El conde, por su parte, había optado por llevar una vida pausada y resuelta. No sólo evitaba darse prisa para llegar a sus citas (hasta el punto de no llevar reloj), sino que además sentía una gran satisfacción cada vez que se le presentaba una oportunidad de asegurarle a algún amigo suyo que ningún asunto mundano tenía prioridad ante una comida de placer o un paseo por la orilla del río.
Un caballero en Moscú, Amor Towles
La historia que se narra en la novela de Amor Towles (curiosa, si bien artísticamente ramplona) tiene mucho que ver con el tiempo: el conde Rostov se ve condenado a permanecer en el hotel Metropol so pena de ser arrestado y ejecutado durante los años de la Revolución Rusa. Sin entrar en detalles, la trama de la obra nos mostrará a un decadente —si bien refinadísimo— noble que, de un día para otro, se ve en posesión de un caudal desconcertantemente grande de tiempo a su entera disposición; queriendo imponerle un castigo, sus jueces le proporcionarán unas condiciones inestimables para disfrutar de cada segundo de su existencia.
Más allá de lo singular del libro, lo cierto es que el tiempo es, literalmente, un lujo: disponer o no de él no suele depende de ti o de mí (qué más quisiéramos…), sino de las circunstancias en que nos encontramos, de las elecciones que tomamos a lo largo de la vida y, no menos importante, del azar. El tiempo es visto como un bien inefable, intangible, sutil, que se erige hogaño como la aspiración suprema dentro de una sociedad que aspiró y conquistó los bienes materiales (sí, solo algunos lo hicieron…), pero que no encontró la piedra filosofal para tornar estos en su ansiada felicidad. Incapaces de crear nuevos dioses a los que adorar, superados —por el momento— los aparatos tecnológicos, las segundas residencias, los viajes de descubrimiento y las experiencias (cursiva irónica), la humanidad se ha visto abocada a buscar un elemento que se convierta en el becerro de oro al que ofrendar nuestros desvelos con la esperanza de obtener alegría.
«Así como riquezas abundantes y propias de un rey, si caen en mal dueño, al momento se disipan […], así nuestro tiempo de vida rinde mucho a quien lo administra bien», decía Séneca en Sobre la brevedad de la vida. En efecto, el empleo del tiempo es, en sí, una virtud, ya que su máximo placer solo vendrá decantado si sabemos disponer de él con sabiduría y previsión. La vida, con sus obligaciones y cargas, no suele ser pródiga en este aspecto, y quizá por ese motivo en nuestros días aquel se ha tornado aún más valioso de lo que siempre ha sido. Solo en la infancia, en los primeros años de la existencia, cuando hay quien vela por nosotros para que no tengamos que vernos impelidos al caos de la rueda social, podemos dilapidarlo como inocentes borrachos. Dice Natalia Ginzburg (en su libro Las pequeñas virtudes) de un conocido: «Sus días eran, como los de los adolescentes, larguísimos, y estaban llenos de tiempo». Porque es en ese tránsito eviterno y fugaz hacia la vida adulta —por desgracia— cuando todo lo humano parece infinito y los días jamás se terminan entre juegos y sueños y despreocupación.
Cuando ese infinito queda atrás, nos damos cuenta de que el tiempo es un recurso dolorosamente escaso, principalmente por dos motivos: por su brevedad y por su precio. Lo primero marca nuestra comprensión de la finitud de la vida y nos transforma, queramos o no, en perecederos adultos (quizá con alguna ilusión de menos); lo segundo no es tan evidente, pero se sufre día a día dentro de la jaula de oro que nos impelen a construirnos a base de todas esas «divinidades» de las que te hablé unas líneas más arriba. Ignorantes de lo caro que puede ser, tendemos a pensar en el tiempo como algo de lo que podríamos disponer, pero no lo hacemos por algún tipo de tara intrínseca: mala organización, dispersión cognitiva, aficiones poco «productivas»… Y en la mayor parte de los casos lo único que nos separa de ese disfrute, de esas horas de placer que apenas soñamos esbozadas, es el lujo. Por ese motivo, la novela de Towles (más allá de una historia amable e inocente) es una artera representación del tiempo como elemento vital: aunque se quiere pintar al conde como víctima que se sobrepone a sus circunstancias, en realidad lo fundamental es que, de no tener la fortuna de disponer por completo de su tiempo (sin obligaciones o tareas), su encierro le volvería loco. De ahí que las prisiones impongan trabajos e imposiciones a los presos: no se trata solo de privar de libertad, sino también de evitar que el tiempo sea propio.
«El hombre feliz necesita de los bienes corporales y de los externos y de la fortuna, para no estar impedido por la carencia de ellos», afirmaba juiciosamente Aristóteles en su Ética Nicomáquea. El lujo, considerado como la abundancia de medios, es un seguro proveedor de tiempo; creer que una vida de obligaciones inexorables y de privaciones soslayadas puede ser pródiga en tiempo es caer en una falacia contemporánea urdida para poner todo el peso de esa injusticia sobre los individuos y no sobre el sistema. Por eso hace más de dos mil años un filósofo ya sabía que la felicidad viene, en buena medida, de la mano de la fortuna: carecer de recursos, aunque se haya romantizado en los últimos tiempos, no suele conllevar una vida placentera ni mucho menos ofrecer tiempo para el goce. «En la riqueza, el dinero, las casas, las tierras, los bienes inmuebles, en las cosas buenas de este mundo, ahí sí que hay algo tangible, algo que se puede conservar y disfrutar», nos dice el narrador de Las torres de Barchester, de Anthony Trollope; las cosas buenas se disfrutan —entre otras cosas— porque tienden a llevar aparejado el tiempo para ello. Y el lujo es conditio sine qua non para tener ese tiempo.
Disfrutar del tiempo es algo que nos planteamos mucho últimamente. Creemos que pasa por un equilibrio entre acción y contemplación. Estar siempre ocupados (con cosas de provecho o con "experiencias") nos distrae de experimentar la vida plenamente y nos lleva a acciones generalmente poco acertadas por ser poco meditadas. En nuestra sociedad el factor que menos suele estar presente es la contemplación. Guardar silencio, observar, integrar lo vivido. No intentar llenar los silencios con palabras o estímulos externos, simplemente estar. El baile entre acción y contemplación es lo que da ritmo a la vida y enriquece el tiempo del que disponemos, sea mucho o poco. Hay una especie de broma entre meditadores que dice "Si no tienes tiempo para meditar, es que necesitas meditar".
Ya lo dijo William Penn, el tiempo es lo que más queremos, y lo que peor utilizamos.