En la Odisea, Zeus pronuncia este exordio en su canto I:
—Los mortales se atreven, ¡ay!, siempre a culpar a los dioses porque dicen que todos sus males nosotros les damos, y son ellos que, con sus locuras, se atraen infortunios que el Destino jamás decretó. Así ocurrió con Egisto: […] pues nosotros se lo previnimos por medio de Hermes […]. Hermes, buen consejero, le habló de esta forma y no pudo dominar los deseos de Egisto, y lo paga ahora él todo.1
A lo largo del tiempo, el ser humano ha evitado hacerse cargo de sus errores. Poseídos por la hybris tan querida por los antiguos griegos, los hombres siempre han preferido culpar al destino (llamándolo por cualquiera de sus innúmeros nombres) de sus desmanes antes que reconocer su falibilidad.
Sin embargo, en el alma de cada uno de nosotros se esconde la verdad, la certeza. Cuando entramos en la madurez (los que llegan a entrar…) llevamos dentro un cúmulo de experiencias que nos ayudan en la búsqueda de evidencias, de aquello que creemos con firmeza. El trabajo, las relaciones, el aprendizaje, los deseos, las pérdidas… todo coadyuva a formar un corpus de conocimiento que nos facilita nuestra interacción con el mundo.
Curiosamente, toda esta sabiduría no parece suficiente para que nuestras ideas se confronten con el mundo desde una posición de honestidad intelectual. Preferimos obviar nuestros errores, aunque provengan de nuestras ideas más acendradas, antes que enfrentarnos a la posibilidad (siempre real y presente) de la equivocación, de la mala apreciación.
Me gustan unas palabras de Montaigne a este respecto:
Difícilmente puedo echar la culpa de mis faltas o infortunios a otro que a mí mismo. Porque, en efecto, pocas veces me sirvo de los consejos ajenos, si no es por honor ceremonial, salvo que tenga necesidad de ser instruido sobre una ciencia, o de conocer un hecho. Pero, en aquellas cosas en las cuales me basta con emplear el juicio, las razones ajenas pueden servirme de apoyo, pero poco para desviarme. Las escucho todas con favor y decoro. Pero, que yo recuerde, hasta ahora no he creído sino las mías.2
El francés se muestra tan honesto (y satisfecho) como suele: sus juicios se basan en sus propias razones, sin atender a consejos o advertencias ajenas, reconociendo que, aunque las escucha, las desoye en su propio favor. Sin duda, Montaigne atesoraba un caudal de conocimientos envidiable y era un filósofo social como pocos; pero, además, aunque la afirmación de ese ensayo pueda parecer atrevida, encierra un autoconocimiento profundo y sincero.
Montaigne reconoce la pertinencia de su juicio sobre el de los demás, por bienintencionado que sea, pero, lo que es más importante, se atribuye la responsabilidad de sus actos. No busca evitar las consecuencias de sus acciones en caso de que hayan sido negativas, achacándolas quizá al consejo ajeno, sino que acepta sus decisiones como algo inherente al hecho de afrontar las dificultades y escoger la manera de conducirse al respecto.
Puede parecer baladí, pero si vuelves a leer las líneas de la Odisea con las que se abre esta edición verás que ya Homero ponía en boca de Zeus, padre de los dioses, la idea de que los hombres tienden a culpar al destino (llámalo «dioses», llámalo «azar», llámalo «hado»…) de los males que ellos mismos (se) ocasionan. La humanidad se define, quizá fundamentalmente, por no asumir las consecuencias de sus actos si no es a regañadientes.
Hoy en día esa característica se ve potenciada por una sociedad que prima el ego por encima de todas las cosas y un infantilismo que impide aceptar los propios errores. Poco de lo que ocurre es producto de nuestras decisiones, o de nuestras acciones, sino que es fruto de esos dioses que conducían nuestros destinos con una desidia soberana. No solo la así llamada «generación de cristal», sino todos nosotros nos englobamos en una forma de vivir que trata de evitar las responsabilidades para no lidiar con los resultados. Probablemente, y para colmo de males, nuestros cerebros contemporáneos no están preparados para asimilar la enorme atención que demandan las actividades de una sociedad que avanza con tanta rapidez, lo cual contribuye a degradar nuestra capacidad de toma de decisiones. Todo ello nos sitúa ante un escenario en el que la aceptación de la (intrínseca) falibilidad del ser humano se rechaza con fuerza.
Reconocer los errores es humano. Es algo tan simple y evidente que parece imposible rechazarlo… pero así sucede. Y no solo deberíamos hacerlo, con humildad y tolerancia, sino que deberíamos comprender cuál es el proceso ulterior: aceptar un fallo da pie a entenderlo, a repensarlo y a evitarlo en el futuro. Ser consecuentes con nosotros mismos nos lleva a una mejor comprensión del entorno. Como muestra Montaigne, responsabilizarse de los juicios propios es un paso más en la construcción del «yo» al que deberíamos aspirar.
Odisea, canto I, 32-44. Versión de Fernando Gutiérrez. Penguin Clásicos.
Michel de Montaigne, Los ensayos, III, 2. Traducción de J. Bayod Brau. Acantilado.
Me hiciste recordar eso de "me han suspendido vs. he aprobado"...
Me ha encantado tu texto, gracias 😊.