Verdaderos crímenes
Los recuerdos son nuestra ancla en el pasado, aunque no consigan mantener la embarcación inmóvil
…cualquiera que haya vivido mucho tiene, de un modo u otro, sus recuerdos. El problema era que todos esos acontecimientos regresaban ahora bajo un aspecto modificado, completamente nuevo e inesperado, presentándose desde un punto de vista que antes habría sido impensable. ¿Por qué determinados recuerdos le parecían ahora verdaderos crímenes?
El eterno marido, Fiódor M. Dostoievski
La novela corta El eterno marido narra, entre otras cuestiones, el camino de autodescubrimiento de uno de sus protagonistas, Velchanínov, cuando se enfrenta a una situación complicada. Te invito a leerla para disfrutarla (es difícil no hacerlo, tratándose de Dostoievski), pero, para tratar del tema que me ocupa en esta ocasión, su argumento no es tan importante como ese detalle: la transformación que sufrimos a medida que avanza el tiempo de la vida.
¿Quién no ha mirada atrás con algo de vergüenza, cavilando sobre lo que hizo y preguntándose —anonadado— cómo pudo comportarse de aquella forma, proferir aquellas palabras, tomar aquella decisión infortunada? El arrepentimiento, o el juicio a posteriori, forma parte inherente de nuestra alma: me cuesta imaginar que exista alguien que no haya pasado por esa incómoda experiencia de pensar en lo que hizo como si de una ventana a otro mundo se tratase. La cuestión es que, a pesar del dolor, del prurito incesante, del bochorno incluso, aquella persona que contemplamos somos nosotros: distintos, sí, pero en esencia los mismos. Siendo así, ¿por qué, en efecto, nos parecen crímenes aquellos recuerdos cuando los examinamos desde el presente?
El cambio es una constante vital, qué duda cabe; sin cambio no solo no hay evolución, sino que no cabría hablar de existencia, puesto que avanzamos no a pesar de las decisiones que tomamos —y las que no—, sino gracias a ellas. La elección, la resolución, nos conforman como personas y nos brindan la ocasión de aprender, de madurar, de entender algo mejor el entorno en el que nos movemos; una senda lacerante en ocasiones, incluso desgarradora si se trata de acontecimientos importantes, pero insoslayable en este proceso de auto(des)conocimiento que llamamos existir. Precisamente el hecho de modificar nuestras percepciones es lo que dota de sentido a una vida que, de otra forma, sería un eterno transcurrir de monótonas acciones: si no pudieras equivocarte y supieses en todo momento qué debes hacer, cómo debes actuar… ¿qué merecería la pena esperar del futuro?
El otro filo de la navaja de esta cuestión es, por supuesto, la ignorancia de aquello que fuimos, la posibilidad —bien real y, a menudo, inevitable— de equivocarnos. El narrador de El buen soldado, la excepcional novela de Ford Madox Ford, es un ejemplo de ello: recordando su historia se da cuenta (y el lector con él) de que hay algunos hechos que no entiende; mejor dicho: que no entendió en el pasado. «Así fue como lo supe.., la verdad me alcanzó en pleno rostro, por así decirlo. No respondí y supongo que tampoco sentí nada, a no ser que lo hiciera con ese yo misterioso e inconsciente que subyace en la mayoría de las personas». He aquí la auténtica herida que aparece cuando nos enfrentamos con el pasado: la verdad surge para golpearnos, para recordarnos (de la forma más brutal) que somos débiles, incautos, desprevenidos, inocentes, aviesos o apresurados; porque la verdad, casi siempre, solo puede ser reconocida volviendo la vista atrás, viajando con la memoria, pero casi nunca la podemos aprehender aquí y ahora. Por eso al Velchanínov de Dostoievski le parecen «verdaderos crímenes» algunos de sus recuerdos: incapaz de tomar decisiones irreprochables, se encuentra en su presente asediado por los remordimientos de haber actuado mal, de haber elegido mal; lo que entonces le pareció justo, hoy le resulta censurable. Una misma persona, un carácter diferente. Pasado y presente.
Dice Joan-Carles Mèlich en su ensayo La sabiduría de lo incierto que «la lectura forma la existencia transformándola, pero hay que tener en cuenta que las transformaciones, a diferencia de los simples cambios, no pueden ser calculadas». Aunque se refiera en concreto al acto de leer, lo cierto es que arroja una esclarecedora luz sobre esta cuestión: las transformaciones que sufrimos vienen provocadas por nuestras decisiones, pero sus consecuencias son del todo imprevisibles. Podemos —o creemos poder— realizar cambios menores en cuestiones algo más simples: hábitos, costumbres, modos de actuar, procesos, técnicas, etc.; sin embargo, el proceso de transformarnos, de moldearnos para alcanzar un estado distinto, implica toda una serie de descubrimientos que no podemos prever. Quizá por ese motivo nos percibimos de maneras diferentes cuando el tiempo avanza y nos contemplamos desde el futuro, como si en verdad fuésemos seres completamente distintos, personajes irreales que (aún) no conocemos.
