Una partícula de polvo
Si el ser humano es un grano de arena en el infinito universo, su importancia tiende a desaparecer por completo en tiempos conflictivos
Las autoridades y los organismos militares que dirigían el aparato bélico tampoco dormían y, mientras nosotros nos embriagábamos con utopías, habían aprovechado con creces los tiempos de paz para preparar y organizar a las masas y en cierto modo tenerlas disponibles y prontas para hacer fuego. Ya entonces, en medio de la paz, el servilismo general había adquirido proporciones increíbles gracias al perfeccionamiento de la propaganda y a que teníamos muy claro el hecho de que, tan pronto como la radio transmitiera a todos los hogares la orden de movilización, no habría oposición alguna. El hombre era una partícula de polvo sin voluntad que no contaba para nada en aquel momento.
La impaciencia del corazón, Stefan Zweig
Somos un hálito fugaz en mitad de la noche; un pestañeo del universo; una partícula de polvo que flota en la inmensidad. Somos nada. Y, aun así, aspiramos a todo y soñamos con la gloria. Nuestra naturaleza infinitesimalmente minúscula no ha llegado a ser un obstáculo para que nos desarrollemos y nos convirtamos en la especie dominante de este mundo complejo y repleto de adversidades. Superamos los desafíos de la Tierra y nos erigimos en reyes de un planeta que, por lógica, debería habernos aplastado como los seres insignificantes que somos. Pero aquí estamos, varios siglos después de que un antecesor pusiera sus hirsutos pies sobre el suelo y se irguiese para otear el horizonte.
Quizá con la evolución de la inteligencia (o a pesar de ello) hemos llegado a olvidar esa fragilidad, esa debilidad que ostentamos frente a un universo lleno de peligros y amenazas: sobrevivimos a enfermedades, arrostramos galernas, escalamos cumbres, dominamos otras especies, creamos invenciones casi fantásticas… Es casi una broma el hecho de que hayamos concebido figuras divinas cuando, por lo común, nos tomamos a nosotros mismos como dioses omnipotentes, sin parangón en el universo conocido.
Pero la vida —el élan bergsoniano, tal vez— se esconde en todos los rincones del ser, y siempre encuentra el momento de hacerse notar, de darnos un leve toque de atención para recordarnos que, pese a la mitología que hemos levantado en torno a nuestras fantasías, no somos más que una mota de polvo en un vendaval. Podemos disfrutar de la paz absoluta, de la calma apacible, del amor fulgurante, de la alegría embriagadora… para encontrarnos un día, sin indicio que nos prevenga, con el caos ignoto que es único dueño y señor de esta realidad que hollamos. Nada nos prepara para ese día, aunque en nuestra soberbia (imprescindible, por otro lado, para vivir una existencia que no nos suma en la locura) jamás pensemos en el escenario aterrador que se oculta tras el telón del teatro del mundo. Y si existe un acontecimiento horrendo por antonomasia, un hecho sobrecogedor desde todos los puntos de vista, es la guerra. Es en el enfrentamiento donde se percibe con cruda certeza la insoslayable nimiedad que es el hombre: como expone Zweig con terrorífica claridad, no contamos para nada en ese momento.
Dice un personaje de Antagonía, de Luis Goytisolo, que «sólo hay una clase de guerra comprensible: la guerra civil. La guerra que permite al individuo proyectar sobre la sociedad las cicatrices de su personalidad enferma». Quizá, como personas, en nuestro fuero interno necesitemos justificar la participación —o no— en determinados actos; la propia disfunción, la «personalidad enferma» podría considerarse una explicación, pero nunca una justificación. Y es que nada puede explicar con razón suficiente el hecho de que cientos, miles, millones de seres afronten la aniquilación bajo excusas tan flébiles como la patria, el orgullo, la afrenta, la raza o cualesquiera otras fantasías. El problema estriba en esa embriaguez a la que se refiere el escritor austríaco, que experimentó dolorosamente dos guerras mundiales y contempló desolado cómo el mundo olvidaba lecciones que jamás debían haberse desvanecido en la memoria colectiva; una embriaguez que emana, casi siempre, de grupos de interés y que consigue soliviantar los ánimos de muchos para ponerse al servicio de unos pocos. Leemos en El arte de la guerra, de Sun Tzu «La guerra es el arte del engaño»; una máxima que se puede utilizar como ejemplo en una formación de directivos, pero que no hace sino mostrar sin ambages la naturaleza mendaz del conflicto. No se trata de gloria, de pueblos, de honor, de venganza, de reparación… solo hay mentira. Pura mentira. Gracias a ese engaño, el grupo erigido en guía (como hablábamos hace unas semanas) puede utilizar su ascendiente sobre los individuos para ejercer presión, para susurrar cantos de sirena que anulen la voluntad, como bien narra Zweig.
