Una vida llena de problemas
¿Es mejor disfrutar de una vida sin preocupaciones? ¿Reside la felicidad en el hecho de no verse aquejado de sinsabores u obstáculos?
La vida, por tanto, está llena de problemas. […] Los problemas surgen de la fricción con la realidad, de las ganas de entenderla y actuar en el mundo. Y de nuevo todos tenemos esas ganas, así que los problemas son la forma de poner en concreto las ganas de entender y actuar sobre la realidad. En definitiva, el que tiene problemas y se hace preguntas tiene ganas de vivir.
La virtud de pensar, María Ángeles Quesada
Si prestas atención te podrás dar cuenta de que buena parte de los mensajes que recibimos acerca de cómo afrontar los problemas son dicotómicos: o bien le restan importancia, o bien consideran que puedes superarlos sin más. En cualquiera de los casos, no obstante, existe un patrón: el problema en sí carece de profundidad; es un mero estorbo, una china en el zapato que molesta y se te clava, pero no entorpece tu caminar. Esas corrientes actuales, sean de autoayuda vitamínica, psicología de retales, estoicismo incel o emprendeduría de gimnasio, solo se centran en la solución, en el mañana, en el estado de beatífica felicidad en el que estarás dentro de cinco minutos: da igual la causa del problema, ni siquiera su consecuencia existirá, porque debes dejarlo atrás de un modo u otro.
El problema de los problemas es que escuecen. Nos inquietan, nos sacuden, nos preocupan, nos desvelan, nos queman. Minimizar su aparición o creer que son puntuales grietas en nuestra vida es algo infantil; somos como niños que se tapan los ojos en mitad de una habitación mientras juegan al escondite, creyendo, en nuestra bendita inocencia, que nadie reparará en nosotros si no les vemos. Y los problemas, como la realidad, no desaparecen al bajar los párpados.
Cuando somos instados a eludir los problemas, a no considerarlos y no pensar en ellos, nos limitamos a barrer el polvo bajo la alfombra. Claro que es doloroso e inquietante encarar las dificultades; tú, al igual que yo, habrás sufrido en alguna ocasión un revés que te ha sacudido, que te ha desequilibrado y te ha obligado a reevaluar ideas, creencias o emociones. Pero me parece que ahí radica la cuestión: los cambios inesperados al darnos de bruces con la realidad, al sufrir esa fricción de la que habla Quesada en su ensayo, son los que pueden ayudarnos a calibrar la brújula. «¿Se teme el cambio? ¿Y qué puede producirse sin cambio? ¿Existe algo más querido y familiar a la naturaleza del conjunto universal? ¿Podrías tú mismo lavarte con agua caliente, si la leña no se transformara?», decía Marco Aurelio, ese autor tan venerado por los mercaderes del bienestar, en sus Meditaciones. Aguantar sin más el embate del dolor no es sinónimo de estoicismo, sino de estupidez; de la misma forma, fantasear con una solución mágica que acaecerá sin más intervención que nuestros deseos no es más que inocencia. Como seres humanos —adultos— deberíamos ser conscientes de que las dificultades se afrontan con responsabilidad y humildad.
Esa humildad pasa por reconocer las preguntas que surgen a raíz de esos problemas. Preguntas que, muy posiblemente, no tengan una respuesta clara y mucho menos inmediata; preguntas que herirán nuestras convicciones y arremeterán contra nuestras expectativas; preguntas que cortarán la maroma que nos sujetaba al muelle y nos dejarán perdidos a la deriva. Las personas somos caracoles dentro de una realidad que nos impone obstáculos y no podemos reaccionar con facilidad. Refiriéndose a la sensibilidad hacia el arte, Henry James afirmaba que «Se requiere espacio para sentir, se requiere tiempo para saber, y tanto los grandes organismos como los pequeños necesitan hacer pausas, mayores o menores, para posesionarse de sí mismos y mantenerse alerta.» Lo mismo puede decirse de la actitud que empleamos al arrostrar el dolor: necesitamos espacio para sentir y tiempo para saber; las respuestas fáciles nos hurtan ambas cosas.
Los problemas suscitan preguntas porque, como seres humanos, la incertidumbre nos remueve. Sin embargo, la sociedad actual ha generado una tendencia a eludir esas cuestiones, a proporcionar vendajes en forma de lemas o comerciar con remedios espurios. Compasión por uno mismo, personas tóxicas, conocer culturas ajenas, visualizaciones del futuro, establecimiento de propósitos… Todo ello puede parecer inocuo, y en verdad lo es aisladamente, pero lo cierto es que esas ramplonerías nos sitúan en una posición de rechazo, de negación, cuando son las preguntas las que nos mueven por dentro y nos regalan las ganas de vivir.
