En algún momento había dejado de intentar darle forma a todo, de encontrar una forma en todo. A medida que los acontecimientos de su vida iban perdiendo relación entre sí, tanto más intercambiables se volvían. A veces se había sentido como el turista que visita una ciudad, corriendo de un lugar de interés a otro, un turista cuyo nombre ni siquiera conocía. Meros comienzos que nada tenían que ver con el final, con su muerte, la cual no significaría otra cosa sino que su tiempo había expirado.
Tal día como hoy, Peter Stamm
Hace unos días, Clara me dejó una pregunta en un comentario al artículo relacionado con la creación y la mirada del artista:
se me ocurre pensar que, hoy en día, pocas personas llegan a ser individuos (entendiendo la palabra "individuo" como el resultado del proceso que Jung llamó "individuación"). Digo esto basándome en una simple sensación, la de que actualmente hay más presión social que nunca hacia la conformidad. A pesar de que, sobre el papel, se valore la autenticidad y la originalidad.
¿Qué opinas tú? ¿Crees que actualmente la persona media se ve expuesta a más factores limitantes de su individualidad y originalidad que, ponle, hace 20 o 30 años?
Una de las bondades de esta red es, sin duda, la relación que se establece entre autores y suscriptores (en muchos casos intercambiando roles en nuestras diferentes facetas como escritores y lectores), que da pie a cuestiones tan interesantes como la que planteaba Clara. Puesto que le propuse elucubrar sobre el tema en un artículo dedicado ex profeso al asunto, cumplo la promesa con una propuesta que te incluye a ti también, para que juntos podamos argumentar y debatir un asunto de tanto calado y, me temo, de compleja proposición.
Tal vez el primer punto, sin duda, sería acotar el término «individuo». No tiene sentido tratar de glosar las innumerables aproximaciones que, desde distintas disciplinas, han pretendido definirlo, así que me perdonarás si renuncio a ello, tanto por falta de espacio como de conocimientos. No obstante, me acojo en este punto a las palabras de Kant: «… la determinación de mi existencia sólo puede producirse de acuerdo con la forma del sentido interno, según el modo peculiar en que la variedad que combino me sea dada en la intuición interna. Según esto, no me conozco tal como soy, sino sólo como me manifiesto a mí mismo». Si bien es una definición con varios puntos a explorar, me interesa principalmente esa «manifestación» de uno mismo que configura aquello que somos: no es tanto, pues, que poseamos de forma inherente unas cualidades que nos dotan de personalidad, de individualidad, sino que construimos (combinamos) un todo al que, por mor de la integración en sociedad —y de la cordura—, llamamos «yo». En el artículo que enlacé hablaba, justamente, sobre la mirada del artista como forma de expresión, como puente que configura la realidad a partir de intuiciones, de errores, de exploraciones, que a su vez moldean al propio creador: el proceso de creación conforma al individuo. Sin embargo, la pregunta de Clara apunta a un elemento que se suele pasar por alto y me resulta esencial para comprender esa construcción de identidad que todos afrontamos.
En verdad, el individuo se erige en ser único en tanto reúne distintos elementos y los combina para edificar esa personalidad que le definirá y distinguirá; pero en muchos casos ese proceso se pone en marcha como mecanismo de adecuación al entorno, como una manera de diferenciarnos del resto y de delimitar, de forma ostensible, tanto aquello que somos como aquello que no somos. En un mundo repleto de obstáculos, de miedos, incluso de amenazas, disponer de una identidad precisa, clara, inequívoca, constituye una ventaja para afrontar las incertidumbres: si tengo a mi alcance una serie de elementos sólidos que me conforman como individuo —honestidad, valor, orgullo, empatía, etc.— puedo arrostrar los vaivenes de ese «ser social» cuyo papel estoy obligado a cumplir. Simone Weil argumentaba en La persona y lo sagrado: «Las relaciones entre la colectividad y la persona deben ser establecidas con el único objetivo de excluir cuanto es susceptible de impedir el desarrollo y la germinación misteriosa de la parte impersonal del alma. Para ello es necesario por un lado que cada persona tenga espacio, un cierto grado de libre disposición del tiempo, posibilidades para el tránsito a niveles de atención más y más altos, soledad, silencio. Es necesario al mismo tiempo que reciba calidez, para que la angustia no la lleve a ahogarse en lo colectivo». Conquistamos ese espacio para desarrollar una identidad que, por una parte, nos permita conciliarnos con la colectividad y, por otra, nos brinde una serie de características o rasgos que nos aíslen, nos distingan, nos individualicen. He aquí el meollo de la pregunta inicial y el que me induce a pensar en la dificultad que Clara intuye en la actualidad. La identidad es un concepto fundamental porque, ante todo, sienta la base de la pregunta humana por antonomasia: «¿Quién soy yo?». La duda acerca de nuestro papel en un universo tan caótico como indiferente es normal, ineludible, y una de las formas que el cerebro ha desarrollado para enfrentar ese vacío es la fabricación de un constructo de ideas, visiones, normas, creencias y deseos que puedan sostener ese precario armazón de carne, huesos y sangre. El proceso por el cual construimos esa identidad es, obviamente, proceloso y extenso, tanto como la propia vida nos permita: nos preguntamos lo que somos en todo tipo de situaciones, en todos los momentos importantes, incluso en los instantes de sosiego. Y es que el elemento que dota a esa invención de cierta entidad no es sino el tiempo.
