Una de las paradojas más irónicas de nuestro tiempo es esta gran posibilidad de tiempo de ocio que, de algún modo, fracasa en traducirse a disfrute. Si nos comparamos con las personas que vivieron sólo hace unas generaciones, tenemos oportunidades mucho mayores de disfrutar de un buen rato, aunque no hay indicios de que realmente disfrutemos de la vida más que nuestros antepasados. Tener oportunidades no es suficiente. También necesitamos de las habilidades para utilizarlas. Necesitamos saber cómo controlar la conciencia (una habilidad que la mayoría de gente no ha aprendido a cultivar).1
Por la ventana puedo observar a los pájaros picotear los copos de pan que alguien ha tenido a bien esparcir por el césped que conduce al portal. Como piezas de un juguete infantil, las animalitos saltan, agarran y parten con movimientos tan fugaces como medidos. Cada uno de sus brincos es, al mismo tiempo, bello y gracioso: la elegancia que despliegan en el aire se torna vértigo en sus devaneos en pos de las migas.
Esta escena se repite a menudo (gracias a esos vecinos generosos con los restos de sus comidas) y cada vez que la contemplo me provoca una ternura inmensa, así como una suerte de tranquilidad. La naturaleza en su estado más inocente, más grácil, más ingenuo: los pajarillos danzando con sus cabriolas mientras devoran los trocitos de pan. Ese ritual transmite una serenidad insólita: no cabría esperar un poco de calma viendo comer a unos animalitos, pero así es. En ese acto tan mundano, tan natural, se puede uno encontrar disfrutando de lo cotidiano.
Es raro, no obstante, detenerse en un instante tan nimio como ese para buscar disfrute. Pareciera que el deleite, el placer, solo se halle en otro tipo de lugares: en los viajes, en los regalos, en las posesiones… en el «pronto» y el «ojalá» y el «cuando». Pareciera que casi podemos aferrarlo, pero siempre se mueve un poquito para alejarse de nosotros y situarse en la siguiente casilla, así que no queda más remedio que tirar el dado del deseo y volver a empezar la partida. Pareciera que casi, pero aún no.
Bien lo señala Csikszentmihalyi: tener oportunidades no es suficiente. No porque no se puedan encontrar la belleza y el placer en las cosas, sino porque no tenemos las habilidades para distinguirlas, para encontrarlas, para retenerlas. ¿Cómo aprehender aquello que anhelamos si no sabemos reconocerlo? Esos pequeños gorriones están ahí cada mañana para mí, pero solo si aprendo a mirar de otra forma aquello que me rodea soy capaz de extraerlos, de rescatarlos de ese todo uniforme que constituye mi cotidianeidad.
Ciertamente, siglos de avances y luchas han traído al mundo bienpensante occidental a un momento en el que el tiempo de ocio es casi un derecho en lugar de un anhelo. Aquello por lo que nuestros antepasados suspiraban, vacaciones, horas libres, permisos… se ha materializado para una buena parte de la población y se asume con total normalidad. Y, quién sabe, tal vez el verbo «asumir» sea el que condensa la maldición que supone aceptar ese hecho sin pensar sobre ello. Ocio y descanso no significan lo mismo. Y mucho menos ocio y placer. La sociedad sigloveinteyunista nos regala ese ocio con una mano mientras nos hurta la posibilidad de disfrutarlo con la otra. Esos pajarillos que picotean las migas de pan esparcidas sobre el césped siempre están ahí, pero (ya) no sabemos contemplarlos.
El auge de la productividad personal, del emprendimiento y de la autoexigencia nos hace propensos a buscar cualidades incongruentes en conceptos equivocados. El tiempo de ocio debería ser placentero, calmo y hermoso, pero suele desembocar en una carrera por hacer «algo más». No te basta el momento, necesitas (re)construirte a ti mismo con una nueva sabiduría, con una nueva vocación, con un nuevo propósito, con una nueva motivación, con una nueva experiencia, con una nueva habilidad… No te basta el «aquí», necesitas el «mañana».
No sé quién nos ha arrebatado la posibilidad de la lentitud, pero es tan real como dolorosa. Contemplar distraídamente a los pajarillos desde la ventana te hace sentir culpable, te recuerda que no estás haciendo algo útil. Pero… ¿útil para quién? Esa misteriosa y deletérea transferencia de significados entre los términos acaba con nuestras opciones de placer, porque nos arrebata el momento, el instante, el olvido. El ocio puede (no necesariamente, pero puede) vivirse desde la inacción, desde la languidez, desde la mera vivencia del pasar del tiempo. Como bien sabía Proust, el aburrimiento puede ser complejo y deleitoso, puede llenarnos tanto o más que cualquier reto desafiante, puede conducirnos al placer más extasiante… siempre que lo permitamos.
Quizá ha llegado la hora de abrazar el ocio como lo que es: la «inacción o total omisión de una actividad», según indica la RAE; abrazar su etimología más básica, aquel otium latino que emparejaba ese «hacer nada» con el crecimiento espiritual e intelectual; recrearnos en el dolce far niente que sanciona el no-hacer como algo valioso y deseable. En suma: disfrutar de la vida en su banalidad, en su nimiedad, sin escudriñar en busca de una ganancia ulterior que no existe.
Los gorriones se han marchado ya, pero en la hierba húmeda frente a mi ventana aún quedan los restos de rayos de sol y de tibieza matinal. Si la felicidad no es esto, se le parece mucho.
Fluir (Flow). Mihaly Csikszentmihalyi. Kairós.
Me encanta la reflexión y me uno a ese deseo de poder abandonarme a ese dolce farniente sin pretensiones ni plazos!
¡Buenísima entrada Emi!
De las cosas que más valoro de otras personas es la capacidad de deleitarse y emocionarse con eventos cotidianos: de ser capaz de disfrutar el ahora. Gracias por recordármelo :-)