El pasado no es solo aquello que te ha ocurrido. A veces es aquello que solo has imaginado.
Las tempestálidas, Gueorgui Gospodínov
La memoria es frágil. Partir de esa premisa es considerar, a priori, que cualquier recuerdo que desempolvamos puede ser fragmentario, difuso, erróneo; no pocas veces habremos espoleado a nuestros cerebros perezosos para intentar traer al presente alguna vivencia, algún nombre, alguna cifra… y hemos descubierto —con estupor, sin duda— que aquel momento, aquella persona, aquel número no se corresponden en absoluto con la verdad. A estas alturas de la historia humana se sabe mucho acerca de la memoria y su desarrollo, acerca de la formación de recuerdos, de la generación de impresiones, de los procesos formativos y degenerativos… pero nada de eso consuela (si acaso lo tenemos presente, cosa harto improbable) cuando arrostramos la ímproba prueba de echar la vista atrás y describir con precisión lo que fue. En verdad, lo que sucede a menudo es que nos representamos lo que pudo haber sido, lo que imaginamos que sucedió, si bien no estamos seguros (incluso, por el contrario, estamos plenamente convencidos) de que sea verídico; la historia, entendida como aquello que nos acontece, se ve deformada así por la simple acción de una miríada de sinapsis cuyo denodado trabajo se ve entorpecido por la interferencia poco pragmática de la fantasía y la invención. No obstante, la cita que abre este texto me resulta tan cierta como cualquier vivencia empíricamente comprobable: lo imaginario, lo inventado, también es pasado. Quizá, leída sin más, la frase anterior suene descabellada, pero para aquellos que —como el que suscribe— profesan el credo de la literatura, de la narrativa, será evidente que la imaginación es uno de los elementos que dan forma a la historia personal, al pasado íntimo, al individuo como tapiz de leyendas. «El pasado nunca era solamente el pasado, era lo que hacía al presente apto para vivir consigo mismo», dice el narrador de Inglaterra, Inglaterra, de Julian Barnes; al igual que en las palabras de Gospodínov, hallamos aquí la constatación de que el pasado, la memoria, no es sino un componente maleable de la personalidad, uno de los ingredientes que lanzamos al caldero de la experiencia para construir ese fantasma incoherente, pero indispensable, que es la identidad.
Nuestro carácter, nuestra idiosincrasia, no solo se moldea en función de golpes, aventuras, pérdidas, sonrojos, glorias o gustos, sino también —quizá sobre todo, pero no seré yo quien se arriesgue a apostar a esa carta— en función de lo que creemos ser, de lo que sospechamos ser, de lo que suponemos ser. Las historias, como ha ocurrido siempre, no son simplemente elementos de ocio o divertimento, sino las fibras minúsculas de un ese tapiz que mencionaba; lejos de ser aditamentos accesorios e inadvertidos, son las hebras que elegimos cuidadosamente para sacar a la luz esas figuras que deseamos mostrar en el lienzo definitivo, aunque sigamos enhebrando y desovillando hilos durante toda nuestra desmadejada existencia. Tal vez pienses en la sedicente importancia del recuerdo, en la necesidad de construir una memoria fiable para poder desempañarnos con garantías en sociedad: es cierto que los recuerdos deben ser exactos en algunos casos, pero cuando se trata de dibujar esa acuarela difuminada que es la personalidad… bueno, personalmente creo que la ficción puede ayudar a completar un esquema que, si solo fiáramos a la sensatez del detalle preciso, no podría sino quedar penosamente inconcluso. Nuestra vida se teje (permíteme que abunde en la metáfora textil) gracias a la mezcla de sucesos vividos y de hechos imaginados: solo la combinación de ambos puede construir el esqueleto de eso que llamamos identidad, porque nuestro «yo» precisa de la fantasía tanto como de la realidad; si los acontecimientos reales —me ahorro las comillas, pero bien podrían acotar ese término— nos ayudan a situarnos en el marco, que es el mundo, los irreales nos facilitan la tarea de definirlo, de iluminarlo, de interpretarlo. En su bellísimo libro Las ciudades invisibles, Italo Calvino da cuenta de las narraciones que Marco Polo refiere al Kublai Khan sobre sus viajes; hablando sobre el tiempo, el narrador nos dice que «el pasado del viajero cambia según el itinerario cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un día, sino el pasado más remoto». Así es, en efecto: el itinerario nos proporciona un pasado nuevo, no solo por las experiencias —obviamente—, sino por las fantasías que elaboramos a medida que «viajamos». Marco Polo no solo es un viajero en el más lato sentido del término, sino un fabulador, un imaginador, un narrador; aun siendo un personaje ficticio, representa ese pasado imaginado del que habla Gospodínov en su novela: un pasado que nos forja y nos moldea, que nos define y nos alienta, si bien en él se combinan los hechos cabales y las circunstancias fabulosas. En las monedas se emplea el metal para dar forma, pero se imprime una imagen que representa algo más allá del mero valor de la pieza; de igual manera, nuestra identidad se acuña en la fisicidad de un cerebro que recuerda gracias a sus conexiones neurobiológicas, pero se graba en ella un retrato fruto de nuestra inventiva, de nuestra creatividad, de nuestro ingenio.
