Todos nuestros logros
El valor de nuestros actos: construir un futuro desde los logros del pasado
En todas las civilizaciones anteriores, lo que determinaba el aprecio, y hasta la admiración que se podía sentir por un hombre, lo que permitía juzgar su valía, era la manera en que se había portado efectivamente a lo largo de su vida; incluso a la honorabilidad burguesa solo se le concedía confianza, provisionalmente; a continuación había que merecerla mediante toda una vida honorable. Al conceder más valía a la vida de un niño (siendo así que no sabemos en qué va a convertirse, si será inteligente o estúpido, un genio, un criminal o un santo) negamos todo valor a nuestras acciones reales. Nuestros actos heroicos o generosos, todos nuestros logros, lo que hemos llevado a cabo, nuestras obras, nada de esto posee ya ningún valor a juicio del mundo y, muy rápidamente, no lo posee tampoco para nosotros. De este modo privamos de toda motivación y todo sentido a nuestra vida: es, muy concretamente, lo que llamamos el nihilismo.
Aniquilación, Michel Houellebecq
Pensar el futuro es tanto una maldición como un obsequio del destino. El ser humano no puede evitar proyectarse hacia el porvenir para soñar, desear, planear y construir; no puede evitar incomodarse ante un presente que considera estático y planifica un mañana que anticipa prometedor y brillante. Tanto es así que esta característica ha devenido social y la masa, la comunidad, no se conforma con el statu quo, sino que fantasea con la existencia de condiciones diferentes a las presentes, lo cual, como imaginarás, supone el abrazo al concepto de utopía (del que hablaremos el próximo domingo en «Ecos»).
Sin embargo, no deja de ser curioso que hayamos ido perdiendo la capacidad de juzgar el presente en función de lo ya logrado, de las batallas ganadas, de los frutos del esfuerzo de una vida. A pesar de que imaginar un futuro alternativo es inherente al mero hecho de existir, no lo es menos el construir una existencia rica en actividades, valores y afanes: una vida es tan valiosa como los comportamientos que la persona ha mostrado a lo largo del tiempo. Como el narrador de Houellebecq afirma en la cita, la sociedad ha valorado tradicionalmente la conducta de un individuo para evaluar, de forma un tanto implícita, su papel en la comunidad y la confianza que merecía; algo que se da en otras culturas, especialmente en las orientales, en las que cuanto mayor es la persona, mayores experiencias se le atribuyen y, por extensión, más respeto (siempre que sus actos hayan sido honestos) se le ofrece.
Puede que no sea solo una cuestión de edad. Nietzsche (citado también por Houellebecq unas líneas después) ya creía hace casi cien años que estábamos perdiendo la fe en el ser humano como consecuencia de la pérdida de admiración por sus obras, por sus actos, por sus valores: «Precisamente esto es lo fatídico […], que con el temor al hombre hayamos perdido también el amor hacia él, la reverencia por él, la esperanza en él, en suma, la voluntad de él. Ahora ver al hombre cansa: ¿qué es hoy el nihilismo, si no es esto?… Estamos cansados del hombre…». ¿Podemos cansarnos de nosotros, del resto? Los enunciados del filósofo alemán son siempre tonantes, pero algo de verdad hay en esas palabras, en tanto hogaño somos más recelosos a la hora de barruntar las opciones que nos depara el futuro y miramos con suspicacia —cuando no con desprecio— los logros del pasado. Ignoramos todo aquello que hemos alcanzado, bien como individuos, bien como sociedad, y nos sumimos en la desesperanza que una minoría enarbola como bandera para imponer criterios que, no nos engañemos, esconden en sí una utopía propia, un proyecto concreto.
Nuestros actos poseen un valor: tal vez no un valor tangible, cuantificable, pero sí un valor moral; un valor que nos capacita para planificar un porvenir personal distinto, pero también —y sobre todo— para urdir un tejido social que abra la ventana de los sueños y nos permita cambiar aquello que no funciona. El nihilismo al que alude el narrador de Aniquilación es la fe en una esperanza proporcionada por otros, en un relato del que no somos autores, sino meros oyentes; cuando abdicamos de un pasado rico en experiencias y evitamos valorar un carácter digno (en todos los sentidos), perdemos la verdadera fe: la que nos ayuda a imaginar un mañana distinto. Es obvio que debemos apreciar la vida misma, sea la de un niño o de un anciano; pero no lo es menos que, ante todo, deberíamos estimar los logros alcanzados para utilizarlos como herramientas de construcción del futuro. Soñar la utopía, aspirar a una sociedad mejor, exige de nosotros confianza en lo ya hecho, en la bondad del ser humano y en las actitudes virtuosas; no dejemos que las promesas falsas y los discursos derrotistas nos guíen y separen. Decía Simone Weil que la acción nunca es posible en aislamiento: tomemos nota para evitar que el individualismo nihilista nos robe la fe en el ser humano y confiemos en el grupo. Solo así podremos estar orgullosos de nosotros mismos el día de mañana.
Me ha encantado Emi. Está lleno de aliento y esperanza ¡Enhorabuena!
Muy interesante el artículo, como siempre. Aunque aprovecho para trazar una línea entre ese nihilismo individualista que comentas, y el individualismo.
Con individualismo me refiero a esa tradición que parte de autores como Locke y Hume, que exponen magistralmente otros como Adam Smith, Tocqueville, Lord Acton, Burke, Adam Ferguson o Hayek. Esa capacidad de comprender al ser humano como lo que es, un ser imperfecto, irracional y falible, en contraposición con la perspectiva que nace en Descartes y prosiguen otros como Rousseau y otros autores franceses. Esa comprensión de las características innatas del ser humano como lo es por ejemplo la búsqueda del interés propio, y cómo formular instituciones que guíen este individualismo en la dirección favorable para el conjunto de la sociedad. Ese recordatorio que nos hacen respecto a que la sociedad está formada por individuos de toda clase y condición. Algo que acostumbrados a datos agregados, a tratar a las personas como grupos monolíticos, tendemos a olvidar.