¿Tenemos la información que merecemos? Informarse como un acto de fe
En plena «edad de oro» de los datos, el acceso a un enorme caudal de información no solo no nos ayuda a conocer mejor los hechos, sino que en muchos casos oculta o tergiversa la verdad
En la ciencia, el ruido es una generalización que va más allá del sonido en sí para describir la información aleatoria que no sirve para nada y que debemos limpiar para entender lo que oímos. Pensemos, por ejemplo, en los elementos de un mensaje cifrado que carecen de significado y no son más que letras mezcladas al azar para confundir a los espías, o en el siseo que se oye en algunas líneas telefónicas y al que intentamos no prestar atención para centrarnos en la voz de nuestro interlocutor. Y esta incapacidad personal o intelectual de distinguir entre ruido y señal es lo que está detrás de la intervención excesiva.
Antifrágil, Nassim Nicholas Taleb
Vivimos tiempos en los que la velocidad, la prisa, la urgencia, han pasado a ser una constante. Esperamos —exigimos— que nos entreguen un pedido en menos de 24 horas; demandamos respuestas inmediatas a nuestros interlocutores en las aplicaciones de mensajería; confiamos en un servicio casi instantáneo cuando acudimos a un local. En medio de esta vorágine de tiempo, es evidente que reclamamos también (como si de un derecho inalienable se tratase) que las noticias, la información, la actualidad, lleguen a nosotros casi al instante. Lo ocurrido hace unas horas ya es pasado; lo que aconteció hace un par de días es prehistoria; los hechos de hace unas semanas ni siquiera existen ya.
Tal vez ya no recuerdes la última vez que te olvidaste de las prisas, de la urgencia, y te dejaste llevar por la lentitud. La sensación de no hacer nada, de mecerte en unas aguas que te abrazan con familiaridad, de mirarlo todo con los ojos de la infancia. Es complicado apartarnos del ruido y la velocidad; encontrar un momento para disfrutar del mero hecho de «ser». Y si nos es difícil a cualquiera de nosotros, es una cuestión capital para los medios de comunicación.
Esa vindicación de lo inmediato ha ido provocando, en las últimas décadas, que el mundo de la información se vea espoleado a generar datos a un ritmo que supera cualquier posibilidad de análisis. La necesidad, muchas veces fruto de un capitalismo que precisa del beneficio de esos medios, es causa de unas visiones de la realidad parciales, sesgadas, incompletas o erróneas; no tiene por qué deberse a la mala fe: simplemente, la urgencia de «ser los primeros», de contar lo que ocurre, imposibilita que los datos sean correctos.
Todo ello provoca —como no podía ser de otra manera— una depauperación de esa información. «Prestamos más atención al contenido de los mensajes», afirma Daniel Kahneman en su ensayo Pensar rápido, pensar despacio, «que a la información sobre su fiabilidad, y como resultado terminamos adoptando una visión del mundo que nos rodea más simple y coherente de lo que justifican los datos.» La ausencia de análisis nos hurta la ocasión de conocer en detalle qué ocurre y cómo ocurre. En palabras del filósofo Byung-Chul Han: «El diluvio de información al que hoy estamos expuestos disminuye, sin duda, la capacidad de reducir las cosas a lo esencial.»
La «esencialidad» es una cualidad que deberíamos demandar de la información que recibimos. El hecho de que un titular sea atractivo, un clickbait en toda regla, no significa nada en términos de realidad; los datos no tienen por qué ser correctos, e incluso el sesgo de la noticia puede ser contrario a lo sucedido en realidad. Afanados por la velocidad, por la prisa en convertirse en el medio que consigue más clics, más tráfico o más visionados, los periodistas e informadores degradan la información y enturbian nuestra facultad de entendimiento. La urgencia, que envicia nuestra relación con el mundo, actúa, además, como deformadora de la sociedad, de la realidad.
¿Hacia dónde nos lleva todo esto? Si la velocidad nos hurta la posibilidad del disfrute de la lentitud, de la paz que conlleva la tranquilidad, este frenesí informativo nos carga con la responsabilidad del juicio. Como seres humanos, todos disponemos de la capacidad de analizar los datos que recibimos; no obstante, el enorme flujo de informaciones a los que estamos expuestos hoy día nos empuja a hacer uso de esa capacidad con un compromiso absoluto. Si queremos saber, conocer, entender, no queda más remedio que ser exquisitos en el uso de nuestro entendimiento. El exceso de información, como algunos estudios han mostrado, en realidad nos sume en cierta desidia, en cierta desesperanza, como ocurrió hace unos años con la pandemia de COVID-19. Sustraernos a la desinformación y al desaliento es nuestra obligación como seres pensantes: si nos dejamos arrastrar por el caudal de datos banales que asoman a los medios, no quedará de nuestra humanidad más que una huella.
Quizá la clave sea la persistencia, la perseverancia; la imperiosa necesidad de sabernos mejores que aquello que solemos consumir. Decía Schopenhauer que algo es «cien veces más valioso si has llegado a la conclusión pensándola tú mismo», y probablemente apuntaba a algo similar. El esfuerzo de descubrir la verdad (que la filosofía persigue con denuedo desde los albores de la humanidad) recae, hoy más que nunca, sobre nuestros hombros; las fuentes de autoridad se han socavado o se han disuelto en la nueva sociedad de la (des)información, de manera que todo lo que queramos saber será ahora mucho más difícil de hallar. Puede que el trabajo parezca injusto e inasequible, pero lo podemos ver como una oportunidad para filtrar todo ese «ruido» al que estamos expuestos en todo momento y encontrar las auténticas perlas escondidas. Quizá tomándolo como un reto podamos acercarnos, siquiera un poco, a la verdad.
Gracias por esta inspiradora e inquisitiva publicación.
Totalmente de acuerdo con que ese aluvión de datos solo nos sumerge en más confusión. Hay que prestar atención para poder filtrar y, en mi opinión, este tema se puede abordar planteando las preguntas a las que necesitamos dar respuesta. ¿Qué necesitamos conocer sobre un asunto? Y en función de eso, hacer una selección de las bases o fuentes de datos disponibles. Obviamente, en un segundo paso, habría que constatar la calidad de esas fuentes de datos. Pero inicialmente, todo radica en ser capaces de formular las preguntas adecuadas.
Me gusta que hayas tocado este tema…Me ha transportado a mi época en la que trabajaba como analista de datos en el Ayuntamiento de Ámsterdam…Aún seguía allí cuando el covid comenzó y recuerdo como en cada reunión eterna solo repetía…”chicos, pero cuales son las preguntas a las que queremos o necesitamos dar respuesta?”😉
Gran lectura, Emi. Gracias.
Vivimos en una época donde “sufrimos” de dos problemas amplificados por la tecnología:
1) Presentismo digital, donde valoramos sólo lo reciente: https://pequen.substack.com/p/presentismo-digital
2) Consumo excesivo de noticias para “sentirnos” informados: https://pequen.substack.com/p/desayuno-noticioso
A veces pareciera que el gran caudal de información opera como el perro de Alcíbiades.
Un saludo desde Chile.