Es más que probable que en todas las épocas los seres humanos hayan luchado por conformar una personalidad propia, ya fuera en circunstancias adversas o en tiempos propicios. Sin embargo, puede que un obstáculo al que nos enfrentamos hoy día (y con cierto carácter peculiar) sea la presión constante por definir con precisión absoluta esa identidad que levantamos: vivimos un momento histórico en el que se defiende a ultranza la certeza, la seguridad, mientras que la duda es vista como apocamiento y la incertidumbre como cobardía. No hay espacio para la reflexión, para la inestabilidad, para las preguntas; y, como señalaba Weil, precisamos de silencio y, sobre todo, de tiempo para «germinar» como personas. El entorno actual propugna una suerte de personalidad sólida, monolítica, gracias a la cual formamos un conjunto de creencias y valores inamovibles: nos definimos a partir de un constructo que creemos estable, pero que reduce la posibilidad de cuestionamiento al mínimo. Una identidad es, casi diría que por definición, un elemento mutable, maleable, cambiante: Kant hablaba de combinar, por ejemplo, ya que no existen certezas absolutas innatas, sino manifestaciones de lo aprendido. Al optar por esa identidad pétrea, se pierde el valor intrínseco de la duda. Se escucha hablar del relato como forma de construcción del «yo», pero ese relato debe estar al servicio de la realidad y no al revés; aunque es lógico juzgar los acontecimientos desde el prisma de nuestra experiencia, es necesario también aprender de ellos, juzgarlos y estudiarlos, para que nuestra identidad se complete con aquello que desconocíamos. «No conozco cosa mayor, ni más propia del hombre que es de verdad grande, que el análisis paciente de la inconsciencia de nuestras conciencias, la metafísica de las sombras autónomas, la poesía del crepúsculo de la desilusión», dice Pessoa en su Libro del desasosiego, y en ese análisis paciente se encuentra el quid de esa individualidad que todos aspiramos a construir.
Pienso que es probable que esa tendencia a la convicción, a la firmeza, provoque una erosión en nuestra capacidad de pensamiento divergente. Puede que no sea un fenómeno exclusivo del siglo XXI, ya que sus raíces se hunden en la percepción de una realidad inestable e inquietante, lo cual tiende a provocar inseguridades a todos los niveles, pero estos tiempos líquidos —en terminología de Bauman— no facilitan el desarrollo de un juicio abierto a la incertidumbre. El rechazo al cambio, a la duda, no deja de ser una actitud sutilmente inocente, una forma de ver el mundo que se aproxima a lo apolíneo que Nietzsche definía en su obra, frente a una realidad que cómunmente tiende al caos, a la transformación, a la mutabilidad, más cerca de lo dionisíaco. Es lógico —hasta cierto punto— sentirse cómodos con las certezas que nos brindan o con las que nosotros mismos fabricamos: actúan como hitos en ese camino ignoto que transitamos y nos alivian del amargor de los reveses; sin embargo, bastan unos cuantos años de vida para constatar que la existencia es un sendero plagado de interrogantes, de inseguridades, de temores, de desconocimientos. Esta cualidad es algo con lo que la humanidad ha lidiado siempre, y a la que no se otorgaba un carácter intrínsecamente negativo: el cambio se veía como una oportunidad de crecimiento, de maduración, de aprendizaje. Esa percepción, no obstante, ha cambiado en tiempos recientes, por lo que ahora observamos las nieblas del futuro como un error, una perturbación que debe ser obliterada para consolidar aquello que consideramos justo, verdadero o necesario. El mismo Nietzsche apelaba al concepto de amor fati como actitud para afrontar los eventos de la vida: soportar lo ineludible y apreciar sus aristas como método para no desesperar ante lo inevitable, por doloroso o desagradable que fuera. Verás aquí, como yo, los ecos de algunas enseñanzas estoicas, que propugnaban la serenidad de juicio ante los acontecimientos que no podemos cambiar o evitar. Ideas sencillas, pero con un gran poso de verdad.
Así pues, es probable que nos topemos con más obstáculos para cultivar una identidad «original», diferente, por el simple hecho de que buscamos con desesperación una congruencia imposible de alcanzar. A pesar de que vivimos en una sociedad tremendamente plural y diversa, la presión para constituir una personalidad sólida genera una tendencia a la reducción de la complejidad: se impone la certeza, la seguridad, sin opciones para la duda o la ignorancia. Nos imponemos —se nos impone— un relato que urdimos a partir de supuestos, de creencias, de ideas, no de hechos; si Kant abogaba por combinar elementos para descubrirnos a nosotros mismos, hoy día esos elementos son meras invenciones, artificios que creamos para evitar las anfractuosidades de una realidad que, inevitablemente, tiende a defraudarnos, a contradecirnos, a perturbarnos. Como decía en el artículo que te enlacé al comienzo, la creación artística se basa, entre otras cosas, en la búsqueda de la incomodidad, de lo distinto, de lo rechazado; y esa búsqueda —dolorosa, como no puede ser de otra manera— e siempre distinta, siempre desafiante. Pretender alcanzar la calma en este viaje que es la vida es un objetivo tan inocente como inalcanzable; pero no creo que haya que considerar esta verdad como temible: en realidad, el cambio significa la ocasión de aprender, de contemplar, de descubrir. El conocimiento tiene un lado lacerante, qué duda cabe, pero soy firme partidario de la felicidad que conlleva, pues solo él nos proporciona una identidad plausible. Y es que, como dijo Kant: sapere aude.