Pienso en todo ello cuando observo la omnipresente obsesión que tenemos por cambiar, por ser otros, por destejer aquello que somos con la esperanza de ser otra cosa: tantos artículos sobre cómo evolucionar, tantos talleres sobre cómo ser tu mejor versión, tantos discursos sobre cómo alcanzar tu verdadero «yo»… Es enternecedor comprobar que el desconocimiento de uno mismo conduce, en muchos casos, a dejarse tentar por los cantos de unas sirenas que prometen (sabedoras o no…) una transformación como si se pudiera tener control sobre ella. No creo que sea posible, honestamente. Me parece que la vida es, en sí misma, una serie de transformaciones constantes sobre las que no tenemos tanto influjo como quisiéramos: el quid estribaría, pues, no en perseguir ese cambio (que puede tener consecuencias inesperadas o indeseables), sino en comprender los ya acontecidos para aprender de ellos. La imagen que nos representamos es, a menudo, un ideal que no encarna con fidelidad lo que en verdad somos, porque no hay mejor mentiroso para sí que uno mismo; por el contrario, saber lo que in nuce atesoramos dentro, siquiera de forma vaga, para tratar de condecirlo con nuestro «yo» futuro me resulta mucho más interesante.
Estimado Emi. Hoy has impactado en la diana del cambio. Es algo que vengo unos días comentando en publicaciones de otros autores, donde siempre critico esa postura de mucha gente que dice o piensa insistentemente que «las personas no cambian». Yo soy de los que piensa que, como personas, estamos siempre en constante cambio. Pero tú, como siempre, le has dado un giro magistral a mis pensamientos.
Soy consciente, y lo he vivido en mis carnes, que el cambio, la evolución y transformación personal son procesos inevitables y necesarios, pero también dolorosos y a menudo imprevisibles. A veces para bien, a veces para mal. Pero son procesos de los que siempre SE APRENDE.
Agradezco profundamente tu reflexión, porque creo que tú añades algo más a mi ecuación, a lo que siempre he pensado y comparto contigo. Y es el papel del arrepentimiento en nuestra vida. Ilustras maravillosamente cómo nuestras decisiones pasadas moldean nuestro presente y cómo el enfrentarnos a esos recuerdos, a veces incómodos, puede ser una fuente de autoconocimiento.
Comparto tu visión de que la verdadera sabiduría radica en comprender y aprender de nuestras transformaciones pasadas, en lugar de obsesionarnos con un cambio idealizado.
Genial como siempre Emi.
Gracias por estar. ❤️
Cuando tuve muchos problemas en mi primer destino después de aprobar la oposición, una persona me dijo que en la vida o se gana o se aprende. Tengo mis dudas en cuanto a lo de "ganar", que es muy subjetivo y no se sabe nunca las cargas que trae, pero no en cuanto a lo segundo. Aprendemos hasta que la cabeza no nos da para más, porque es una necesidad psicológica y evolutiva: sin ese aprendizaje, nuestros antepasados no hubieran podido encender fuego o desarrollar la rueda. Y, sin él, nosotros no podemos aprender de los errores pasados: pero en dicho "aprender" siempre hay una "noción" de arrepentimiento.
Cuando uno aprende a sumar, a restar, a multiplicar o dividir y se equivoca, primero, tiene que ver en qué se ha equivocado y, luego aprender de ello para no equivocarse en el futuro, que es el arrepentimiento. Cuando te confiesas (me da igual que los demás no crean o no sean católicos practicantes), una de las "conditio sin qua non" para que la confesión sea válida es precisamente el arrepentimiento, la voluntad de no "pecar" más, por lo que incluso en ese caso, estamos en continua evolución y en un intento de hacer la mejor versión de nosotros mismos.
No creo que eso sea un "crimen", salvo que efectivamente se haya cometido un delito o una acción terrible (hay gente que no mata pero le falta poco). Simplemente no somos omniscientes ni omniconscientes: como decían los romanos, "errare humanum est".
PS: he unido dos cuentas y hay personas que no se han pasado a la cuenta en la que estoy ahora. Lo lamento pero Substack tiene algunos defectos de bulto y uno de ellos es la imposibilidad de cambiar el mail sin cambiar la newsletter y la imposibilidad de fusionar cuentas de forma automática... 🧐