Joel, mientras tanto, pensaba: lo necesita (mientras le oprimía la muñeca), y cuando ella retiró tímidamente la mano, se dijo: ojalá pudiera hacer algo más; y de repente, no por el bien de su mujer sino obedeciendo a un impulso propio, deseó abrazarla. Impensable. En lugar de eso, contempló su rostro sufrido y sus ojos miopes mientras ella miraba una vez más a través de la habitación y experimentó una momentánea sensación de orgullo incrédulo y complacido por su inmenso e inquebrantable coraje y una sensación también de orgullosa gratitud, a pesar de los pesares e incluidos todos ellos, por haber pasado tantos años con una mujer así; pero eso era imposible expresarlo con palabras. Y luego, una vez más, pensó en su hija y en lo que ésta había pasado y en aquello con lo que ahora tendría que enfrentarse.
Una muerte en la familia, James Agee
El hermoso vocablo castellano inefable, derivado del latín ineffabilis —que no se puede decir—, nos refiere a todo aquello imposible de ser expresado mediante el lenguaje: estamos ante algo real, pero que no seremos capaces de explicar con palabras. No creo que haya nada más bello que una percepción semejante; imagina una emoción, un pensamiento, un gesto, un rostro, que causa tan honda impresión en ti que no tienes forma de describirlo ajustándote a ese impacto sufrido. Inefable es algo mayestático, supremo, deslumbrante; algo tan imponente que su mera trasposición al lenguaje lo despoja de esa majestad inherente. Muchas emociones son, justamente, inefables; el amor, con toda probabilidad, sea una de ellas.
Sin embargo, la inefabilidad presenta una faceta triste, amarga, melancólica. El hecho de que no seamos capaces de transformar en palabras aquello que sentimos lo vela a los ojos de los demás, en especial a los de la persona interesada en caso de referirse a una emoción dirigida a otro; esa potente impresión que deslumbra y devasta queda para siempre enterrada en el abismo del silencio, en la inexpugnable prisión de nuestra afasia. Lo que podría —y debería— ser gozo y pasión y éxtasis queda, pues, reducido a un palpitar desbocado que los demás quizá solo puedan atisbar en el centelleo de nuestras pupilas o en la vacilación de nuestros labios. Paradoja sublime: la más poderosa emoción es incapaz de quebrar los barrotes del lenguaje, carcelero celoso de sus virtudes.
Quizá la clave está en esa diferencia entre emoción y sentimiento que Antonio Damasio explica en su ensayo En busca de Spinoza (del que ya te he hablado en un par de textos): lo inefable queda subsumido en la primera, primigenia y violenta, mientras que el lenguaje se relaciona mejor con el segundo, fruto del juicio y del razonamiento. Los ecos de Jane Austen resuenan en esta clásica dicotomía entre el juicio y la emoción, entre el sentido y la sensibilidad. Susan Sontag decía que «la compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita»; quizá sea cierto, pero cuán difícil es hallar el rastro de migas de pan que nos lleva desde ese puñetazo en el estómago —fruto del entusiasmo— hasta la plasmación lógica de sus consecuencias —corolario insoslayable de nuestra capacidad de raciocinio—. El narrador de Confesiones de una máscara dice que las emociones «no siguen un orden fijo. Antes bien, y al igual que las partículas del éter, prefieren revolotear con libertad y flotar eternamente trémulas y cambiantes». De ser cierto, lo inefable no puede sino permanecer como tal ante la imposibilidad de tornarlo transparente para los demás.
El amor de Joel por su mujer es puro y sincero, qué duda cabe. Pero mi pregunta es: ¿tiene valor intrínseco ese sentimiento si no sabemos —o podemos… o incluso queremos— traducirlo a palabras? ¿De qué sirven la lealtad, la compasión (Sontag de nuevo) o el amor si su objeto no recibe la señal apropiada, el mensaje que confirme su papel de receptáculo de nuestros desvelos? La empatía (de la que hablaremos el próximo domingo) es el epítome de esta reflexión: ¿qué sentido tiene experimentar algo —lástima, dolor, alegría— por otra persona si esta no es partícipe directa de la emoción? Si la emoción no provoca una respuesta, un cambio, una modificación en el sujeto de la misma, ¿cuál es su propósito?
Lamento confesar mi total incertidumbre a este respecto. Pero, aunque exploraré el domingo los límites y posibilidades de esa empatía, por el momento me atrevo a suponer (lo comparto contigo para conocer tu opinión) que el valor de esas emociones primitivas y viscerales se funda, justamente, en su carácter violento y explosivo: en esa aparición repentina e inesperada no hay doblez, no hay malicia, no hay contubernio, no hay expectativa; solo existe la pureza de un dolor o una alegría contundentes, absolutos, que no atienden a urdimbres ni entienden de fines. En ese despojamiento de intereses, pienso, se halla su trascendencia. Lo inefable puede gritar muy alto desde su silencio.
