La obstinación de ser
El arte de existir sin existir: lecciones de voluntad y realidad en «El caballero inexistente», de Italo Calvino
Bienvenid@ a esta sección de Auto(des)conocimiento.
Como verás por el título, «Entre líneas» pretende unir dos elementos que, aunque puedan analizarse por separado, por lo común tienen una relación más estrecha de lo que parece: literatura y pensamiento.
No hay texto sin ideas, ni ideas sin texto. Por eso (y muchas otras razones), «Entre líneas» servirá para establecer y analizar los nexos entre las historias (no siempre de ficción, ya que puede que haya también ensayos) y los conceptos que se encuentran en ellas, a veces de manera muy evidente y otras no tanto.
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Y ahora, vamos con el artículo.
La historia que Calvino imaginó en El caballero inexistente es tan sencilla como candorosa: un hombre que no existe participa en una guerra injusta (perdón por la redundancia) y demuestra poseer más «entidad» que algunos de sus correligionarios. Sencilla, sí, pero (como ocurre en muchas obras del italiano, que encierran una acerada visión del mundo tras una fachada de simpleza e inocencia) cuajada de agudas visiones sobre nuestro papel en el mundo, sobre la voluntad de perseverar y hacernos mejores, o sobre el papel de la imaginación en los acontecimientos del mundo real. Temas todos ellos, como ya estarás comprobando, que suelo traer a colación en estos artículos a menudo, ya que conforman —al menos en mi opinión— la base de lo que nos hace humanos: curiosidad, voluntad y ser.
En verdad, El caballero inexistente está repleto de conceptos interesantes que pueden ser estudiados minuciosamente, como si nos travistiéramos de científicos, en pos de algunas pistas sobre el carácter del individuo. Pero como es inevitable restringir esta entrega (primera y confío que no última) de Entre líneas a unos pocos, vamos a profundizar solo en unos pocos, comenzando por el que constituye, creo yo, la piedra de toque de la novela y uno de los rasgos fundamentales de nuestra naturaleza: la voluntad.
El yelmo estaba vacío
Agilulfo pareció vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío.
Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
—¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver! —dijo Carlomagno—. ¿Y cómo os las arreglais para prestar servicio, si no existís?
—¡Con fuerza de voluntad —dijo Agilulfo— y fe en nuestra santa causa!
—Claro, claro, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, valéis mucho.
Nada más extraño y, si me apuras, paradójico, que un hombre que no existe batallando por una causa auténtica en un paraje verdadero; imposible representarse una situación tan inverosímil, tan absurda, tan kafkiana. Pero Calvino lo detalla con una naturalidad pasmosa. Agilulfo se presenta al servicio de Carlomagno, aun cuando no tiene cuerpo físico, para llenar con su armadura resplandeciente el «hueco» que deja su abstracción; el vacío se presenta, así, como un poder en sí mismo, como un concepto que pasa de lo intangible a lo tangible, una idea que se torna efectiva para poder intervenir en la realidad. Pero lo que a nosotros, lectores, nos resulta asombroso e increíble, para Agilulfo es palmario: a la pregunta que su señor le plantea, no duda en responder que es la fuerza de voluntad lo que le ha llevado a «encarnarse» en guerrero.
La vida no es un simple camino que recorrer (aunque la ficción, como afirmaba Stendhal, transite por él como un espejo): es más bien un lienzo que llenamos con los pinceles de los que disponemos mientras contemplamos el paisaje que deseamos reflejar en él. Aunque el primer símil es muy utilizado (yo mismo lo he hecho en otros textos), lo cierto es que es el segundo el que se acerca más a la verdadera condición de la existencia.
El problema, quizá, es que ese lienzo está sujeto tanto a nuestra mirada como a la del resto, a la del propio mundo, y eso puede hacer que nos «despistemos» y perdamos la noción de aquello que tratamos de representar. No solo es complicado concentrarse en esa pintura, sino que aún más lo es sustraerse de la miríada de interrupciones, añadidos, interferencias, borrones y enmiendas que provoca la continua interacción con lo que nos rodea.
Para Agilulfo, sin embargo, el objetivo es claro: la fuerza de voluntad le permite llevar a cabo aquello que a cualquier otro se le antojaría imposible (ni más ni menos que henchir una armadura para participar en una guerra como un soldado más). Más allá de su construcción ficcional, Calvino presenta a un personaje cuyo motor es su absoluto convencimiento de que puede hacer aquello que desea, aun cuando el impedimento evidente —carecer de cuerpo físico— pareciera insalvable.