Ya te he hablado en otras newsletters de ello, pero creo con firmeza en el valor de la duda como motor no solo de acción, sino de vida. No existen las respuestas simples porque el mundo no lo es: reducir cosas como la muerte, el abandono, la pérdida, el sufrimiento o la angustia a infusiones para el alma no solo es tratarnos como cobayas ignorantes, sino faltarnos al respeto como personas. Los problemas son reales y dolorosos: no siempre tienen solución y, en algunos casos, no nos ayudan a sanar heridas o comprender sucesos. Sin embargo, la vida es también ese dolor, es angustia y desesperación; pero todo ello nos mueve a la reflexión y la duda, y son estas las que nos sumergen en la vida, las que nos otorgan condición de seres racionales.
Los problemas nos recuerdan que la existencia es cruel, pero también prometedora. Como ocurre casi siempre, encontrar el justo medio entre la desesperanza pasiva y la fútil ilusión es lo que consigue que tengamos ganas de «estar en el mundo» y encontrar nuevas preguntas que hacernos. El dolor no es ningún regalo, pero pensar en los porqués es lo que nos hace avanzar. A pesar del esfuerzo.
Me hiciste recordar lo que Dante dijo sobre el dolor:
"Quien sabe de dolor todo lo sabe".
Gracias por compartir tu desazón con la cursilería del "si quieres puedes" que está instalada en la sociedad de estos tiempos. Gracias por hacerme recordar que es vital transitar los escollos de la vida, así como aceptar que nos atraviesa la misma.
Abrazos.
Coincido con la reflexión general y aquello que criticas: es evidente que hay que operar en aquello que no anda cómo debiera o nos gustaría para modificar sus efectos, pues si no lo hacemos, los efectos seguirán ahí. La técnica del avestruz no es muy recomendable.
También coincido con la utilidad del dolor, es más, creo que es de vital importancia observar qué nos agrada y desagrada para adecuarnos a cómo somos ahora; pero analizando la utilidad de nuestras preferencias y sabiendo que son susceptibles de cambio. No tiene sentido cambiar aquello que no hace mal, pero sí lo tiene cambiar lo qué hiere. Cambiar a un mayor bien puede ser recomendable, pero no cómo el burro que persigue zanahorias que degustará una vez muerto.
Finalmente, en los deberes morales, es evidente que uno debe asumir cierto dolor por el bien de otro.
No obstante, y por dar la tabarra un rato, me gustaría añadir que partes de un presupuesto que es discutible. Asumes el concepto de problema como algo dado "ahí fuera", real y definido, pero: ¿a qué aplicamos esa noción?
Si la aplicamos a un impedimento técnico para alcanzar un fin o desarrollar una actividad, como un obstáculo que nos impide avanzar o la necesidad de enyesar un brazo roto, me parece bien y obvio.
Me parece que aplicas la misma noción a instrumental a otros aspectos de la vida, tales como la enfermedad de un ser querido, el no sentirse "realizado" (nunca le vi utilidad al concepto) o, más en general, no poder satisfacer algunos deseos.
Entonces, problema es sólo aquello que impide la realización de cierta finalidad. La cuestión siguiente es obvia: ¿qué finalidades deberían preocuparnos?
Porqué, en función del fin, habrá problema; y sin el fin, habrá un mero suceso más (del cuál, en la mayoría de ocasiones, no nos daremos ni cuenta). Que cada cuál juzgue sus fines, pero me atrevo a sugerir una doble distinción para evaluar las cosas: necesidades/deseos y carencias/beneficios. Quizás se entienda mejor si añadimos una tercera distinción que entronca con tu artículo sobre el perfeccionamiento: en acto y en potencia.
La vida tiene muy pocos problemas; o mejor, la vida puede (y debería) tener muy pocos problemas. Visto así, tirarse los "problemas" a la espalda es un sabio consejo, siempre y cuando se añada que lo es porqué no son problemas y que tal juicio debe realizarse con cabeza. Tus artículos semanales y las reflexiones que suscitan hacen mejores los viernes; espero que su ausencia no se convierta en un "problema" para mí.
Saludos,