Por eso, y tornando una vez más al leitmotiv de esta newsletter, el conocimiento nos hace poderosos frente a la deshumanización de la mentira; solo con lógica, razón y discernimiento podemos poner en duda los mensajes interesados. En El sabotaje amoroso, la narradora advierte: «…todas las guerras son la guerra de Troya, y a todas las causas nobles en nombre de las cuales se libran les importa un bledo»; quizá porque las nobles causas no existen más que en la mente de algunos iluminados y en las fantasías de algunos prosélitos. La voluntad es la mejor arma a la hora de enfrentarse al engaño y el bulo; y esa voluntad debemos (re)crearla mediante la acción conjunta. Como exponía Hannah Arendt, aislarse del mundo, obviar sus meandros y obstáculos, conduce a perder la capacidad de actuar; y para «conectarse» al mundo, para formar parte de él, necesitamos la sabiduría, el estudio, el pensamiento. Es preciso construir una coherencia que nos otorgue el poder de distinguir, de valorar, para así juzgar con precisión aquello que vivimos.
Sin esa coherencia íntima, sin ese rescoldo de saber, tan solo somos partículas de polvo sin voluntad.
Madre mía, Emi. Cada vez que te leo, mis pensamientos e ideas se revolucionan.
Me encanta tu reflexión profunda y existencialista sobre nuestra naturaleza humana y nuestra posición en el vasto universo. Me maravilla cómo lo has resumido: «Somos nada». Es perfecto. Es casi una meditación lírica y filosófica sobre la condición humana.
El ser humano sufre de una amnesia galopante respecto a nuestra propia vulnerabilidad frente a un universo impredecible y hostil. En mi humilde opinión, esto se debe a que en estos tiempos modernos tendemos, como sociedad, a encapsular y acotar en parcelas aquellas cosas que nos incomodan, que nos dan miedo, que no nos gustan o que podrían borrarnos del mapa. Vivimos en un continuo bienestar, una zona de confort que quizá sí nos hayamos ganado debido a nuestra resiliencia, fortaleza y aspiración a la grandeza. Pero hemos olvidado de dónde venimos. Tendemos a olvidar nuestra historia, y eso es lo peor que puede pasarnos.
Como seres humanos, y no sólo a nivel colectivo, deberíamos reflexionar más sobre nuestra verdadera posición en el universo y sobre la impermanencia de nuestras conquistas y certidumbres.
Es un placer leerte, siempre.
Gracias por estar. ❤️
Relativizarnos es un ejercicio tan necesario como impracticado. Usando la expresión clásica, “sub specie aeternitatis”, bajo la perspectiva de la eternidad, efectivamente no somos nada. La historia también nos ubica en un insignificante rincón. Pero particularmente la geológica, para quien solo somos un pequeño parpadeo. La vida entera, incluso, apenas es capaz de ocupar una estrechísima capa superficial de la Tierra. Parece que somos una frágil excepción en este vasto, desconocido e inhóspito universo.
El problema de necesitar un sentido para nuestra existencia es que, con mucha frecuencia, nos damos mucha más importancia de la que probablemente tenemos. Y conviene recordarlo proactivamente para estar mejor preparados para cuando tengamos que constatarlo a la fuerza, ya sea en la guerra, o en un evento mucho más cotidiano, aunque no por eso deja de ser tabú en nuestros tiempos: la muerte. Esa caducidad es la que recurrentemente nos recuerda la futilidad de nuestra vida. Es en los tanatorios donde, no por casualidad, más se repite el “no somos nadie”.