… pero los hospitales son eróticos, o al menos eso es lo que dice todo el mundo. Allí todos se toman el pelo mutuamente acerca de su trabajo. La sangre, los cuerpos, la muerte, el poder. Supongo que se han dado cuenta del porqué. Van aceptando progresivamente su propia condición de mortales. Hacen lo que todos debemos hacer aquí, en la tierra: se preparan para morir.
La flecha del tiempo, Martin Amis
Ayer me crucé con la muerte. No fue una experiencia trascendente ni un momento de terror; simplemente, surgió inesperada y sorpresiva, casi discreta, agazapada en el interior de una carcasa con un jersey algo ajado y unos pantalones a medio abrochar. Permaneció ante mí durante un tiempo infinito, casi varios minutos, observándome a través de unos párpados a medio cerrar sobre unos ojos cuya luz agonizaba sin apenas percibirlo. Mientras estuvo allí no hubo temblores ni temor, no cayó ningún velo ni se traspasó ningún umbral: simplemente se dejó temer, se dejó contemplar, hasta que, quizá conturbada por las nuevas personas que iban llegado, se retiró lentamente a su morada incognoscible. Siempre imaginé que el relato de la muerte sería excelso, inefable (como hablamos la semana pasada), perturbador, luctuoso, tal vez lacerante. Pero, al menos en esta ocasión, nada de eso aconteció; tan solo tuvimos una comunión inquietante cuyos efectos sutiles, muy sutiles, solamente pude aquilatar más tarde, en la serenidad de un lugar no visitado por ella, en un santuario que espero permanezca como tal durante mucho tiempo. Tras compartir espacio con ella, siquiera por unos interminables instantes, me doy cuenta de que ya la conocía; quizá no de primera mano —no hemos intercambiado saludos o presentaciones—, pero sí vicariamente, de oídas, como si nos hubiésemos cruzado en algún otro lugar y guardásemos nuestros respectivos rostros en el fondo de la memoria. Es indudable que sabe quién soy yo, claro, no puede ser de otra manera; pero también yo sé quién es ella, porque fue ayer cuando reparé en el hecho de que sus rasgos me eran familiares, de que su rostro, en efecto, había relampagueado durante un ápice de segundo en algún otro tiempo y lugar, si bien yo no era consciente de estarla mirando.
Pero ¿y si es que la muerte no es, cual supuse, un golpe
que priva del sentido, sino una inacabable
miseria desde hoy día, que ya iniciada siento
tanto en mí como fuera de mí mismo, y que dura
con carácter perpetuo?
Ayer me crucé con la muerte y recordé las palabras de Adán en El Paraíso perdido, aludiendo poéticamente a la imposibilidad de librarse tanto de su recién adquirida condición mortal como del recuerdo —que pronto devendrá certeza— de su inexorabilidad. Caminamos junto a la muerte toda la existencia y, sin embargo —oh, criaturas ignaras—, no advertimos su presencia, como si el trayecto no estuviese guiado por su mano, imperturbable y férrea a pesar de nuestra inconsciencia. Adán lo siente en sí y fuera de sí, porque el contraste entre esa pérdida irreparable que es la expulsión y el caótico mundo al que se ve abocado es tan palmario que no puede evitar padecer la abrasadora certeza del conocimiento. Y es que la muerte es saber, por supuesto: el único saber posible, el único saber cierto, el único saber atemporal.
Ayer me crucé con la muerte y he buscado los pensamientos de Cioran, que se obsesionaba con ella y la miró de frente para regalarnos, quizá a guisa de consuelo, algunas ideas tan bellas como desesperadas: «La naturaleza solo se ha mostrado generosa para con aquellos a los que ha eximido de la posibilidad de pensar en la muerte», afirmaba en La caída en el tiempo; «A los otros los ha entregado al miedo más antiguo y corrosivo sin ofrecerles ni sugerirles siquiera los medios para superarlo. Si bien es normal morir, no lo es pasar el tiempo cavilando sobre la muerte ni pensar en ella a cada paso». Tal vez no sea normal pensarla, elucubrarla, examinarla, pero… ¿qué hacer ante su presencia? El miedo más antiguo es inherente a nuestra condición, aunque algunos lo olviden, bien sea por falta de atención o por la tenaz lucha por eludirlo.
Ayer me crucé con la muerte y tuve miedo, sí; pero también ocurrieron cosas inexplicables. Pude contemplar lo que me rodeaba con una atención inusitada; pude fijarme en esos detalles inapreciables que descuido en una jornada anodina; pude percibir los reflejos de los sentimientos de otros con una luz inesperada; pude recordar los valores que estimo importantes y que arrumbo a menudo; pude sentir piedad por la carcasa inmóvil; pude experimentar alegría por los gestos minúsculos. Pude respirar un aire tan puro como el tiempo y tan vívido como el futuro.
Ayer me crucé con la muerte y recordé. Los días cubren la memoria con su oleaje incesante, pero bajo la arremetida del devenir hallé remembranzas que me mostraron la dignidad, la compasión, el respeto, la dicha, el esfuerzo y el amor. Su mirada implacable, lejos de paralizarme, me ayudó a recobrar fragmentos de mí que a menudo aparto en el tráfago del día a día, como prendas elegantes que aguardan la ocasión propicia para exhibirse, cuando en verdad debieran constituir mi segunda piel, mi primera piel.
Ayer me crucé con la muerte. Y hoy, más que nunca, elijo la vida.
El encuentro con la muerte, narrado con la minuciosidad de quien observa a través de un cristal empañado, nos enfrenta a la siguiente paradoja: cuanto más cerca se está de ella, más se aferra uno a la vida. En tu testimonio no hay estrépito, ni epifanías deslumbrantes ni grandes revelaciones sino una silenciosa intimidad con la caducidad, una contemplación que destila lo cotidiano hasta su más pura esencia. No es el terror lo que domina aquí, sino la extrañeza de reconocer un rostro que, de algún modo, ya se intuía.
Curiosamente, este enfoque dialoga con otra manera de abordar la muerte sobre la que reflexiono en La arquitectura de la ausencia. En mi reflexión, cuestiono la obsesión de los vivos por darle un contorno material, por encerrarla en mármol y epitafios, por domesticarla con símbolos. Mientras que allí se evidencia la imposibilidad de poseer la muerte, en tu texto se la enfrenta en su evanescencia pura, en su roce inesperado. Y, sin embargo, ambos coinciden en que la muerte no se deja atrapar: no es ni arquitectura ni epifanía, ni piedra ni fulgor. Es solo la sombra de lo que nos falta, aquello que, al rozarnos, nos obliga a mirar la vida con una claridad renovada.
Pero quizás lo más bello de tu texto es su resolución: la muerte es un catalizador del recuerdo y la presencia. Como un negativo fotográfico que revela su imagen sólo en la química de la exposición, la cercanía de la muerte permite redescubrir lo esencial. Y así, el acto final no es una capitulación ante la oscuridad, sino una afirmación: tras cruzarme con la muerte, elijo la vida.
Gracias, Emi. Creo que tu texto, más que hablar de la muerte, nos enseña a vivir.
Qué bonito texto Emi. Precioso, poético, embriagador. Me he quedado sin palabras ante tal despliegue. Admiro tu escritura. Gracias. 👏👏
Qué poco hablamos de la muerte, y qué importancia tiene. Vivimos alejados de ella…