La felicidad ¿se halla o se construye?
Vemos la felicidad como un estado deseable, pero efímero; algo que se alcanza en contadas ocasiones y que desaparece. ¿Se puede «trabajar» por la felicidad?
A Martín se le ocurrió en aquel momento que en el hecho de sentirse feliz había dos lados: uno era el lado del logro: ser feliz es algo que se logra, es un estado resultante. Pero que lo verdaderamente fascinante de la felicidad era su otro lado, el lado activo: desde esta perspectiva casi lo de menos era la felicidad lograda: lo esencial era el encaminamiento de toda la conciencia hacia la felicidad, el desearla, el predisponerse continuamente a percibirla y a entregarse a ella. Estar dispuesto para la felicidad cambiaba todo: el mundo aparecía subrayado de una manera nueva: querer ser feliz volvía fotogénicas las cosas, las abrillantaba, las... excedía.
El metro de platino iridiado, Álvaro Pombo
A menudo habrás escuchado o leído, como yo, sugerentes lemas que sentencian sobre la necesidad de detenerse para disfrutar, de la velocidad a la que vivimos y que nos impide gozar de las cosas pequeñas. (Una curiosa asociación, por cierto, eso de achacar a lo minúsculo la bondad de lo feliz, como si ambas características estuviesen conectadas.) En alguna otra newsletter te he hablado sobre las virtudes de la «desconexión», de la importancia de paladear los instantes para encontrar la felicidad, lejos de objetivos rimbombantes o de materialismos superfluos. Y, sí, seguramente he aludido a la lentitud y al anhelo de una existencia un poco más morigerada que nos permita deleitarnos con todo aquello que tenemos cerca, pequeño o grande.
Pero fue leyendo a Pombo (nada que ver con los de Prime) cuando encontré una forma de entender la dicha que conecta a la perfección con el espíritu de esta newsletter: la idea de la prosecución activa de la felicidad. Ya sabes que un tema recurrente en estas cartas —soy redundante, lo sé— es el de la formación constante, la búsqueda incesante del conocimiento como fuente de gozo y no solo de sabiduría (si bien, en realidad, uno y otra son casi sinónimos desde mi punto de vista). Si Spinoza relacionaba el aprendizaje con la comprensión de la naturaleza y, por extensión, el acercamiento a la divinidad, no puedo por menos que pensar que el conocimiento puede ser un camino hacia la satisfacción. Pocas cosas tan deleitosas como el aprender y entender.
De ahí que, a pesar del convencimiento de la importancia de una cierta «lentitud» a la hora de transitar por los días que nos son dados, pese más la certeza de que, si hay posibilidades de alcanzar la felicidad, es a través de un proceso que depende de nosotros y no tanto de su aparición fortuita. Los destellos de belleza existen, cómo no, pero nada puede conmovernos si no hay un «encaminamiento de toda la conciencia hacia la felicidad», como bien expresa Álvaro Pombo. El goce es una experiencia que nos demanda acción, requiere un cierto impulso, no se nos brinda de forma pasiva; conformarnos con la dado, con lo vivido, con lo aceptado, buscando en esos ecos algún poso de disfrute es pura banalidad. «Quería obligar al presente a convertirse otra vez en un pasado abierto a la felicidad», dice la narradora de Pura pasión, de Annie Ernaux; un lamento que ilustra el hecho de que no podemos aferrarnos a lo anterior para gozarlo, pero tampoco debemos permanecer estáticos, esperando a que llegue el instante fabuloso en el que seremos «tocados por la gracia».
En verdad, y como ocurre con casi todas las cosas importantes, no se puede conseguir la felicidad si no trabajamos en su consecución. Las recetas de autoayuda ramplonas (psiquiatras vitamina, leyendas de tazas, eslóganes en pulseritas, etc.) te impelen a creer en ello, como si se tratase de un salto de fe, de una ordalía que debes afrontar; pero, si lo examinas detenidamente, son simples —y peligrosas— recetas para la inacción: pon una sonrisa en tu vida y serás feliz instantáneamente; da las gracias y los demás te devolverán un caudal de buenas intenciones. La vida no es tan sencilla, lineal, ingenua e infantil. Tampoco tan compleja como para caer en los brazos del nihilismo, pero nos exige un esfuerzo de atención y abstracción: nos urge a poner el foco en lo deseable, en lo alcanzable, y obviar aquellas cosas que no son fundamentales para ello. Desear la felicidad, predisponerse a percibirla y entregarse a ella. Nada más fácil… o más complicado.