Algo más concreto
… los ojos de Rambaldo fueron buscando algo: era la blanca armadura de Agilulfo lo que esperaba encontrar, quizá porque su aparición habría convertido en algo más concreto al resto del ejército, o bien porque la presencia más sólida que había encontrado era justamente la del caballero inexistente.
Es sencillo ponernos manos a la obra con las cosas que sabemos seguras, utilizar las habilidades que dominamos a la perfección, conseguir los objetivos que nos garantizamos como factibles. Más allá de la horripilante idea de la «zona de confort», lo cierto es que tenemos una aversión al riesgo tan grande como nuestra querencia por lo cómodo, por lo conocido, por lo fácil. Y es lógico, porque aventurarse a probar algo que jamás hemos llevado a cabo implica aceptar riesgos que pueden ser onerosos en todos los términos.
Sin embargo, el personaje de Agilulfo muestra que la voluntad puede ser el motor de la propia existencia. Hacemos (o podemos hacer) las cosas porque nos proponemos hacerlas, no solo porque podemos; puede que en ese intento perdamos algo —tiempo, recursos, posesiones—, pero también habremos ganado la seguridad de esa fuerza que empuja, de ese élan del que hablaba Bergson y que nos impele a «ir más allá», a evolucionar. De ahí que los demás admiren al protagonista de la novela como alguien «verdadero», existente.
En verdad no era nada
De modo que también del amor, como de la guerra, diré por las buenas lo que consiga imaginarme: el arte de escribir historias está en saber sacar de lo poco que se ha comprendido de la vida todo lo demás; pero acabada la página se reanuda la vida y nos damos cuenta de que lo que se sabía en verdad no era nada.
Pero la existencia no es una novela, claro, como bien sabes. Podríamos pensar ambos que una cosa es que Calvino imagine un personaje como Agilulfo y otra bien distinta es que sus atributos, cualidades y acciones se puedan trasladar a este mundo real.
Aquí es donde el autor introduce otro de los temas importantes de El caballero inexistente y, por extensión, del propio mundo: la ficción ayuda a entender el concepto de voluntad del que hablaba, ya que uno de los vehículos por medio de los cuales podemos aprehender (parte de) la realidad es la imaginación. La fantasía, el arte, la escritura, en este caso, actúan como mediadores entre lo que ignoramos y lo que aprendemos: son el puente entre lo irreal y lo tangible.
Ya sabes que, como devoto de la literatura, soy firme defensor de su papel como materia de formación del carácter; creo que la ficción no solo refleja el mundo en su sentido más lato, sino que lo rediseña, lo redibuja, lo redefine. Gracias a ese ejercicio de subversión podemos encontrar en lo imaginario tenues —o no tanto— trazas de realidad, o al menos de insinuaciones de realidad, de forma que somos capaces de aplicar lo ficticio a aquello tangible que nos rodea para poder operar en consecuencia. Calvino así lo muestra con su novela. La ficción no es vida en absoluto, por supuesto, pero puede contener semillas de realidad que, bien cuidadas, broten hasta ofrecernos unos frutos que podamos atesorar como alimento de sabiduría, cual manzana pendiendo en el árbol del conocimiento en el Paraíso.
Quizá, en algunos casos, esa experiencia vicaria quede en nada, como afirma el narrador de la novela, puesto que «el arte de escribir historias» es lo que completa lo «poco que se ha comprendido» de la vida. Sin embargo, la parte que añade el artista, el creador, está ahí para darnos la oportunidad de rellenar los huecos. La voluntad de Agilulfo, de nuevo, es la que se pone en juego para lograr que la escritura, que es mera fantasía, devenga conocimiento a través de la transformación de la ignorancia en arte.
Hemos olvidado por qué combatimos
La guerra durará hasta el final de los siglos y nadie vencerá o perderá, quedaremos parados unos frente a otros para siempre. Y sin los unos, los otros no serían nada, y además, tanto nosotros como ellos ya hemos olvidado por qué combatimos… ¿Oyes esas ranas? Todo lo que hacemos tiene tanto sentido y tanto orden como su croar, su saltar del agua a la orilla y de la orilla al agua…
Y, pese a todo, pese a la esperanza en la fuerza de voluntad y en la sabiduría que impregna la obra de arte, también nos topamos a menudo con la sinrazón, la incomprensión y el caos.
