Lo simple es aburrido
O por qué «A la busca del tiempo perdido» nos enseña a disfrutar de las pequeñas cosas
Cuando era adolescente y empecé a adentrarme en la voracidad de la lectura de los clásicos, había un libro que me atraía por encima de todos los demás: A la busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Entre otras cosas, estaba fascinado por el aura de «lectura compleja» de la historia: frases que se extendían durante páginas y páginas; un flujo de conciencia tan bello como enmarañando; un narrador obsesivo que se fijaba en los detalles más nimios; una trama que se desmadejaba con una morosidad perturbadora… Todo ello formaba un retrato fascinante que me seducía y me aterraba por igual.
No tardé mucho en sentirme preparado para abordar el reto y opté por la fabulosa edición que, hace años, preparó Mauro Armiño para la editorial Valdemar. Tres tomos repletos de notas, bibliografía y citas que hacen de la lectura una experiencia sublime.
Porque ese es el único término que puede hacerle justicia a la aventura de leer a Proust. Uno deja atrás el presente, lo cotidiano, para embeberse en una vida tan real que llega a convertirse en propia. Palabras que fluyen como el mar, que te salpican y te mecen; párrafos que traen a la orilla de tu memoria recuerdos vicarios que se convierten en tuyos; personajes que se transforman en seres conocidos a los que te parece poner rostro y voz; historias que se entretejen en tus vivencias hasta hacerte dudar de si lees o eres leído…
A la busca del tiempo perdido no es un libro complejo. Es la vida.
Y, como tal, tiene momentos complicados, detalles oscuros y experiencias difíciles de interpretar. Nadie nos proporciona un manual de instrucciones para vivir: debemos desentrañar este frágil proceso por nosotros mismos, hasta darnos cuenta de que faltan piezas en ese diagrama de montaje. Por fuerza o de grado, (casi) todos llegamos a entender que las líneas de nuestra historia son enrevesadas y sinuosas; y, quizá por ello, cada minuto de nuestra existencia es precioso en sí mismo.
La complejidad, pienso, es una parte inherente al mismo hecho de existir. No solo la existencia en sí es compleja, sino que lo es nuestra mente, nuestras relaciones, nuestros procesos, nuestras decisiones… Toda esa maraña de inaprensibilidades conforma el núcleo de la vida, la esencia de todas las cosas. Nada es simple; por eso todo es maravilloso. Tratar de eliminar la complejidad solo puede reducirnos a un proceso de infantilización que nos sume en la ignorancia; el creer que algo es sencillo no lo facilita y eso puede provocar frustración. No es de extrañar que en muchas ocasiones seamos incapaces de afrontar un dilema al no poder contemplarlo en todas sus facetas. Se habla de una «generación de cristal», pero en realidad hace mucho tiempo que todos buscamos una simplicidad cotidiana que es antitética a la propia existencia.
Proust sabía (o quizá intuía) todo esto. Es probable que, entre otros motivos, esa convicción le llevara a crear una historia que aborda los aspectos más comunes de la vida (el amor, los celos, la ambición, el deseo), pero utilizando el lenguaje como medio para expresar su bella complejidad. Su excelso libro, pues, no es simplemente una frivolidad consecuencia de una obsesión por entorpecer la experiencia del lector, sino un fiel reflejo de lo abstruso de la vida magníficamente volcado en forma de palabras.
Y, curiosamente, después de casi un siglo nos encontramos con una sociedad que, lejos de aprehender esa sagrada belleza de lo complejo, se afana en alejarlo como si la simplicidad fuese la solución a los problemas del ser. Leemos textos con frases de una docena de palabras; vemos vídeos de quince segundos; mantenemos charlas de cinco minutos; nos embarcamos en relaciones de un par de semanas… Todo es tan plano como nuestra capacidad de atención; lo complicado, lo arduo, lo intrincado es visto como algo superfluo y condenable.
No se puede negar que evitar las complicaciones es algo inherente a cualquiera; nadie pretende hacer su vida más compleja por el mero hecho de afrontar dificultades. Pero la aceptación de la complejidad es lo que nos hace humanos, lo que nos permite abordar problemas y resolverlos (o al menos intentarlo), lo que nos conduce a apreciar lo hermoso de los detalles intrincados. Si no tenemos la paciencia de urdir el tapiz, jamás podremos contemplar el resultado completo.
Emi, ¡me ha encantado!
Creo que todos tenemos un anhelo de seguridad: querer simplificar la vida para hacerla totalmente predecible.
Pero, creo que este anhelo de seguridad es contraproducente. No hay nada de malo en vivir una vida compleja e impredecible, de hecho, es la única forma que conozco para vivir :-)
Buenas 🎁 reflexiones