Los signos del arte
Cómo el pensamiento y la interpretación nos revelan la esencia de lo real
… el mundo del Arte es el último mundo de los signos; y estos signos, como desmaterializados, encuentran su sentido en una esencia ideal. Desde entonces, el mundo revelado del Arte reacciona sobre todos los demás, y principalmente sobre los signos sensibles. Los integra, los colorea de un sentido estético y penetra en la opacidad que todavía conservaban. Entonces comprendemos que los signos sensibles ya remitían a una esencia ideal que se encarnaba en su sentido material. Pero sin el Arte no habríamos podido comprenderlo, ni superar el nivel de interpretación que correspondía al análisis de la magdalena. Por ello todos los signos convergen en el arte; todos los aprendizajes, por las vías más diversas, son ya aprendizajes inconscientes del arte mismo. En el nivel más profundo, lo esencial está en los signos del arte.
Proust y los signos, Gilles Deleuze
Ese mundo del Arte, imponente con las mayúsculas con las que lo dota Deleuza, deslumbrante en su fascinación revelada y reveladora, incognoscible en la tiniebla de su belleza, esconde en su interior un secreto que todos pugnamos por desvelar. Atrapar ese significado de los signos esenciales, un significado que nos rehúye y que se encierra en la concha de su complejidad, es el objetivo (o debería, en tanto intérprete espontáneo de la obra) de todo aquel que se acerca a una creación artística. Lo esencial reside en la exégesis de esos signos que, como señales —disculpa la reiteración—, van marcando un camino de descodificación por el que transitar. Puesto que no somos iguales, que ninguno compartimos experiencias, conocimientos, expectativas y aprendizajes, es indudable que ese camino, aun considerado como único, es tan múltiple como heterogéneo. En ocasiones, consideramos que esa subjetividad supone un arma de doble filo: por un lado, sanciona el desarrollo de una infinidad de puntos de vista; por otro, justamente esa variedad dota a la subjetividad de cierta incoherencia.
Lo cierto es que el conocimiento es un proceso que se basa en la elaboración de una red interpretativa tan vasta como sea posible. Pergeñar una teoría subjetiva (algo inevitable en tanto seres únicos como somos cada uno de nosotros) no entraña «pecar» de falta de objetividad: en el caso de la interpretación, subjetivo y objetivo no están reñidos; esa dicotomía, en todo caso, tiene sentido si la aplicamos al paso previo a esa construcción interpretativa, que sería la fase de recogida de información. Una vez que recopilamos y destilamos esos datos objetivos, lo que ocurre es que comienza la ardua tarea (quizá la de una vida entera, si pensamos bien) de establecer relaciones que nos permitan tejer redes de significación que doten de sentido a todo aquello que hemos ido acumulando en nuestro caudal de saber.
«El pensamiento carece de fin u objetivo al margen de sí», dice Hannah Arendt, contraponiéndolo a la cognición, que tiene un objetivo definido y práctico. En efecto, el acto de pensar como tal no presenta un carácter teleológico, no (pre)supone un fin concreto al que se tienda, como sí lo hacen las ciencias. Por tanto, la mejor opción —la única, me arriesgaría a decir— que tenemos es la de utilizar ese pensamiento como tejedor de interpretaciones: el Arte nos brinda los signos que reunimos, desciframos y analizamos para levantar un muro de comprensión que permita enfrentar y confrontar la realidad. Llegados a este punto, y como firme defensor del conocimiento —como nunca me canso de repetir en estos artículos— y de su relación con las artes, no puedo imaginarme un cemento más sólido para construir ese muro que reunir la mayor cantidad de aquel. Es esencial disponer de un corpus ingente de conocimientos para establecer relaciones entre los datos y nuestra interpretación de los mismos y sus conexiones; si los cimientos de esa red de juicios y razones son sólidos, si los fundamentos de esos lazos entre ideas y teorías son resistentes, la interpretación, por subjetiva que sea (que lo será, como es lógico), tendrá la fuerza de una hipótesis basada en datos empíricos.
Quizá por eso afirma Chantal Maillard en su ensayo La razón estética: «Hacer arte es articular, poner orden donde no lo había o donde había otro y presentarlo para su integración y la posterior configuración en/de la conciencia». El Arte (como Deleuze, lo prefiero con mayúsculas) nos desvela el significado de esos signos que marcan la esencia, que iluminan el camino al entendimiento; por eso su interpretación, subjetiva, sí, pero basada en razones arduamente entretejidas, nos brinda la visión más cercana que podamos tener de la verdad, de lo absoluto, de lo real. Si acaso es posible alcanzar un conocimiento —más o menos— fiable de lo que nos rodea, sin duda es el Arte el vehículo que puede ayudarnos a ello. «Es el individuo quien hace al arte, no ya el arte quien hace al individuo, como ya no es la obra lo que cuenta, sino el comentario que la precede o sucede», nos recuerda Emil Cioran; el arte nos preexiste, nos precede, nos otorga la conexión entre el signo y el sentido, entre lo material y lo inmaterial. Por eso la interpretación, con toda su carga de subjetividad, es el medio de abrirnos los ojos a la eternidad.
"interpretación, subjetiva, sí, pero basada en razones arduamente entretejidas, nos brinda la visión más cercana que podamos tener de la verdad, de lo absoluto, de lo real." La interpretación se entreteje con textos (tejidos), correcto. Pero nos empeñamos en conocer La Verdad y no terminamos de asimilar que en un mundo finito el Infinito, ni cualquier Absoluto, tienen sentido. Los Absolutos sólo son tal como conceptos, no tienen realidad en absoluto. Ni Dios ni La Verdad ni El Bien ni El Alma es algo que se pueda definir. Son, por definición, infinitos, es decir, indefinibles, inabarcables, y por tanto irreales.
El profe de budismo en el último capítulo de White Lotus lo deja clarito: "Es más sencillo sentir paciencia cuando terminamos por aceptar que las certezas no existen."
Qué belleza hallar en estas líneas una defensa del arte como espacio revelador y una vindicación del pensamiento entendido como experiencia sin fin, sin meta, sin otra utilidad que la de desplegar significados en espiral. Emi, has tejido una red densa y lúcida en la que Deleuze, Arendt, Maillard y Cioran dialogan entre sí y, además, con la vida misma.
Me conmueve especialmente esa idea de que el arte no crea sentido, sino que lo revela. Como si los signos estuvieran ya ahí, aguardando a que la mirada —ese acto radical de interpretación— les insufle su verdad. El arte, no como constructo, sino como descubrimiento de una esencia que se oculta en lo sensible, en lo informe.
Afirmar que la subjetividad interpretativa no es un obstáculo sino, más bien, un terreno fértil para la comprensión es también un acto de resistencia: resistencia al dogma, al utilitarismo, a la reducción del pensamiento a un simple algoritmo de certezas. Has descrito el arte como lo que en efecto es: un campo en el que se cruzan los hilos de la experiencia y la razón estética.