Creo que de lo que se trata es de centrarse en ese deseo del que habla Pombo, en esa mirada lúcida hacia todo lo que pueda hacernos felices; de ahí que el conocimiento, el aprendizaje, el saber, sean buenos caminos para llevarnos hacia allí. Si queremos rozar la alegría de vivir es necesario que pongamos de nuestra parte, que seamos conscientes de que la dicha no es un momento único, un elemento estático, un «regalo» singular que debemos atrapar, sino un trabajo, un proyecto vital que se construye con las piezas antedichas. No solo el pasado se abre a la felicidad, de acuerdo a su naturaleza lábil y caduca: el presente, tomado como labor, como intención, como propósito, también se abre a todo aquello que quieras.
Lo qué expresas es lo qué esconde la noción de virtud: un perfeccionamiento constante. Ahora bien, el problema de tal noción es que supone una petición de principio. Postulamos que el perfeccionamiento es deseable, pero, ¿por qué? ¿Hay razones no arbitrarias para postular eso? A mi entender, todas las respuestas que se basen en valores están condenadas al fracaso.
La única razón que me parece satisfactoria reside en la sensación, pero aceptarla nos lleva también a rechazar la propia noción de virtud (o el perfeccionamiento activo del qué hablas). Me explico. Si asumimos que el perfeccionamiento es válido por los efectos sensitivos que podemos experimentar, entonces lo único válido son las sensaciones y no importa el cómo estas lleguen a ser. Un hombre simple, sencillo, que se rasque el ombligo pero experimente esas mismas sensaciones sin jamás perfeccionarse, habrá alcanzado lo mismo; y lo mismo vale para una lombriz. No importa si se halla o se construye, sólo importa propiciar tal sensación. Entonces la cuestión pasa a ser meramente pragmática y causal: ¿cómo alcanzar esas sensaciones en base al estado de cosas presentes, nuestra historia personal y social, de tal forma que no sólo las alcancemos, sino de tal forma que garanticemos que acontezcan también en un futuro?
Ahí es donde entran en juego el perfeccionamiento y los objetivos. ¿Nos es posible a nosotros, humanos del 2024, alcanzar estas sensaciones sin esa idea de perfeccionamiento? ¿Es el perfeccionamiento la forma de alcanzar esas sensaciones que tenemos más a mano? ¿Somos capaces de alcanzar esas sensaciones de alguna otra forma? Si todo objetivo nace muerto, pues su valor es en acto (o lo será, pero en acto) y la habituación hará de las suyas y se cargará a la larga toda sensación placentera de un logro; entonces, ¿son estúpidos los objetivos, incluso el de perfeccionamiento eterno?
Yo, tras darle varias vueltas a esto, he llegado a la siguiente conclusión (no definitiva, desde luego).
La idea de felicidad es un absurdo y está cargada de vaguedad. Es contradictoria en grado máximo y arrastra una fuerte carga metafísica. No obstante, los efectos de toda conducta A darán lugar a B. Por ende, debemos estudiar y conocer las condiciones que anteceden a los resultados y aprender de ellas. ¿Cuándo surge el malestar? ¿Qué lo antecede? Y viceversa: ¿cuándo surge el bienestar? ¿Qué lo antecede? A partir de ahí podemos empezar a ver relaciones y darnos cuenta de qué nos produce bienestar. Considero que cuasi todo el malestar de un individuo con necesidades cubiertas es bastante modificable si este se entrena y aprende a observar su surgimiento. En cierto sentido, el grado de "omnipotencia" que tiene un individuo sobre si mismo es bastante elevado.
La concatenación de tales estados de bienestar, la concatenación de placer es lo único válido. El problema que tenemos es que el hedonismo está prostituido por un mal entendido hedonismo que incluye fuertes cargas de dolor, dejando de ser, por lo tanto, hedonismo. Cuando uno abraza el nihilismo y se da cuenta de lo absurdo y gratuito de las cosas, esta asunción produce unos efectos: la parálisis y la abulia más asfixiante o un alivio y una mordaz sonrisa que colma de placer.
En mi caso, una voz me susurra: "¿No lo ves, imbécil? ¿No te das cuenta? ¿No lo sientes? ¿No ves que es tu acción y la exposición a ciertas circunstancias la que determina lo qué experimentas?". Yo le digo: "Sí, pero...". Y me dice: "Cállate, el pero produce unos efectos". Y le digo: "Entonces, ¿es un juego?. Y me dice: "No, es un mero resultado, pero haz como si lo fuera....".
PD: Este escrito es un ejemplo de lo mentado. Escribirlo me ha causado placer, cómo supongo a ti el escribirlo. Acabarlo también me ha producido placer, y ahora, sentado mientras exhalo humo, voy a ir en busca del siguiente, cuidándome de eludir su opuesto.
PD2: Por cierto, escribes de puta madre, cabrón.
La vida exige atención, abstracción y un esfuerzo consciente: al "construirse" se "halla".