Y lo que en mi infancia constituyó mi sola felicidad, el pequeño tesoro acumulado a pesar de las dificultades que se oponían a mi anhelo —aparte de la providencial ternura de mi abuela y del episodio raro que he descripto y que relampaguea en aquellas lobregueces como la gema excepcional de un pobre aderezo arduamente reunido—, fue el recuerdo de mis paseos por la vieja Roma y de mis idas a Bomarzo, pues unos y otras me ayudaron a explorar y descubrir lo mejor de mí mismo: la capacidad de disfrutar de la hermosura y de hallarla donde para los demás se encubría, como ausente, en una columna, en un arco, en la curva de un río, en una nube, en el lánguido vaivén de una rama verde y gris que dibujaba con sus pinceles de sombra caligrafías orientales.
Bomarzo, Manuel Mujica Lainez
Si algo se da en esta red social son las historias. Puesto que todos somos «contadores», o cuentistas, es lógico que un formato textual sin límites de extensión promueva la tentación de narrar todo tipo de ficciones —o realidades— y entretejerlas con el poder de las palabras. Es curioso, empero, constatar que muchas de esas narraciones presentan los mismos elementos para construirse, incluso seleccionan y exponen los mismos detalles, los mismos aspectos característicos, los mismos datos significativos. Artículos que enumeran las costumbres de tal o cual artista; que diseccionan los mínimos pormenores de un suceso histórico; que canturrean la incompartible experiencia transformadora vivida por miles de personas; que abundan en diatribas acerca de la última serie emitida en alguna de las docenas de plataformas de streaming: que analizan minuciosamente la noticia que ha ocupado los últimos segundos en titulares…
Lógicamente, es difícil, por no decir imposible, sustraerse al devenir cotidiano de anécdotas, novedades, chismes o ideas: hasta cierto punto, las narraciones se forman gracias a la inserción de esas hebras de actualidad en el inmenso tapiz de lo imaginado. Sin embargo, parece que la mirada del artista ha ido tornándose cada vez más miope para penetrar en esa realidad que todos conocemos y transitamos, pero que pocos pueden desvelar gracias a su capacidad de discernimiento. Decía Rilke que «ser artista significa nada de cálculos o cuentas»: hoy día, atrapados como estamos en la red infinita de la creación constante, no hacemos sino medir, cuantificar, planificar, preparar… calcular. No todos podemos ser genios, claro está: en este entorno en el que me lees, cientos, miles de nosotros coqueteamos con Calíope para alcanzar el empíreo del arte, aunque es evidente que no llegaremos jamás siquiera a entreverlo. Carecer de talento no es un demérito, por supuesto, pero renunciar a la originalidad tal vez sí que lo sea.
En su cuento «El retrato», Gógol escribe sobre un pintor que ansía crear una obra perdurable, pero que en un momento dado comprende su debilidad: «su pintura y su imaginación se habían ajustado durante largo tiempo a una pauta, y sus endebles tentativas de zafarse de los límites y trabas que se había impuesto sólo ponían de manifiesto sus falsedades y desaciertos». Al igual que este personaje del escritor ruso, muchos se obstinan en atenerse a pautas, a reglas, a senderos mil veces hollados, con la esperanza, supongo, de descubrir la fórmula magistral que atraiga fama y fortuna (que en Substack se conocen como likes y suscriptores), sin reparar en la ausencia de todo soplo de vida en aquello que crean. El duque Orsini, protagonista de la monumental Bomarzo de la que he extraído la cita inicial, vive obsesionado por la belleza y el arte; y, pese a no tener dones para la creación —muy a su pesar—, señala con precisión la característica indispensable de todo artista genuino: la mirada.
Construir un artículo siguiendo un esquema dado; glosar anécdotas históricas archisabidas; utilizar el viaje del héroe para definir tu protagonista; echar mano de las mismas citas célebres; listar los clásicos hábitos de productividad; recurrir a las máximas de autores consagrados…; en fin, utilizar recursos que han perdido su frescura y pertinencia: todo ello significa la condena a muerte de la creación genuina. La mirada del artista (si es que se aspira a serlo, claro; es posible que el propósito comunicativo sea muy distinto, lo cual exige otras estructuras y aperos) es fructífera porque se obstina en descorrer el velo, en atravesar la niebla: quiere, ansía, mirar más allá, desvelar lo oculto, iluminar lo ensombrecido, penetrar lo hermético. No hay «cálculos o cuentas» en su forma de ver el mundo; no puede haberlas, porque, de ser así, solo caería en la redundancia y la ramplonería. Es por ello, como supondrás, que en verdad hay pocos creadores que impulsen verdaderamente sus disciplinas. Un mundo que favorece la mímesis no deja espacio a la incomodidad de lo desconocido.
¿Significa eso que la próxima reseña de Hábitos atómicos, crónica de un viaje a Bali o listado de trucos para no procrastinar deberían ser un Quijote del siglo XXI? No, claro que no. Pero cada una de esos textos deberían ser tan únicos como para permitirnos atisbar una verdad desconocido hasta ese momento, deberían presentar una seña insustituible de singularidad, deberían agitar un ápice nuestra forma de ver las cosas. Si hay algo a rehuir como la peste en el arte son las pautas. Y si hay algo hermoso, como indica el duque Orsini, es la posibilidad de observar lo que se encubre a los demás, como ausente, y plasmarlo de la manera más bella posible para regalárselo al mundo.
Si es que no podemos desarrollar una mirada propia si estamos constantemente fijándonos en la ajena...
Qué guantazo de realidad y reflexión más necesario, Emi. Con elegancia y contundencia, como siempre. Entra directamente en mis favoritos de los tuyos.
Qué necesaria esta defensa de la mirada como gesto inaugural del artista, como temblor primero ante el mundo. Leerte ha sido como escuchar un leve crujido en medio del silencio: ese que advierte que aún hay quien observa sin moldes, sin fórmulas, sin ese corsé de productividad que hoy parece asfixiar toda pulsión poética.
En este tejido de relatos que nos envuelven a diario —todos tan parecidos, tan eficientemente diseñados para el scroll rápido— echo en falta justo lo que aquí reivindicas: la grieta, el titubeo, la mancha, lo no dicho. Porque la mirada genuina no se limita a registrar: interpela, hiere, revela. Es un modo de estar en el mundo que implica riesgo, lentitud, y, sobre todo, una radical honestidad.
A menudo me pregunto si no estamos convirtiendo la creación en una maqueta: perfecta en su simetría, vacía en su aliento. Frente a eso, como tú bien señalas, queda el gesto insumiso de quien elige no complacer, no repetir, no encajar. Y quizás ahí, solo ahí, empiece a hablar el arte.
Gracias por recordarnos que la verdadera creación no imita.
Un placer leerte, Emi.