La maldad como fetiche. ¿Nos seduce la inmoralidad?
Los personajes malignos o deshonestos suelen desprender un aura de fascinación que nos cautiva y atrae, a pesar de las connotaciones negativas
La diferencia entre una postura moral defendible y un sentimiento visceral atávico es que con la primera podemos dar razones de por qué es válida nuestra convicción. Podemos explicar por qué la tortura, el asesinato y la violación están mal, o por qué debemos oponernos a la discriminación y a la injusticia. […] Y las buenas razones para una postura moral no salen de la nada: siempre tienen que ver con lo que beneficia o perjudica a las personas, y se asientan en la lógica de que debemos tratar a los demás como exigimos que se nos trate.
La tabla rasa, Steven Pinker
El arte está lleno de figuras legendarias que se enmarcan en lo que podríamos llamar «el lado del mal»: Mefistófeles, Drácula, Raskólnikov, Humbert Humbert, Vóland o Dorian Gray; incluso hay otros que, sin llegar a alcanzar la vesania de aquellos, sí que muestran rasgos claramente inmorales o despreciables, como Gog, Tyler Durden, madame Bovary, Torquemada… De hecho, si vamos aún más lejos encontraremos sin dificultad algunos protagonistas que, aunque considerados «buenos» en esencia, presentan algún atributo cuestionable: ahí está Emma, por ejemplo, cuyo carácter bondadoso no la exime (durante buena parte de la novela homónima) de comportarse con displicencia, altanería y egoísmo. En el caso de otras manifestaciones artísticas la lista es también larga, ya sean personajes originales o basados en sus referentes literarios.
Todos ellos hacen gala de cualidades que van de la crueldad más depravada hasta el individualismo más inocente, pasando por toda la gradación imaginable de rasgos psicológicos moralmente negativos. En el arte, máxima expresión de nuestra humanidad, hallamos envidia, ignorancia, malicia, falsedad, ignominia y crueldad por doquier; hallamos personajes que matan, engañan, desprecian y manipulan. Esto nos debería resultar (en términos normales) algo desconcertante, cuando no reprobable o, incluso, aborrecible. Y, sin embargo, muchos de esos caracteres nos provocan una fascinación perturbadora, a veces sutil, que tiende a crear una suerte de «empatía del mal» hacia ellos.
Como aduce Pinker, es fácil (hasta cierto punto, claro está; argumentar es una competencia que no está al alcance de todos) justificar el porqué de nuestros reparos morales, ya que se suelen relacionar con aquello que entendemos como «justo»: lo relacionado con el derecho, la razón, la honestidad y la virtud. Pero al confrontarnos con este tipo de personajes de ficción «desactivamos» esa mirada crítica y nos dejamos llevar por la visceralidad, por la conexión primigenia; no en vano, de hecho, estamos hablando de arte, que suele conducir a esa suspensión de la incredulidad de la que hablaba Coleridge y que no solo se aplica a los aspectos formales de la obra (su verosimilitud, se podría decir, ampliando el concepto aristotélico), sino a la recepción o asunción de sus connotaciones humanas, psicológicas y (como es el caso) morales.
Pienso que la atracción que despiertan esos protagonistas tan inquietantes apela a nuestro lado menos «humano»; no hablo de que tengamos semienterrada una faceta oscura, violenta o malvada, sino que las elecciones reprobables de estos caracteres conectan con una forma sencilla, directa, emocional y unívoca de contemplar la realidad. Al igual que las opiniones extremas en un discurso tienen una resonancia mucho mayor que un razonamiento complejo, los personajes malvados apuntan (y aciertan) a un centro atávico y primitivo del ser humano que los torna en seres, hasta cierto punto, comprensibles.
Por eso no creo que exista una verdadera fascinación por el mal que representan, no creo que tengamos una suerte de predisposición hacia la perversidad que se mantiene refrenada por las convenciones sociales y culturales; en realidad, pienso que, de ser así, nuestra personalidad sería un simple disfraz que nos serviría para interactuar con los demás, mientras nuestro ser auténtico se agazaparía a la espera de salir a cazar como un depredador ancestral apenas sofrenado por la educación, los modales y las costumbres. No, en verdad pienso que las acciones de esos protagonistas nos mueven a dudar, precisamente, de las convenciones, de los presupuestos, de las tradiciones, de manera que suscitan preguntas en nosotros que, de otra forma, no nos haríamos. Quizá en esa incertidumbre, en esa suspicacia que originan, se halla esa curiosidad que a menudo confundimos con afinidad, embeleso o seducción.
La fascinación que ejercen los seres de ficción se relaciona directamente con lo que remueven dentro de nosotros, las preguntas que generan: ¿nos comportaríamos igual que ellos en esa situación?; ¿habríamos tomado las mismas decisiones?; ¿nos habríamos atrevido a actuar de esa forma tan extrema? Todas esas cuestiones, que normalmente acallamos por mor de la convivencia y las costumbres adquiridas, salen a la luz de manera explosiva cuando asistimos a las (re)acciones de esos personajes. Es en esa confrontación donde encontramos la singularidad que nos atrae y que, en el fondo, agita presupuestos que no solemos cuestionar. En frío, somos capaces de dilucidar acerca de la moralidad recurriendo a la razón y la lógica; en caliente, las premisas pueden no ser tan sólidas y nos enfrentamos a la construcción de nuevas conjeturas, lo cual nos lleva a la duda. Y ahí es donde estos caracteres «triunfan», puesto que sus acciones ponen en jaque todo lo que creíamos saber y dábamos por seguro.
En resumen: pienso que lo que nos fascina de los personajes malvados es la cercanía que tienen con los razonamientos que, muchas veces, damos por supuesto sin más. Aunque su inmoralidad no tenga justificación, el hecho de que sus comportamientos apelen a reacciones súbitas que pueden ser difíciles de valorar en primera instancia hace que nos desestabilicen y creen un aura de atractivo en torno a sí, envidiosos como a veces somos de la facilidad con la que acometen sus acciones. Si a todo ello le sumamos la buena mano del artista para crear una personalidad cautivadora, nos topamos con una suerte de trampa moral que, sin embargo, encierra un conocimiento del alma humano inusual. A veces, un protagonista maligno puede encerrar algunas verdades con las que no solemos lidiar.
La fascinación por el mal no es una cosa nueva, siempre nos ha atraído la violencia y el sufrimiento. Es una de las experiencias de mayor carga emocional que existen. Los romanos ya iban a los coliseos a ver a gente pelearse hasta la muerte. En países de Oriente Medio, aún hoy día, la gente se desplaza grandes distancias para ver cómo cuelgan a gente en plazas. Lo que sí es nuevo es la forma de presentarlo: series, libros, películas en las que vemos con mucho detalle el nacimiento del mal, que es algo que siempre hemos querido entender.
Dentro de un ámbito de ficción estamos protegidos y no sufrimos daño o no somos castigados por lo que sucede en ella. Con las series podemos jugar con nuestro propio morbo y llevarlo al límite. Nos permiten vivir o sufrir la muerte a distancia.
En definitiva, buscamos entender la naturaleza humana, que nos parece fascinante, incomprensible muy a menudo.
Pablo Malo, escribió sobre la atracción de las mujeres por hombres asesinos. Resulta muy interesante:
https://evolucionyneurociencias.blogspot.com/2017/10/mujeres-que-aman-hombres-que-matan.html
Después de leer este post, me siento un poco menos mal por tener a Bellatrix Lestrange como mi personaje favorito de la saga Harry Potter 😌