La obsesión del alma
El amor se vive en muchas dimensiones. Reducirlo a una sola es, simplemente, restarle fuerza al sentimiento por antonomasia
—¿Qué quiero...? —él lo sabía perfectamente. Lo que quería en ese momento era un opiáceo para anestesiar ese obstinado dolor del cuerpo y del alma: eso quería; y el amor verdadero nada tenía que ver con la grata distracción, con el alimento de los sueños, que imaginó cuando creía estar enamorado de Rose Sellars; el amor era esa obsesión perpetua, esa proximidad pegajosa, esa fisura en todos los huesos y ese desgarro en todas las fibras. Y su aprendizaje no hacía sino empezar…
Los niños, Edith Wharton
«Creer que un cielo en un infierno cabe», decía Lope de Vega: «esto es amor, quien lo probó lo sabe». En la Literatura (así, con mayúscula, porque me refiero a la de verdad, no a las pamemas inanes que tanto se prodigan en los últimos tiempos) el amor siempre ha sido objeto de estudio y fijación; a muchísimos escritores les han fascinado las historias de pasión y, curiosamente, casi todos lo han tratado desde una perspectiva en cierto modo pesimista. Ha habido traiciones, engaños, infidelidades, secretos y hasta asesinatos. Casi podríamos pensar, si hemos leído un poco, que lo más normal en la especie humana es emparejarse para, poco después, tirarse los trastos a la cabeza como si fuese una consecuencia inevitable.
La realidad, no obstante, y como casi siempre, se muestra bastante más prosaica en este sentido. El amor se aborda con muy diferentes visiones y, en verdad, existen tantas formas de amar como personas en el mundo: habrá lealtad, habrá farsa, habrá cariño, habrá desapego… pero a todo ello lo llamamos «amor», y a sus protagonistas así se lo parece. Cuando se trata de emociones, tratar de parcelar nuestros sentimientos es tan fútil como ingenuo: nuestro «yo» se impondrá a cualquier etiqueta y nos llevará por donde considera que es más adecuado; lo que suele traducirse en que será el azar el que decida.
Pero creo que sí que hay una cosa bien cierta: existe una enorme distancia entre esa representación que te haces de ti mismo como amante y la materialización que se sustancia cuando amas. Tus ensoñaciones, tan magníficas en ese puerto seguro que es tu mente, te ofrecían imágenes de perfección en las que, con una banda sonora que te hacía vibrar, te veías como el felicísimo ser que serías de la mano de la persona amada, sonriente y cálida a tu lado, fervientemente apasionada y dispuesta (como tú) a protagonizar una historia eviterna sin momentos amargos. Si, como yo, has tenido suerte en ese aspecto, las últimas palabras teñidas de lirismo casi se habrán convertido en realidad; si no lo has probado, es probable que pienses lo contrario, o que caigas en el escepticismo más irredento.
En todo caso, como te decía, creo que sí existe una grieta en nuestras concepciones del amor, un hueco que no tiene que ver con la felicidad, o con su ausencia; y es, simplemente, la enorme diferencia que hay entre el sueño y la vigilia, entre la expectativa y lo real. Cuando pensamos en el sentimiento como plausible, como hacedero, nos envolvemos en el material de los sueños como si esas volutas de humo pudiesen revestirnos con algo tangible; sin embargo, cuando paladeamos la delicia de la pasión todo se torna carnal, violento, obsesivo, perturbador. No te dejes confundir por los adjetivos: no se trata de algo doloroso, sino de la simple constatación de que las pasiones, incluso las más anheladas, las más perseguidas, tienen una raíz tan corpórea como ese músculo que nos da la vida. La idea del amor es hermosa en abstracto, cuando la elevamos a las empíreas cotas de la imaginación, pero al encarnarse en nosotros, al tomar cuerpo y sangre, sin duda se presenta como un prurito terriblemente somático.
Boyne, el protagonista de Los niños, padece en su carne esa transustanciación cuando siente la llamada del amor; las veleidades románticas se transforman, de manera lacerante, en una comezón que le desasosiega y trastorna. Y es que no podemos sustraernos al poder del cuerpo, a la estrechísima relación que nos impone la carne cuando se trata de sentimientos. Sufrir o gozar, temer o ansiar, eludir o alcanzar… todo ello tiene su comienzo en las algodonosas esferas del sueño, pero se concreta de maneras atroces en esta realidad. El amor, como todo lo demás, sojuzga, pinza, escuece y calienta, ya sea correspondido o no; la emoción busca en nosotros una respuesta física, aunque seamos tan ingenuos como para confiar en momentos epifánicos que rocen lo divino. «La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas», afirma el narrador de La balada del café triste; y es que la tranquilidad que imaginamos parece estar reñida con esa intensidad, con ese arrebato «extravagante y bello» que nos arranca de nuestra perezosa cotidianeidad para empujarnos hacia la pasión, que no sabe de esperas, calmas ni remansos.
Quizá sea mejor así: quizá padecer esos anhelos tan apremiantes sea lo que convierte la pasión en algo digno de tal nombre; quizá, de otra manera, nuestros sueños se quedarían en simples bocetos de sentimientos sin más: borradores de algo que solo podríamos nombrar, pero no experimentar. Afortunadamente, las punzadas carnales del deseo son tan materiales que no podemos escapar de ella. Y está bien que así sea.
Me has pensar en las palabras de Erich Fromm: “la gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad actual”.
Para mí, el amor en definitiva es igualitario y subversivo, ya que conserva su capacidad de liberar a las personas y erigirlas arquitectas de sus propias vidas, como agentes activos del cambio social.
Gracias por tus reflexiones, Emi, invitas a repensar 💚.
Gracias, Emi. Qué interesantes y profundas pueden ser las reflexiones en torno al amor. Su polisemia, el debate sobre la naturalidad o no del amor romántico, el proceso de madurez del amor desde el enamoramiento más pasional que describes - embriagante o enloquecedor - hasta esa cotidianidad aparentemente "más aburrida" pero que refrenda una idea esencial: que el amor, en el fondo, pasada la efervescencia, es una decisión, que se renueva periódicamente o muere, que se cultiva o perece, y que guarda un secreto sustancial para su anhelo: su capacidad para dar sentido a la existencia. Un placer leerte, como siempre.