En esto, una vez más, Calvino demuestra tener una claridad de ideas prístina. El coraje de Agilulfo, a pesar de constituir toda una muestra de fortaleza que le permite encarnarse aun cuando carezca de cuerpo, no es suficiente para dotar de sentido a aquello que no puede tenerlo. La guerra, en este caso (también, quizá, la muerte o el dolor o la traición o el desengaño…), es algo que nada puede detener: «durará hasta el final de los siglos» porque constituye un concepto que se aleja del entendimiento, de lo cabal. Ni siquiera el convencimiento del protagonista, ni siquiera nuestra convicción más férrea, puede destruir aquello que, en su reverso oscuro, también nos define como humanos.
También en lo sombrío, no obstante —mal que nos pese—, encontramos aspectos del ser que nos construyen y conforman. El miedo es indeseable, aunque en ocasiones sirva como mecanismo de advertencia; la muerte es inevitable, aunque pueda fungir como elemento definitorio del destino; la guerra es aborrecible, aunque también ponga de manifiesto nuestra intemperancia, envidia e intolerancia…
Es por ello por lo que el narrador asume que no tiene sentido, pero también que seguirá ahí para siempre, sin que nadie venza o pierda, porque todos «quedaremos parados unos frente a otros», impertérritos, incapaces de conjurar los peores aspectos de nuestro ser. Allí donde la fuerza de voluntad de Agilulfo parecía triunfar sobre todo, donde nada parecía inalcanzable, sí que hay elementos que, por mucho que nos duela, quedan abismalmente lejos de nuestro actuar. Quizá solo nos quede, por desgracia, vivir con ellos tratando de arrumbarlos a los rincones más lejanos de nuestras mentes.
Habrían podido ocurrir
Entre lo que sucede en la guerra y lo que luego se cuenta, desde que el mundo es mundo, siempre ha habido cierta diferencia, pero en una vida de guerrero importa poco que ciertos hechos hayan ocurrido o no; es tu persona, tu fuerza, la continuidad de tu modo de comportarte, lo que garantiza que si las cosas no ocurrieron exactamente así, habrían podido ocurrir, y podrían ocurrir aún en una ocasión similar.
En todo caso, y volviendo al tema de la ficción, lo que Calvino, su narrador y Agilulfo saben —o descubren— es que los hechos pueden diferir muchísimo de lo narrado. No solo se trata de aquel mantra sobre los vencedores y la Historia, sino que en las vidas pequeñas, las existencias al margen de los anales, también existen grandes discrepancias entre lo que ha acontecido en la realidad y lo que después se contará, ya sea por el propio individuo involucrado o por aquellos que solo asistieron como espectadores.
Sin embargo, hay que echar mano de nuevo del concepto de voluntad. Las cosas han ocurrido de determinada manera, cuenta el narrador, pero lo que realmente importa, lo que debe servirnos como faro hacia el que navegar en el proceloso mar de la existencia, es que gracias a la voluntad es posible que puedan desenvolverse de una forma distinta en el futuro. De hecho, tanta es la confianza en esa voluntad de Agilulfo (que no es sino la que todos poseemos in posse) que no solo cree el narrador en la eventualidad de que los hechos puedan alterarse en una ocasión venidera, sino que confía en el hecho de que «habrían podido ocurrir»; el azar parece desdoblarse en un destino paralelo, una bifurcación obra del propio acto volitivo. Es la fuerza de voluntad la que, pese a que algo no suceda como se planeaba, puede convertirlo en plausible en la eternidad de la imaginación.
La pesadez de un cuerpo
Con todo, el poderío del protagonista gracias a su férrea convicción también puede ser origen de una corrupción malintencionada. Y es que allí donde existe la bondad, la generosidad, la honradez, también (casi diría que sin género de dudas) aparecen los que pretenden aprovecharse de esas cualidades.
Rambaldo se adelanta con la armadura blanca. Este es el momento de decirle: «No soy Agilulfo, la armadura de la que te enamoraste mira ahora cómo se resiente de la pesadez de un cuerpo, aunque joven y ágil como el mío. ¿No ves que esta coraza ha perdido su inhumana candidez y se ha convertido en un traje dentro del que se hace la guerra, expuesto a todos los golpes, un paciente y útil arnés?».
En la novela, el joven Rambaldo se disfraza con la armadura de Agilulfo para tratar de seducir a la guerrera Bradamante. Pero, como leemos, el muchacho no se siente seguro al fingir ser el valiente caballero y duda al acercarse a la amazona: la armadura «se resiente de la pesadez» de su cuerpo, habituada a la incorporeidad de Agilulfo; ya no hay voluntad ni honradez, solo metal y engaño.
