Pertenecía a su época
La transformación de lo privado en un relato público en tiempos de redes sociales
A Clara se le pasó por la cabeza una tercera hipótesis: Mélanie Claux no era ni víctima ni verdugo, simplemente pertenecía a su época. Una época en que era normal que te grabaran incluso antes de nacer. ¿Cuántas ecografías se publicaban cada semana en Instagram o en Facebook? ¿Cuántas fotos de niños, de familias, cuántos selfis? ¿Y si la vida privada no fuese más que un concepto anticuado, obsoleto o, peor incluso, una ilusión?
Los reyes de la casa, Delphine de Vigan
Hay un concepto que suele aplicarse mucho en narrativa para designar aquellas historias que se insertan dentro de otras y que se conoce como mise en abyme (también como estructura de muñecas rusas): textos que aparecen en un marco contextual más amplio y que sumergen al lector en una suerte de segunda capa de la obra, como si pelásemos una cebolla ficcional para ir desvelando nuevos detalles, o incluso para abrir la puerta a tramas secundarias que se relacionan con la principal y añaden datos que, de otra forma, pasarían inadvertidos. Como imaginarás, uno de los objetivos del recurso es subvertir la narración en sí, jugar con la suspensión de credulidad del lector interponiendo una nueva capa de ficción que destruye —aún más— el posible entramado realista y difumina las conexiones con lo que consideramos verdadero o verosímil.
Hablando de todo ello con L., y a raíz de la lectura del libro de la francesa Delphine de Vigan que abre este texto, llegué a una conclusión tan desoladora como inapelable: la intimidad no es una ilusión, como afirma la escritora, sino una historia dentro de otra historia; sumimos la intimidad (abismamos, por ser fieles a la etimología francesa) en un marco más amplio, en el relato principal, que es nuestra «otra» vida, la pública, la social. La intimidad ha perdido su característica pátina de privacidad, su secretismo, su tradicional atesoramiento en lo recóndito, para mostrarse como un metarrelato. Ahora, nuestra vida privada es tan solo un «complemento», un recurso narrativo que aporta interés (o eso creemos…) a esa novela personalista y única que hemos ido creando. L. sostiene que la intimidad ha desaparecido, que todo lo que hacemos ha dejado de ubicarse en las dos grandes categorías de público y privado; al igual que De Vigan, considera que lo que antes guardábamos para nosotros ha devenido, simplemente, un ingrediente más de nuestra faceta pública. Como dice Byung-Chul Han en su ensayo En el enjambre: «La falta de distancia conduce a que lo público y lo privado se mezclen. La comunicación digital fomenta esta exposición pornográfica de la intimidad y de la esfera privada».
Pero hay algo más allá de esa mera exposición. Han y De Vigan leen este devenir como una absorción: lo público «ha absorbido» la privado y hemos pasado a ser incapaces de distinguir lo uno de lo otro; mi lectura, sin embargo, es que somos inconscientemente conscientes de la inserción de la intimidad en el marco más amplio de lo social: de hecho, lo facilitamos, lo buscamos, lo propiciamos. No se trata, simplemente, de mezclar lo privado con lo público, sino de construir una esfera íntima que actúe como subrelato, correlato o metarrelato: una esfera que sustenta nuestro rostro más expuesto con los materiales de una vida privada que no es tal en cuanto incompartible, sino en cuanto aporta componentes que ayuden a fabricar un perfil público más interesante.
En La tentación de existir, Emil Cioran, hablando —no es casualidad— de la novela y la ficción, afirmaba lo siguiente: «Que la literatura esté llamada a desaparecer es posible e incluso deseable. ¿Para qué sirve la farsa de nuestras interrogaciones, de nuestros problemas, de nuestras ansiedades? […] A nuestras tristezas individuales, demasiado gravosas, les sucederían tristezas en serie, uniformes y fáciles de soportar; no más obras originales o profundas, no más intimidad […]; cada uno de nosotros sería, por fin, idealmente perfecto y nulo: nadie». Nuestra intimidad (nuestras «tristezas individuales») es uno de los rasgos que nos individualiza, que nos distingue, que nos dota de legitimidad frente al resto: cuando transformamos nuestra vida privada en material de ficción, en relato, pero no hacemos literatura (entendida en un sentido creativo, trascendente, artístico, y no meramente textual), no hacemos sino despojarnos de elementos singulares, irrepetibles y —hasta cierto punto (en su sentido lato)— extraordinarios. Así, lo que ocurre no es que abandonemos la intimidad, que la perdamos, sino que traficamos con ella para convertirla en moneda de cambio, en material para conformar nuestra —renovada— identidad.
L., siempre más benigna que yo en la apreciación de los demás, toma el párrafo de la escritora francesa como una rendición inesperada e inevitable, como una capitulación silenciosa en la que hemos incurrido imperceptiblemente, deslizándonos hacia la exposición público guiados por la invisible mano de las redes y sus algoritmos. Sin embargo, creo que tras esa abdicación se rastrea un afán de distinción (tal vez fruto, a su vez, de la misma indefensa entrega a ese constructo identitario que hemos ido fabricando), un prurito de separarse del resto mediante uno de los elementos que más nos individualizan, pero que hasta hace poco tiempo no se utilizaba como arma de diferenciación. Hogaño, la intimidad no es una pérdida o un mártir, sino una ventaja competitiva en el proceloso océano de la creación de contenido y el entorno público: todo aquello que nos distingue del resto, que nos dota con un marchamo de interés o peculiaridad, que nos bendice con rasgos o hábitos singulares, es considerado como una prerrogativa de la que hacer el mejor uso posible. De Vigan termina reconociendo que «cada cual se había convertido en el administrador de su propia exhibición, y esta se había vuelto un elemento indispensable para la realización personal». La intimidad es ahora una exhibición: lo privado es público, pero no por inadvertencia, sino gracias a una cuidadosa y deletérea intención.
Mirando a L., que años después continúa siendo tan solo una inicial fuera de aquí, presumo que quizá no somos conscientes de cuán valiosa es esa faceta íntima con la que tan frívolamente cambalacheamos. Siguiendo a Cioran, puede que tendamos a ser «nadie» en nuestro afán por distinguirnos, por ser «alguien». Y, aunque tal vez todo ello es fruto de un cambio de paradigma sociocultural, pienso que lo que me hace único, lo que me hace especial, lo que me hace diferente, es, justamente, todo aquello que no te estoy contando.
Yo lo entendería como un síntoma de la crisis de identidad de esta época. Crisis de identidad basada en una mala interpretación de la naturaleza humana. Una identidad "privada" que impuso el capitalismo con su defensa de la "Sociedad Anónima" que hace aguas. Me viene a la cabeza el último episodio de "Silicon Valley": se decide abandonar la publicación del último sistema operativo que se cargaría el sistema porque desbloquearía todos los códigos de seguridad, todo pasaría a ser público. Y eso, hasta los más rompedores reconocen que sería desastroso. La pregunta sería ¿sería realmente tan nefasto que asumiésemos que la realidad "privada" no es más que la máscara que nos concedemos para evitar ingerencias indeseadas del público, del "otro" en último término? Personalmente me resulta más atractivo pensar que la naturaleza del Yo es más dual de lo que tendemos a pensar, que el Yo es siempre medio yo y medio público, y si bien la parte íntima nos pertenece en puridad, ni nosotros mismos alcanzamos a distinguirla si no es con la ayuda del otro público.
Muy interesante el planteamiento… Cómo molaría una charla en abierto…