Pensamiento irreverente
El desafío de abrazar la autenticidad en un mundo que premia la uniformidad
Creo que el mundo actual tiene una necesidad extrema de pensamiento irreverente, distinto, original y creativo, aunque no «cree» productos para el mercado. El artista y el científico tienen siempre un pensamiento irreverente, su oficio consiste en tener pensamientos distintos, crear conflictos de ideas y vivir para confrontarse con el pensamiento de los demás.
Alabanza de la lentitud, Lamberto Maffei
Coincido con Maffei en esa necesidad (que él atribuye al mundo actual, pero que pienso que ha sigo una constante en el devenir del ser humano) de un pensamiento original e irreverente que se erija en contrapunto de esa visión dominante —por mayoritaria— que se echa en brazos del kitsch (en términos de Kundera) y oblitera cualquier manifestación diferente que, de una u otra forma, se presente como alternativa a la común, a lo aceptado, a lo sancionado. Esta idea se suele relacionar con un «elitización» de la cultura o el pensamiento, aunque dista mucho de ser así: en realidad, creo que comulgar con lo mayoritario, con aquello que permea todos los sustratos socioculturales a base de su martilleo mediático, con todo lo que se impone como agradable, bello, recomendable o gozoso, conlleva una derrota experiencial, una abdicación cognitiva, una rendición estética. Buscar lo distinto no significa (no debería, entiendo, aunque el marchamo de sibaritismo sea muy atractivo para algunos) despreciar las ideas del resto, sino intentar ofrecer alternativas de todo tipo para que una mayoría pueda disfrutar de esas opciones que, de manera habitual —e interesada—, suelen quedar oscurecidas por la sombra del tsunami popular (atendiendo al peor de los significados del término).
Para ello, y entre otras muchas cosas, es necesaria una cierta honestidad intelectual. Decía Séneca: «Los mismos actos pueden ser torpes u honestos: lo que importa es el motivo y la forma de realizarlos. Así pues, todos nuestros actos serán honestos, si nos consagramos a la honestidad y consideramos a ésta y a cuanto de ella procede el único bien de la vida humana; las restantes cosas son bienes efímeros»; unas palabras que resuenan con fuerza en estos tiempos (aquí sí) en los que, más que nunca, dejamos la integridad a un lado cuando se trata de interactuar con los demás, de visibilizarnos en público, de construir un muy deformado retrato de nosotros mismos, de proyectar una imagen tan maquillada que apenas presenta rasgos naturales. En la escritura, como en el arte en general, es imprescindible mostrar el verdadero rostro, puesto que si hay algo que la creación no perdona es la falta de autenticidad: todo artista, todo creador, tiene la responsabilidad, el deber, diría yo, de exhibir ante el público su auténtico «yo», su mirada, su ojo, su reflexión, su parecer, su sesgo, su dolor y, por supuesto, su flaqueza. Buscar nichos apropiados, ceñirse a reglas universales, retorcer la propia creatividad, amoldarse a gustos ajenos, despojarse de errores genuinos… fingir, en suma, persiguiendo la aceptación de los demás solo puede acarrear remordimiento y frustración, ya sea tarde o temprano.
Fue releyendo a Séneca hace unas semanas, de hecho, cuando comenté con L. la deriva que había tomado esta newsletter en los últimos meses, desde que decidí, allá por septiembre de 2024, activar las suscripciones de pago; no había examinado la evolución de los textos, la forma en la que había ido cambiando la manera de abordar los temas, los intereses que me llevaban a escoger las ideas sobre las que escribía. Y, cuando dediqué un poco de tiempo a echar la vista atrás y contemplar el camino recorrido, me di cuenta de que, aun cuando estaba satisfecho del nivel de los artículos, no lo estaba tanto del conjunto de los mismos, del edificio que vengo construyendo desde que inicié Auto(des)conocimiento hace un par de años; en palabras de Séneca, no me había consagrado a la honestidad, sino que había buscado la complacencia, el aplauso y el beneplácito de una audiencia invisible tratando de emular algunos de los elementos que —creía o sospechaba— podrían proporcionar éxito y crecimiento. Traicioné el espíritu de Gracián, que aconseja «nunca perderse el respeto a sí mismo», olvidando los porqués que me han llevado durante muchos meses a escribir y sustituyéndolos por espejismos contra los que, para mayor escarnio, he objetado en varias ocasiones. Maffei habla de «crear conflictos de ideas» como fórmula para cultivar ese pensamiento irreverente; en ese sentido, no tuve en cuenta esa necesidad a la hora de progresar con la escritura de esta newsletter. En lugar de elucubrar sobre las ideas que me apasionan para confrontarlas con lo establecido y sembrar las raíces de un corpus de textos genuinos, me abandoné a caminos ya transitados sin darme cuenta de que el destino de este viaje es, por definición, desconocido, por lo que no hay atajos, trochas o veredas que deba seguir.
