La sensatez es la virtud olvidada de nuestro tiempo. Un sabio que no es también sensato es peligroso o, en el mejor de los casos, inútil.
El primer siglo después de Béatrice, Amin Maalouf
El mundo se amplió hace mucho tiempo, abriendo sus puertas y abrazando la conexión de toda la humanidad, ofreciendo sus dones sin frontera conocida, brindando su cultura sin abismos de lenguas, mostrando su conocimiento sin el freno de la desconfianza. Se amplió y trajo consigo una época de inmenso saber, de innumerables descubrimientos y de progreso —aparentemente— infinito, un momento dulce que nos acoge a todos y nos facilita el acceso a la sabiduría mediante cualesquiera medios que podamos alcanzar, manejar y, últimamente, casi incluso soñar. Se amplió y somos más cultos, más eruditos, más inteligentes. Pero, quizá, en efecto, no más sensatos.
Hace más de cinco siglos, Erasmo, en su obra más universal, ponía en boca de la estulticia estas palabras: «¿de dónde procede este encanto de la juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los que menos sensatez tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgustan?». Y es que el placer no parece llevarse bien con el juicio: abundan las disensiones y menudean los conflictos. Seguir a la razón es un camino arduo (como ya hemos hablado tú y yo en numerosos textos), plagado de espinas y reveses; un camino que exige tanto sacrificio como prudencia, porque el alma tiende a buscar su comodidad por encima de cualquier otra consideración, y lo cierto, nos guste o no, es que el conocimiento es una fuente inagotable de contradicciones, fallos, contrariedades y problemas. La propia estulticia así lo expondrá unas cuantas páginas más adelante dentro del Elogio de la locura: «si el más torpe es aquel más satisfecho de sí y el rodeado de mayor admiración, ¿quién preferirá la verdadera sabiduría, que cuesta tanto trabajo adquirir, que vuelve luego más vergonzoso y más tímido y que, en suma, complace a mucha menos gente?».
El conocimiento, sin duda, nos llega con esfuerzo, pero también con una hoja afilada oculta a la espalda. Creerse en posesión de un saber, siquiera vulgar (del vulgo, común), parece inocularnos el tósigo de la petulancia y la vanagloria, devaluando así el buen sentido del discernimiento y azuzando el fuego de nuestro orgullo. Maalouf así lo vio, y si abrimos los ojos lo percibiremos por todas partes: aquí, en esta red (plagada de sedicentes escritores cuyas opiniones acerca de la política o la sociedad, maquilladas con los afeites de la moderación, son tan insensatas como carpetovetónicas), en la calle, en los medios, en la familia… Todos sentimos la llamada de la soberbia —no en vano pecado capital— cuando creemos estar seguros de lo que sabemos, olvidando que el conocimiento es el camino y no la meta, que jamás llegaremos a atisbar siquiera una mínima parte de la sabiduría del universo y que, por supuesto, todo ese potencial de inteligencia debe estar sometido al buen uso del juicio. Milton expresaba esa responsabilidad cuando el Creador habla sobre la caída de sus criaturas: «el hombre / peca, pues, responsable de todo ante sí mismo, / tanto en lo que él prejuzga como en lo que él elige».
La sensatez, pienso, es, ante todo, ser responsables de nosotros mismos con la ayuda del bagaje que reunimos en la vida. Saber, aprender, alcanzar, lograr, ganar… no significan nada si lo adquirido no pasa por el filtro del (buen) juicio, de la prudencia que tanto elogiaba Baltasar Gracián: «el mayor necio es el que no se lo piensa y a todos los otros define». En esa definición constante es donde encontramos (o perdemos) al declamador, al vanidoso, al insensato: los que imponen su conocimiento como un mazo justiciero, haciendo alarde de sapiencia; los que juzgan al resto desde su púlpito de seguridad, esgrimiendo su virtud como argumento; los que abruman a la masa con su ilustración, confundiendo cultura con humanidad. La información, la erudición, no otorgan per se un rol privilegiado u honores distinguidos: de nada sirve el conocimiento si no lo insertamos en ese marco que es la sociedad, el mundo… los otros; no en vano «sensato» se enraíza con sensus, con el buen juicio, con las impresiones, con la sensibilidad.
Quizá más que nunca necesitamos aprender a conjugar el vasto caudal de saberes cuyo acceso disfrutamos con esa sensibilidad para aplicarlos de forma debida. Una sensatez que nos muestre el reflejo de nuestro mejor ser. Una sensatez útil.
El necio afirma saber, el sabio duda, que decía Aristóteles. Y eso es un problema, desde luego para Russell, que lo elevaba de categoría en su conocida frase: “El problema con el mundo es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas”.
La tentación de creer que se sabe es muy poderosa. Hay que estar en guardia, especialmente los que nos atrevemos a veces a pontificar en sitios como este. Dunning-Kruger, el peligro de creer que se sabe y esas cosas. He escrito sobre ello en varios de mis escritos. Y, ojo, yo no tengo mucha idea ;)
Buena reflexión, Emi.
Una reflexión tan lúcida como necesaria. Hemos expandido el conocimiento hasta hacerlo inabarcable, hemos tejido redes de información que nos conectan con cada rincón del mundo, pero ¿hemos aprendido a ser más sensatos? Como bien señalas, la erudición sin juicio no es más que una máscara brillante que oculta la soberbia del que cree saber.
Erasmo ya nos advertía del peligro de la vanagloria intelectual, y hoy su eco resuena más que nunca en este océano digital donde la opinión ha suplantado al pensamiento y la certeza al cuestionamiento. La información nos rodea, pero la prudencia parece ausente. Creer saber nos hace sentir seguros, pero esa seguridad es, en sí misma, un velo que impide el verdadero aprendizaje.
La sensatez, como bien dices, es un equilibrio entre saber y comprender, entre conocer y aplicar con humanidad ese conocimiento. No se trata solo de acumular datos, sino de integrar lo aprendido en la vida, en la sociedad, en la mirada hacia el otro. Porque, al final, no es el que más sabe quien ilumina el mundo, sino aquel que, sabiendo, aún se permite dudar.
Gracias por esta reflexión!