Parece ser que hace unos años, un estudio llevado a cabo por el ejército de los Estados Unidos arrojó unos resultados «curiosos» sobre la felicidad. Básicamente, los reclutas que presentaban un mayor optimismo relativo ejecutaban sus tareas con un grado superior de excelencia (lo cual les convertía, a la larga, en mejores soldados y oficiales al cargo de otras personas), mientras que aquellos más pesimistas se «estancaban» en las rutinas de sus tareas y terminaban por presentar estados de tristeza, ansiedad e incluso depresión.
Cuando se lee algo así por primera vez, la reacción suele ser el pensar: «¡Pues claro!» Al fin y al cabo, estableciendo una cierta lógica conductual, uno tiende a deducir que si el estado de ánimo inicial es «positivo» (entiende este término en un sentido amplio), las consecuencias, necesariamente, serán exitosas.
Sin embargo, lo que el estudio quería comprobar en detalle era cuán importante era esa «medida de felicidad» en el desempeño de aquellos soldados. Y ese punto es el que me llamó la atención al leer el artículo que hablaba de todo ello1. Los investigadores daban por sentado que un carácter optimista generaba resultados superiores, pero no sospechaban las enormes diferencias cualitativas que el estudio arrojó tras unos meses de pruebas y ensayos.
No puedo por menos que pensar en los miles de libros de autoayuda y pseudofilosofía que nos ahogan en estos días: en sus mensajes positivistas, motivadores y edulcorados. Los eslóganes de taza de café que, entrevistos en tu feed de Twitter, te nutren de optimismo durante quince segundos hasta que te enfrentas a la hoja en blanco, al editor de código, al ejercicio sin corregir, al briefing caótico, a la entrevista con el posible empleador, a la charla sin sentido con el encargado, a la reunión vacua del departamento…; en fin, ya me entiendes. El discurso sobre el potencial ilimitado que llevamos dentro y que nos llevará a conseguir todo aquello que nos propongamos.
A este respecto, relacioné a los (¿pobres?) soldados que habrían sido catalogados como «pesimistas» (o, al menos, como «no-optimistas») con aquellos de nosotros que somos «víctimas» de esa glosolalia repleta de buenos propósitos y teñida de un buenismo que hiede a kilómetros. ¿Quizá es necesario ser feliz previamente para alcanzar el equilibrio vital (y sobre esta acepción también habría mucho que discernir)? Si tienes tendencia a la soledad, al pesimismo o a la rumiación ¿significa eso que no puedes tener éxito en la vida, que no alcanzarás nunca la felicidad? ¿Nos marca la genética de tal manera que el libre albedrío es un concepto casi mágico?
En su ensayo La ciencia de la felicidad, Sonja Lyubomirsky indica que un porcentaje de nuestro optimismo, en realidad, sí que viene designado por la herencia genética. Llama la atención esta frase:
Por banal y estereotipado que parezca, la felicidad es, más que nada, un estado mental, una manera de percibirnos y de concebirnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Por eso, si quieres ser feliz mañana, pasado mañana y el resto de tu vida, puedes conseguirlo si eliges cambiar y manejar tu estado mental.
Pensando en ello creo que la clave de todo el asunto está en el concepto «estado mental» y cómo podemos alcanzarlo; o, mejor dicho, cuán difícil es lograrlo.
Tal vez la dificultad estriba en que modificar nuestras pautas, nuestros pensamientos, nuestras ideas, nuestros deseos, nuestros miedos, etc., es algo intrínsecamente complejo; un proceso que requiere de otro estado mental previo: el de «querer cambiar», que me parece que se relaciona mucho con la curiosidad. Si no creemos que la vida (entendida como nuestro periplo vital, pero también como la existencia en sí) es compleja, facetada, no podremos aspirar al prurito de cambiarla, sea cual sea el objetivo último.
De ahí que sea importante que exista un estado mental preexistente, una predisposición o una suerte de deseo primigenio. No se trataría, pues, de ansiar ser feliz, sino de ser consciente de no serlo (no del todo, o no de la manera en que nos gustaría) y preguntarse cuáles son las razones de ello. Un conocimiento de uno mismo, una introspección, que nos sitúa frente a nuestro propio yo y nos cuestiona. He ahí la dificultad y el motivo por el que no es posible que existan soluciones fáciles, unívocas y universales.
Pensando en todo ello no se puede obviar la idea de que el «conócete a ti mismo» es un lema que, quizá hoy más que nunca, es imprescindible poner en práctica. La infantilización y la simplificación que nos rodean nos llevan a tomar como razonables sedicentes soluciones que, al fin y a la postre, no son más que eslóganes que suelen encerrar un propósito ulterior (mucho más pedestre). Asumir nuestra ignorancia puede situarnos frente a nuestros fallos, pero también nos abre la puerta a la posibilidad de aprender cómo solucionarlos, si bien con un ímprobo esfuerzo en la mayoría de los casos.
Tal vez esos soldados a los que se identificó como «felices» no eran, en realidad, más o menos felices que sus colegas; tal vez solo eran más conscientes de la necesidad de aprender, de dudar, de contrastar, de estudiar y de razonar. Tal vez no es una cuestión de felicidad (término indefinible donde los haya), sino de curiosidad. Tal vez por eso los niños son, casi siempre, felices.
https://sloanreview.mit.edu/article/top-performers-have-a-superpower-happiness/