Te cuento todo esto, aun cuando no me gusta insertar experiencias personales en los artículos, porque no creo que haya mejor ejemplo de la irrelevancia en la que se puede uno sumir si permite que sean las opiniones y gustos ajenos los que dicten la manera de interpretar el mundo. «Hay muy poca virtud en la acción de las masas», decía Thoreau: en efecto, no se puede confiar en desvelar las propias impresiones, en desarrollar las propias inquietudes, en explorar las propias carencias, en arrostrar los propios errores, si no asumimos la irrelevancia de la mirada ajena sobre aquello que hacemos. Es lógico aspirar a un rango de perfección que nos satisfaga, lo cual, hablando de creación y arte, supone un insoslayable cruce con ese público al que en último extremo arribarán nuestras obras; no lo es tanto, empero, amoldarse a las expectativas de una masa que, por distintos motivos —exposición, publicidad, opinión pública, presión social, adocenamiento, incultura…—, puede no ser receptiva ante la propuesta que ofrezcamos. Atenerse a unas normas (como ya hemos discutido tanto aquí como en Notes) que suelen concentrarse únicamente en objetivos comerciales, que solo buscan trabajar una metodología unívoca y ramplona, que apuestan por la uniformidad placentera, que encierran una anestésica manera de observar, que prescinden de cualesquiera riesgos artísticos, significa conceder la victoria de antemano a todo aquello que borra los rasgos interesantes para dejar tan solo los brotes más llamativos. Imitar estilos, apropiarse de temas o disfrazar opiniones solo implica una renuncia al propio ser: si la creación significa, literalmente, engendrar algo nuevo, plegarse a la irrelevancia, la planitud y el conformismo es, pura y llanamente, una derrota.
En sus Cartas a un joven poeta Rilke elucubraba sobre la inagotable fuente de ideas para el artista: «para el creador no existe la pobreza ni ningún lugar pobre o indiferente», decía; y así es, ya que dirigir la mirada hacia fuera, hacia lo —supuestamente— exitoso, no hace sino traicionar esa visión irreverente que, tal vez, algunos sí que podrían cultivar con pasión. No se debería temer ahondar en esa forma de pensamiento tan solo por su carácter diferencial, único, diverso: abrazar lo que ya se ha hecho, lo que mil veces se ha plasmado, lo que se puede encontrar en todas partes, lo que se confunde en el océano de irrelevancias que conforma la cultura cotidiana, no obedece a un prurito, sino a un miedo. Pessoa decía que «todo cuanto hacemos, en el arte o en la vida, es la copia imperfecta de lo que hemos pensado hacer»: de ahí el desasosiego constante del artista. Pero en esa fractura, en esa grieta, es donde reside el verdadero arte.
Emi, me ha gustado mucho este artículo. Me interpela profundamente la defensa de ese pensamiento irreverente, auténtico, que no se pliega a las lógicas de la complacencia ni al dictado de lo esperable. Esa reflexión que haces sobre el recorrido de tu propia escritura —y cómo, casi sin darte cuenta, fuiste cediendo espacio a lo que imaginabas que podría "funcionar"— es, a mi modo de ver, uno de los pasajes más honestos y valientes del texto. Porque es muy fácil teorizar sobre autenticidad; lo difícil es asumir cuándo uno ha empezado a traicionarla.
La cita de Pessoa me ha tocado especialmente. Es uno de mis autores favoritos, y esa frase —“todo cuanto hacemos, en el arte o en la vida, es la copia imperfecta de lo que hemos pensado hacer”— resume con una lucidez casi dolorosa el abismo que muchas veces sentimos entre lo que queremos expresar y lo que logramos concretar. Pero como bien decís, es en esa grieta donde puede surgir el arte verdadero.
Reivindicar la fidelidad a uno mismo, en un entorno cada vez más condicionado por la aprobación, la visibilidad y el algoritmo, es un acto de resistencia. Las masas no solo pueden volverse indiferentes al gesto singular, sino que además —como bien adviertes— tienen el poder de condicionar la obra antes incluso de que nazca, como si ya hubiera que escribir, pintar o fotografiar desde una previsión de recepción. Y ahí es donde uno empieza a imitar sin querer, a suavizar lo áspero, a omitir lo incómodo.
Gracias por recordarnos que todo acto creativo auténtico exige una forma de coraje.
Casi diría que hay más virtud, Emi, en desviarse y errar, darse cuenta de ello y corregir (y admitirlo), que en nunca haber llegado a errar.
Y me animo a referirme a tu trayectoria última como "error" parafraséandote a ti, pero yo ni siquiera lo llamaría así. Yo lo llamaría "humanidad", que es casi sinónimo de "errar" y "aprender". 😅
Gracias por tu honestidad y humildad, son refrescantes e inspiradoras.
Me quedo mirando a mi propia trayectoria en Substack con ojo inquisitivo... 🤔