de si su interpretación oculta o no un intento de borrado y olvido.
Este texto me ha hecho pensar —con cierto temblor— en esa delgada línea que separa el relato que nos sostiene del relato que nos engaña.
Porque mientras te leía, no podía evitar preguntarme: ¿no hay algo de autoengaño en inventar el pasado? ¿No corremos el riesgo de edulcorar, de traicionar lo vivido cuando lo coloreamos con lo que querríamos que hubiese sido?
Y, sin embargo, algo en tu texto me disuade de esa sospecha. Porque no defiendes el olvido ni la negación, sino esa forma de invención que, en lugar de borrar, interpreta.
A veces lo que inventamos está lejos de lo que ocurrió, porque lo que busca es comprender lo que ocurrió. En ese sentido, como decía Rilke, “la verdadera patria del hombre es la infancia”… pero no la infancia real, sino la que nos hemos narrado una y otra vez.
Quizá el problema no sea imaginar el pasado, sino olvidarse de que lo estamos imaginando. Y ahí está la clave: en la lucidez con la que tejemos nuestras ficciones. En la conciencia —sí, también ética— con la que decidimos qué hilos sostenemos, incluso sabiendo que algunos fueron prestados por la nostalgia o el deseo.
Me quedo con esa imagen final de la moneda: lo vivido como forma, lo imaginado como huella. Tal vez eso somos: una acuñación entre la materia y el sueño.
Gracias por recordarlo con tanta belleza.
Muy shakespeariano tu párrafo final, Chus. Pero, sí, creo que una suerte de amalgama entre sueño y realidad, entre ficción y hechos, puede constituirnos de una manera más «sólida» (si cabe aplicar este tipo de adjetivos al carácter o la personalidad) que el mero examen del pasado como acontecimiento epistemológico.
Quizá, como apuntas, corremos el riesgo de endulzar lo vivido para edificar un «yo» más conveniente con nuestros deseos, pero me parece que el mero hecho de fantasear también implica un poco de introspección, lo cual no pocas veces desentierra esqueletos olvidados.