Quizá para entender mejor el porvenir, que no es sino otra forma de referirnos a nosotros mismos, nada sea mejor que un pasado edificado sobre las ruinas de recuerdos imposibles, de memorias derruidas. Quizá el proceso de reconstrucción ayuda a sanar nuestra relación con un ayer que, inevitablemente, nos juzga tanto como nos define.
Este tema me fascina, y es algo sobre lo que he hablado en repetidas ocasiones con mucha gente. El pasado es mucho más que lo que «realmente aconteció», son los sentimientos que tuvimos, los futuros que nos imaginamos o los pasados que interpretamos (y reinterpretamos). Y, añadiendo una capa más, aquello que «realmente aconteció» también ocurrió para cada individuo desde una perspectiva personal y única. En conjunto, el pasado es una ilusión que se constituye de muchos pilares (con más o menos fundamento, más o menos compartidos) que nos hace quienes somos y nos permiten tirar adelante.
Al hilo de todo esto (aunque un poco tangencial), siempre me gusta mencionar un estudio que hicieron varios psicólogos a raíz del 11-S. Realizaron encuestas justo después del evento y las repitieron al año, a los dos años y a los diez años. Los entrevistados tenían que mencionar qué recordaban sobre ellos mismos cuando se enteraron del suceso y cómo recordaban el acontecimiento en sí. Curiosamente, al primer año, prácticamente la mitad de los entrevistados habían cambiado el relato sobre su circunstancia al enterarse del evento… y su seguridad con respecto a ello era la misma que después del accidente. Ese nuevo relato, en líneas generales, se mantenía intacto a los 2 años y a los 10 años. Para mí, este estudio de 2015 ( https://doi.org/10.1037/a0015527 ) fue toda una confirmación de cómo reconstruimos el pasado a nuestro antojo.
Este texto me ha hecho pensar —con cierto temblor— en esa delgada línea que separa el relato que nos sostiene del relato que nos engaña.
Porque mientras te leía, no podía evitar preguntarme: ¿no hay algo de autoengaño en inventar el pasado? ¿No corremos el riesgo de edulcorar, de traicionar lo vivido cuando lo coloreamos con lo que querríamos que hubiese sido?
Y, sin embargo, algo en tu texto me disuade de esa sospecha. Porque no defiendes el olvido ni la negación, sino esa forma de invención que, en lugar de borrar, interpreta.
A veces lo que inventamos está lejos de lo que ocurrió, porque lo que busca es comprender lo que ocurrió. En ese sentido, como decía Rilke, “la verdadera patria del hombre es la infancia”… pero no la infancia real, sino la que nos hemos narrado una y otra vez.
Quizá el problema no sea imaginar el pasado, sino olvidarse de que lo estamos imaginando. Y ahí está la clave: en la lucidez con la que tejemos nuestras ficciones. En la conciencia —sí, también ética— con la que decidimos qué hilos sostenemos, incluso sabiendo que algunos fueron prestados por la nostalgia o el deseo.
Me quedo con esa imagen final de la moneda: lo vivido como forma, lo imaginado como huella. Tal vez eso somos: una acuñación entre la materia y el sueño.
Gracias por recordarlo con tanta belleza.