Tu «yo» no eres tú
La paradoja existencial por antonomasia es esta: si la vida es cambio, ¿mi yo del presente no es el mismo que mi yo del pasado? ¿Existen conciencias propias diferentes?
El pasado no es pintoresco cuando formas parte de él. Lo es sólo si lo contemplas desde una distancia prudencial, más adelante, cuando puedes verlo como un decorado y no como la forma que tu vida se ha visto obligada a adoptar.
Ojo de gato, Margaret Atwood
Es potestad del ser humano el vivir su vida pudiendo proyectarse hacia delante y hacia atrás en ese lábil continuo que es el tiempo; a diferencia del resto de especies, parece que somos los únicos seres capaces de «escapar» de nuestra jaula de años y arrugas para fantasear con lo que fue, es y será. Ese suspiro al que denominamos existencia se puede convertir, por arte de sinapsis neuronales, en un proyector de cine a escala casi cósmica. Pero ya sabía el bueno de Heráclito que ese tiempo que creemos nuestro es tan fugaz como nuestras obsesiones y escapa a la misma velocidad: panta rei o, como diría nuestro Machado, «se hace camino al andar».
La paradoja es que, como falibles máquinas que somos, no podemos renunciar al intento de apresar el tiempo bajo la apariencia de decisiones: juicios que adoptamos basándonos en la suposición de que conocemos aquello que ha sido y que, con algo de suerte, podremos prever aquello que sucederá. Creemos que ese líquido teñido de recuerdos se detuvo tras nosotros al vadear la corriente y ahí quedó, esperando a ser libado en forma de conjeturas o deducciones que nos faciliten el futuro. Aunque sepamos en nuestro más profundo ser que todo es volátil, no conseguimos evitar esa equivocada certeza de que el pasado es un diario en el que podemos leer lo que fue para escribir un mañana mejor.
Pero el ayer, como aduce Atwood, solo es pintoresco cuando lo miramos desde el hoy; desde nuestro hoy. La arrogancia que nos convirtió en dioses nos ayuda a tomar ese pasado como un sólido pilar para establecer conclusiones, proferir argumentos y consolidar teorías, cuando, en verdad, no hacemos sino trastabillar en mitad de unas arenas movedizas. Dice la autora que ese pasado es solo «la forma que tu vida se ha visto obligada a adoptar» y dice bien: los momentos que juzgamos a posteriori son solo recuerdos, instantáneas que inventamos, escolios que hacemos al margen de un texto cuyas líneas se desvanecen como escritas en el agua, al igual que el nombre del poeta.
La paradoja, de nuevo, es el hecho de que aquel «yo» que tomó decisiones, escogió alternativas o adoptó resoluciones no es este «yo» tuyo que ahora recuerda todo con la soberbia seguridad del que repite una lección aprendida; este «yo» de hoy no acepta que lo que toma por escrito en piedra, lo que toma por seguro, no sea más que un dibujo emborronado por la mano ingobernable de un niño.
Antonio Monegal explica lo siguiente en su ensayo Como el aire que respiramos: «Esta conexión entre temporalidad y narratividad la argumentó Paul Ricœur: si la historia, la ficción o el testimonio recurren a la narración para dar cuenta del pasado se debe a que el ser humano organiza su experiencia del tiempo según una estructura narrativa. Somos relato». Ese relato que somos es, como las propias creaciones de ficción, un flujo de ideas y sueños, un constante devenir que nos lleva por múltiples caminos. Es imposible contar dos veces la misma historia, porque en cada pluma, en cada voz, en cada nota esa historia se tornará diferente y única.
Si hace poco reflexionaba contigo sobre la coherencia, estos pensamientos de hoy vuelven, en verdad, sobre esa misma cuestión. Es difícil encontrar conexiones sólidas entre nuestros diversos «yos» a lo largo de la vida: por eso, cuando miramos hacia atrás, lo que vemos no es un conjunto de decisiones o compromisos, sino una serie de ficciones que (re)creamos continuamente. El pasado, en palabras de Atwood, es un decorado que enmarca momentos que contemplamos, pero de los que —ya— no formamos parte. De ahí la imposibilidad de mantener una cierta coherencia en cuanto a nuestra personalidad: en realidad, esta no existe como tal, ya que se trata de una amalgama de tentativas, suposiciones y azares.
Si la neurociencia nos desvela la fragilidad de ese constructo que es la propia realidad (y la percepción que tenemos de ella), es evidente que, como consecuencia, nuestro «yo» es una proyección de esa lábil mezcla de sensaciones y estímulos. El relato del que hablaba Monegal muta conforme nos adaptamos a ese constante cambio, haciendo de la historia un cúmulo de puntos de giro y cliffhangers que ni siquiera nosotros mismos somos capaces de anticipar. Pensamos en nuestra voluntad como un elemento que cimenta nuestra personalidad (a expensas de Spinoza o Schopenhauer), pero incluso esa característica es, en realidad, una ficción creada por nuestras neuronas, siempre tratando de aprehender sucesos que se representarán en nuestra mente modificados y reinterpretados.
Y, no obstante, a pesar de todo, tu «yo» y el mío siguen siendo eso: «yos» que constituyen un ancla en la tormenta, un faro en la noche, un lugar seguro al que retornar tras un viaje. Ficción o no, lo cierto es que edificamos esa construcción con la esperanza de que su ilusoria solidez nos proteja, nos serene, y en la mayoría de casos así es. Seguro que cuando relea estas líneas tras publicarlas, o quizá cuando tú las releas dentro de un tiempo, no seremos los mismos; y, pese a todo, seguiremos actuando como tales.
Me siento muy identificada con este tema. Somos relato. Somos esa narrativa que vamos creando sobre el pasado, el presente y el futuro (lo que queremos ser, lo que deseamos). Muy interesante.
Estoy de acuerdo contigo y aún así siento que tenemos que agarrarnos a algo. Como dices el pasado puede ser una simple ilusión óptica, pero eso no significa que no sea suficiente para mantener una coherencia en el cerebro. Incluso si el resultado es una realidad artificial lo importante es la función que hace, atando cada "yo" para crear ese relato del que hablas y a partir de él definir una personalidad y proveer a tu vida de significado. Me encanta el artículo. Super interesante.