Las apariencias son meros destellos de alma. Pueden deslumbrar, sí, como fuegos de artificio en el cielo nocturno, pero, como ellos, se desvanecen en cadentes pavesas que se apagan en la noche. Debido a esa inmanente fragilidad, solo aquello que poseemos por derecho, por decisión, por pugna, nos pertenece en esencia y, sobre todo, nos muestra tal y como somos ante el mundo. Agilulfo no es solo una blanca y reluciente armadura (aunque esté hueca): es la virtud del coraje, la compasión del bondadoso, la humildad del recto.
De hecho, el «pecado» de Rambaldo no es solo usurpar la identidad del caballero inexistente, sino corromper su naturaleza creyendo que basta un atavío para insuflarse de las virtudes de su amigo. El fingimiento no es un mal en sí mismo, no entraña una intención sibilina; pero cuando deforma la imagen original, cuando se utiliza como medio para la insidia, solo puede acarrear envilecimiento sobre aquel que finge.
La voluntad, de nuevo, se erige aquí como pilar de la novela (y de la misma existencia): su rectitud como concepto la torna invulnerable al engaño; el fingidor puede engatusar a su víctima, pero todo aquello que pretende encarnar deviene pestilente, repulsivo y execrable. La figura a imitar, el modelo aspiracional, solo acaba por ser un cenagal agitado por las malas artes del transgresor.
También se aprende a ser
Al final de la novela, desaparecido Agilulfo (si es que alguna vez tuvo presencia real, en verdad…), cada uno de los personajes retorna al —o busca un— hogar, siempre a la espera, como decíamos, de la siguiente e inevitable guerra. Todos han perdido y ganado algo, así que creen haber llegado a un punto estable en sus vidas. Sin embargo, nunca hay que confiarse sobre la propia existencia; nunca podemos estar seguros de ser lo que creemos, como ilustran los campesinos que ponen punto final a la obra:
—¿Tendré que considerar como igual a este escudero, Gurdulú, que ni siquiera sabe si es o no es?
—Aprenderá también… Tampoco nosotros sabíamos que estábamos en el mundo… También se aprende a ser.
El aprendizaje no solo versa sobre lo externo, sobre las materias naturales o las ideas. En realidad, vivir es ya en sí un aprendizaje: aprendemos «a ser», porque de otra forma no podríamos estar en el mundo, o no sabríamos cómo estar en él. La voluntad que nos mueve no solo actúa como motor en el caso de la persecución de ideales, sino también como acicate para ese aprendizaje continuo que es vivir. Pasamos de la inconsciencia respecto de nuestro papel en el mundo a una epifanía que nos revela que somos parte de él.
Quizá no se trata de conocer el rol que encarnamos: la vida es cambio y, como vimos hace unos días, no existe un yo único y monolítico que nos sirva como hito para construir nuestra personalidad. Pero aprendemos a ser en cuanto humanos, en cuanto seres sociales, en cuanto parte de un mundo cuyas dinámicas debemos conocer para tratar de interpretarlas lo mejor posible. Agilulfo desaparece, creo yo, porque su «inexistencia» le imposibilita tratar con esa realidad desesperadamente inestable, impura y confusa: solo cuando somos, cuando aprendemos a ser, entendemos que nuestra fragilidad forma parte de ese proceso continuo de formación que es la vida.
En El caballero inexistente se encuentran algunos temas, como ves, que la literatura utiliza como piedra de toque para la fábula: como apunta el narrador, Calvino tomó «lo poco» que comprendía de la vida para urdir una historia que, curiosamente, arroja un poco de luz sobre muchos aspectos que van más allá de esa poquedad. Gracias a la ficción, a lo irreal, tenemos la oportunidad de mirar por ese ojo de cerradura que es el alma humana y entrever (porque jamás logramos atisbar la imagen completa) algunos detalles de lo que se encuentra más allá: voluntad, aprendizaje, dolor, ficción… Solo son destellos en la oscuridad, pero cada resplandor nos otorga un ápice de calma, de serenidad, de intuición. La inexistencia de Agilulfo, por paradójico que nos resulte, nos torna más reales a nosotros aquí, al otro lado del papel…
Es inevitable, con esa clave de lectura que das, no pensar en Schopenhauer y su metafísica.