Los límites de la curiosidad
¿Nos lanzamos hacia el conocimiento con los brazos abiertos, o es más bien este el que nos atrapa en sus redes sin que seamos conscientes de ello…?
[…] toda formación es ineludiblemente incierta porque no solo es algo que no se puede terminar de una vez por todas, sino que tampoco se puede programar ni quedar sujeto a una planificación. La verdadera formación —que habría que distinguir de la educación o del aprendizaje— no tiene ni finalidad ni objetivo, porque no es sino un «modo de ser» que nace y muere en el tiempo del mundo. Ser lector es ser en imprevisible formación.
La sabiduría de lo incierto, Joan-Carles Mèlich
Hace ya unas cuantas newsletters (en esta, en concreto) te hablé de la teoría de John Locke sobre las fuentes de conocimiento primarias —las impresiones del mundo— y secundarias —las ideas desarrolladas a partir de las primeras—. Según lo veo, esas fuentes secundarias son, en realidad, casi un elemento inherente a la vida misma: un rasgo intelectivo que todos poseemos, pero que quizá no desarrollamos por igual a lo largo de la existencia. En el fondo, a ese elemento podríamos denominarlo «curiosidad», porque es ella la que nos acicatea cuando ignoramos algo o cuando deseamos con fervor conocer los entresijos del saber. La curiosidad, lejos de ser perniciosa por muchos felinos que pueda enterrar, es el atributo más divino que poseemos, aunque no la cultivemos tanto como deberíamos.
Refiriéndose a la lectura, Joan-Carles Mèlich habla de algo que «no se puede terminar de una vez por todas», y ese es el quid de la cuestión que me ocupa: es imposible que la curiosidad, entendida como formación (como proceso de conocimiento en marcha), pueda tener límites. En el caso de los libros (que no deja de ser, al fin y al cabo, el terreno sobre el que se levanta este tembloroso edificio que es Auto(des)conocimiento,) la posibilidad de que puedas continuar explorando, aprendiendo, navegando, es potencialmente infinita; no solo pienso en los libros de no ficción, que recogen saberes de todos los tipos y de todos los niveles, sino de la misma Literatura, esa que solo puede escribirse reverencialmente con mayúscula, y que nos muestra en sus inagotables formas una miríada de conocimientos que, además, son los que más de cerca nos tocan: los humanos.
Porque la formación (llamémosla así para seguir la terminología de Mèlich) no es algo relativo exclusivamente a lo técnico, lo tangible, lo útil; la formación nos remueve por dentro y nos provoca, nos seduce y nos acicatea, y así es como podemos pasar de meros observadores de la realidad a seres sociales. Claro que no existen las respuestas, ya que no existe tampoco «finalidad ni objetivo»: simplemente nos tenemos a nosotros, a nuestra mirada hacia fuera y a la imperiosa necesidad de suplir ese vacío inmenso del alma que, gota a gota, intentamos —fútilmente, por supuesto— llenar con el saber de otros. Ese saber inútil, al que tanto amor profesaba Nuccio Ordine, y que es, en verdad, el armazón de nuestro espíritu humano, de nuestra conciencia social.
«Le amaba por mil razones, le amaba también porque él amaba los libros. Amaba su curiosidad siempre renovada», dice la protagonista de Basada en hechos reales, de Delphine de Vigan, describiendo a su pareja. Ese amor es mucho más que una atracción, que una relación: es el implícito reconocimiento de que somos capaces de amar a otros por esa formación que percibimos en ellos; más allá de lo físico o lo inmediato, lo que verdaderamente nos conecta con los demás es la sensación de que podemos aprender de ellos, aprender con ellos. La curiosidad no es solo un acercamiento a la sabiduría, sino al alma.
Cuando desdeñamos esa formación de la que habla Mèlich, en última instancia estamos renunciando a lo que nos hace humanos. La inercia, la pasividad, la renuencia, son rasgos que asoman de cuando en cuando en todos nosotros, pero que no forman parte integral del espíritu humano; este es laborioso, desafiante, inquieto, juguetón y, sobre todo, curioso. Si nos dejamos llevar por la apatía que parece permear la sociedad moderna, no nos queda más horizonte que el de apretar botones del mando a distancia, ejercitar las falanges del pulgar hasta herniarlas o —si eres de la secta de los early adopters,— gesticular con las manos para ver una película proyectada en el techo de tu salón. Lejos de criticar el ocio, lo que intento mostrarte es que la curiosidad es una cualidad intrínsecamente activa, que nos permite proyectar nuestros deseos y, en muchas ocasiones, colmarlos, ya sea de manera directa o indirecta. Tener la opción de conocer de forma azarosa datos y emociones, hechos y personas, es algo que va más allá de la mera contemplación pasiva; nos sitúa en el nivel de los creadores, de los actuantes, de aquellos que no se conforman con lo dado y buscan el «qué» detrás de cada cosa.
La formación, la curiosidad, el saber… todo es la misma cosa. Esa cosa no es sino el alma en estado puro, cuya vida Spinoza sostenía que viene definida por la inteligencia; y, de ser así (no seré yo quien lleve la contraria al filósofo), solo mediante el cultivo de esos dones podemos asumir que poseemos un alma verdadera, plena, rica. La curiosidad actúa de manera disimulada: siempre está ahí, acicateando, así que solo debemos dejarnos llevar para saciar esa sed, incluso aunque no tengamos muy claro su origen. Negarnos de forma activa, rechazar la panoplia de conocimientos que se nos conceden, no solo significaría colocarnos en una posición desventajosa en términos de sabiduría, sino desdeñar la propia concepción del alma como instrumento de saber. En palabras de Mèlich, existir es, casi por definición, vivir en «imprevisible formación». No concibo mayor placer que ese.
Creo que "la curiosidad mató al gato" se dice más por el cotilleo que por la curiosidad. Al fin y al cabo, el cotilleo se basa en el morbo y en ese intento de juzgar vidas ajenas, mientras que la curiosidad, desde un punto de vista estricto, es más ese preguntar "por qué" de los niños. Nunca se cansan de hacerlo y a una respuesta de un adulto siempre insisten en preguntar por qué. Quieren saber la razón por la que algo pasa y sólo una respuesta del adulto señalando su ignorancia sobre el enésimo por qué, parará, por el momento, su insistencia... hasta que descubran otra cuestión que llame su interés. También están los más peligrosos para su propia integridad: los que investigan por su cuenta (por ejemplo, metiendo horquillas de moño en enchufes para ver qué es la electricidad...).
Los mayores, que no tenemos en muchos casos un "adulto" que nos ilumine, leemos libros, vamos a conferencias o vemos documentales, pero esencialmente seguimos haciéndonos preguntas. Evidentemente no todos, pero no todos los niños son igual de curiosos ni de investigadores.
Muy interesante la reflexión de hoy. Un aplauso.
Bendita curiosidad. Bendita Literatura. Con mayúsculas ❤️