Cuando vemos una aglomeración por la calle, inmediatamente vamos a mirar qué la ha provocado: la muchedumbre se convierte ella misma en un marker. Pero, como hemos visto, a su vez, el marker se convierte en una atracción turística. Como dice John Urry: «El resto de la gente ambienta un lugar. Indica que ese es el lugar en el que estar y que no es necesario estar en otra parte. Y los turistas se convierten en algo que los otros turistas miran, en una mirada recíproca y casi autosuficiente […]. La presencia de otros turistas, personas exactamente como nosotros, es de hecho necesaria para el éxito de lugares cuyo éxito depende de la mirada turística colectiva.»
El selfie del mundo, Marco d'Eramo
Es probable (quizá coincidas conmigo en esto) que uno de los impulsos que nos muevan más a menudo en nuestra vida sea el de la distinción; no solo —aunque, por supuesto, se da— la meramente ostentosa, visible, que marca la diferencia en la estética o la moda, sino en la personal, la íntima, la que instituye una clara línea entre lo que «somos» y lo que los demás «son». Coqueteamos con el pecado capital de la soberbia para construir una entidad que presente unos rasgos distintivos frente a esa masa a la que consideramos como tal en virtud de las cosas que nos diferencian de ellos: solo mediante lo negativo, por curioso que parezca, vamos fabricando una personalidad positiva o constructiva, actuante, capaz de ensamblar ese conjunto de elementos al que llegaremos a denominar «yo» sin saber exactamente a qué nos referimos. Tal vez este hecho puede parecernos paradójico, incomprensible, incluso perturbador, pero pienso que esa confrontación entre la sociedad y el individuo es una ordalía insoslayable que define el tipo de persona que devendremos y que proporciona detalles valiosos acerca de cómo leemos nuestras relaciones con el entorno.
El viaje ha supuesto tradicionalmente una manera exquisitamente distintiva de tantear esas relaciones. Todos pertenecemos a una comunidad y, por lo tanto, nos hemos ido definiendo por mor de las comparaciones que establecemos con esos otros individuos con los que compartimos rasgos, costumbres, lugares, leyes, tradiciones y modos; sin embargo, cuando nos desplazamos las conexiones se rompen, el tejido se deshilacha: comprobamos así que la máscara que en su día construimos —que, en verdad, seguimos perfilando y confeccionando día a día— no sirve para relacionarse con esos otros individuos que, siendo como son muy similares a nosotros y a los que ya conocemos, en realidad distan tanto de nuestros marcos mentales como la estrella más lejana. Quizá por este motivo se ha ido labrando esa absurda creencia en que viajar «abre la mente», como si una mente pudiera moldearse simplemente por la mera interacción social, como si nuestro pesado bagaje de creencias, hábitos y prejuicios pudiera verse alterado por un intercambio de saludos en otro idioma o la contemplación de un paraje desconocido. En realidad, el viaje ha constituido habitualmente una simple rutina de distinción. Los viajeros establecían su estatus diferenciador frente a sus iguales, frente a su comunidad, mientras que hacían ostentación de otro estatus aún más singular frente a los individuos con los que trababa relación en su periplo. De hecho, hasta hace bien poco los motivos para desplazarse y «ver mundo» eran fundamentalmente aristocráticos —en el sentido más etimológico del término (ἄριστος)—, de manera que las interacciones entre el visitante y el lugareño se circunscribían a estrictas normas jerárquicas en función del poder (económico, político, social) que unos y otros ostentaban.
Todo ello, no obstante, parece haber cambiado mucho en tiempos recientes. Un acto que servía como experiencia distintiva, tanto en su vertiente más cercana a la formación del carácter como en la relacionada con el poder, ha ido tornándose inocuo en ambos casos. El viaje, hoy día, se ha transformado en una experiencia colectiva, una subsunción en esa masa canettiana que engulle y homogeniza, que despoja el individuo de esos rasgos que con tanto afán buscaba en su desesperado intento de establecer una distinción con el resto: «si les dan a elegir entre un "original" inconveniente o una réplica adecuada, una gran proporción de turistas optaría por la copia», se burlaba el irónico narrador de Inglaterra, Inglaterra, de Julian Barnes; y así nos topamos con un ejército de viajeros que, lejos de afrontar ese periplo como un camino de auto(des)conocimiento, se transforman ellos mismos en un lugar, un destino, una atracción. La distinción, fuera ostentosa o privada, se degrada en pose, en vacío, en grey. Nada queda del descubrimiento feliz o el aprendizaje sereno: ahora la mirada es recíproca, puesto que carecemos de una original. Decía Pessoa: «¿Viajar? Para viajar basta con existir»; quizá hogaño no podemos aspirar a lo primero sin tener plena conciencia de que estamos dejando de lado lo segundo.
Esta otra cita de Marco d'Eramo viene muy al caso:
«Resulta tremendo presenciar la agonía de tantas ciudades. Espléndidas, opulentas, ajetreadas, han sobrevivido durante siglos, a veces milenios, a las vicisitudes de la historia: guerras, pestes, terremotos. Pero ahora, una tras otra, se están marchitando, vaciando, transformándose en decorados teatrales en los que se escenifica una pantomima sin vida. Allí donde antes vibraba la vida y la humanidad irascible se abría paso empujando, a empellones, ahora solo hay bares para el aperitivo y puestos de recuerdos (todos iguales) que ofrecen "especialidades locales": muselinas, batiks, prendas de algodón, pareos, pulseras. Lo que antes era un torrente vivo, lleno de
gritos y animación, está ahora pulcramente reducido a un folleto turístico.»
Hoy en día, lo realmente distintivo, parece quedarse en casa.
"Y los turistas se convierten en algo que los otros turistas miran" en un ejercicio palpable del egotismo que nos invade.