El texto plantea una paradoja que atraviesa la experiencia humana con una profundidad inquietante: la incapacidad de traducir lo más auténtico en palabras. La inefabilidad de ciertas emociones no solo es una limitación del lenguaje, sino también una revelación sobre la naturaleza misma del sentir. No todo puede ser dicho sin perder su esencia; hay experiencias que resisten la forma, que se niegan a ser contenidas en el corsé de la gramática, y es precisamente en esa resistencia donde radica su verdad.
Me resulta especialmente reveladora la reflexión sobre el amor de Joel por su mujer. Un amor que no se verbaliza, que se aferra a la presencia, a la mirada, al gesto contenido. ¿Es menos real por no ser expresado? La idea de que un sentimiento deba ser comunicado para adquirir valor es una trampa del lenguaje, una imposición de nuestra necesidad de certeza. Hay amores que existen sin testigos, lealtades que no buscan confirmación, dolores que no requieren audiencia.
El texto también introduce una cuestión esencial: ¿de qué sirve un sentimiento si no es percibido por su destinatario? ¿Es suficiente sentir o es necesario que el otro lo sepa, que lo devuelva, que lo reconozca? Aquí se dibuja una tensión sin resolución definitiva. Sentimos porque estamos vivos, porque es la condición primaria de nuestra existencia. Pero al mismo tiempo, el ser humano es un animal simbólico que busca en el lenguaje y en la respuesta del otro la validación de su experiencia.
Quizá el punto más potente del texto resida en la relación entre emoción y lenguaje. La distinción que plantea Damasio entre la emoción como fuerza primigenia y el sentimiento como su racionalización encaja con esa lucha eterna entre lo que se siente y lo que se dice. La emoción es pura en su irrupción, pero en el momento en que intentamos atraparla en palabras, se filtra, se desgasta, se acomoda a los límites del discurso. Lo que no se dice, a veces, se mantiene intacto, inmenso, libre de interpretaciones ajenas. Algunas emociones, de hecho, se vuelven más poderosas en su inefabilidad. Hay sentimientos que, al ser nombrados, pierden su brillo, como si el lenguaje los limitara en lugar de engrandecerlos.
Por eso, creo que la tendencia a medir la validez de una emoción según su capacidad de generar un impacto en el otro es, en cierto modo, una trampa. No todo lo verdadero necesita ser proclamado. Hay lealtades que no requieren gestos, afectos que se sostienen en el silencio. Sentir es, en sí mismo, suficiente. No hace falta que el otro lo perciba para que sea auténtico.
La emoción no necesita un propósito para ser válida. No tiene que generar un cambio, no tiene que ser útil, no tiene que traducirse en acción. Basta con que exista. Porque sentir, aunque sea en la más absoluta soledad, es la prueba última de que estamos vivos.
Para mí, sentir es suficiente porque nos constituye, nos define, nos inscribe en la experiencia de lo vivo. Que el otro lo perciba es secundario. Hermoso, deseable, pero no imprescindible.
Hermoso texto, Emi.
El cierre de tu texto me ha emocionado, Emi. 😌 Irónicamente, no te sabía decir qué emoción me ha generado... así que has logrado a la perfección tu propósito de transmitirnos tus reflexiones sobre lo inefable.
Ya que nos preguntas por ello, te compartiré mi visión sobre este tema. Como buena "neptuniana", lo inefable tiene un lugar prominente en mi vida cotidiana. (Lo cual tiene sus pros, y sus contras). Según yo lo veo, las emociones que asociamos a lo inefable no requieren ser puestas en palabras para cumplir su función principal, que es recordarnos -de manera bastante visceral, no mental- que estamos ante algo que nos trasciende.
Creo que las emociones inefables son siempre un atisbo de nuestra pertenencia a una realidad que es mucho mayor que nosotros, pequeños individuos humanos.
Qué hagamos nosotros con la experiencia de lo inefable, ya dependerá de cada uno: intentar ponerlo -a malas penas- en palabras para transmitirlo, dejar que nos empuje o movilice hacia la acción coherente con la experiencia interna, o simplemente dejar que nos *transforme* por dentro. Pues esas experiencias suelen ser potencialmente transformadoras, y creo que para bien. ¿No crees?
Dicen algunos que la propia palabra "emoción" contiene la clave de su naturaleza y función: que es una energía hecha para movilizarnos (e-moción). Esa movilización puede ser en forma de palabras, gestos, acciones, o movimientos internos de cambio.
En el caso de las emociones inefables, al ser tan... inefables, la acción que generan es, irremediablemente, de una índole más sutil o refinada. Y no tienen fácil traducción a palabras y gestos concretos, como tú bien decías. Pero que no tengan fácil traducción no significa que no lo podamos intentar... para eso están la poesía y el arte! 😄
Gracias por compartir esta reflexión, Emi. Me ha gustado mucho (como siempre).