Grandes preguntas
¿Nos cuestionamos correctamente las cosas? ¿Nos hacemos las preguntas adecuadas ante los acontecimientos de la vida?
Aplazamos las preguntas, porque nosotros mismos sólo las tememos, y de repente es demasiado tarde para ellas. Queremos dejar en paz al interrogado y no herirlo en lo más profundo, y por eso no le preguntamos, porque queremos dejarnos en paz a nosotros mismos y no herirnos en lo más profundo. Demoramos las preguntas decisivas, al hacer ininterrumpidamente preguntas inútiles y viles, ridículas, y cuando hacemos las preguntas decisivas es demasiado tarde. Durante toda la vida demoramos las grandes preguntas, hasta se convierten en una montaña de preguntas y nos ensombrecen. Pero entonces es demasiado tarde.
Relatos autobiográficos, Thomas Bernhard
Leer a Thomas Bernhard es como hurgar con la lengua en una llaga: molesta, incomoda y hasta escuece, pero no podemos evitar ese prurito de gusto al lamer la herida una y otra y otra vez. Los grandes escritores tienen esa característica: nos llevan a cuestionarnos creencias, a enfrentarnos a miedos, a repensar certezas, porque la literatura nos arroja con su poderoso oleaje a esa playa desierta en la que solo contamos con nuestras manos y nuestra inteligencia para sobrevivir.
La relación con los otros y, casi por necesidad, con el mundo es una de esas cosas en las que no solemos pensar, dando por sentado que la vida se va desmadejando por sí sola y que las respuestas irán llegando sin que hayamos de ir a buscarlas. Hacer preguntas es, en cierta forma, un acto de intromisión, una forma algo abrupta de solucionar lagunas; cuando son personales, cuando aluden a lo que los demás sienten, piensan u opinan, se tornan aún más peligrosas, porque pueden ocasionar malentendidos. Así, en muchas ocasiones obviamos esas cuestiones importantes, quizá con la esperanza de que la vida las irá contestando o quizá, seguramente, por miedo.
Ese «otro» es, en muchos casos, un trasunto de nosotros mismos; sin más. Y de ahí el temor a encontrar respuestas que no esperamos, que nos disgustan, que nos obligarían a transformarnos. Como se suele decir, es mucho más inteligente una pregunta bien formulada que un puñado de respuestas; el interrogante nos sitúa ante el auto(des)conocimiento, ante la ignorancia, y eso suele provocar inquietud, incomodidad o temor. Ante la posibilidad de no conocer las soluciones, solemos tender al rechazo, asumiendo así que es mejor vivir en la sempiterna duda que atrevernos a saber aquello que nos remueve. Bernhard se refiere a los demás en esas frases, pero las inquietudes se nos plantean también (quizá sobre todo) a nivel personal. Evitamos la herida, el escozor, porque muchas veces la vida nos ofrece conocimiento a costa de sufrir: si «la letra con sangre entra» se refiere a la educación, en verdad podría hacerse extensivo para casi cualquier descubrimiento que nos lleve a asomarnos al vacío de lo no conocido.
Curiosamente, Séneca (en sus Epístolas morales a Lucilio) escribía esto sobre la felicidad: «En verdad, no existe nadie a quien su felicidad, aun cuando se presente con gran rapidez, lo deje satisfecho; los humanos se quejan de sus decisiones y de sus progresos, y prefieren siempre la situación que han dejado». Y así es: todo el mundo es presa de una continua fruición por lo que vendrá, por lo que no tenemos, por lo que hemos dejado; echamos en falta lo que desconocemos (en tanto no lo poseemos en nuestro presente), pero evitamos formularnos las preguntas adecuadas para llegar a ello. Bien sea una emoción, un objeto o un lugar, solemos preferir el deseo —un estado de anhelo perpetuo— a la consecución de acciones que nos muevan a saber cómo llegar a él.
Las «preguntas decisivas» a las que se refiere Bernhard (o así lo veo yo; quizá tú puedas arrojar nueva luz sobre esas líneas) son aquellas que evitamos a toda costa porque no nos ofrecen líneas de acción claras, ni certezas, ni absolutos: son decisivas, justamente, porque nos empujan hacia el acto de decidir entre varias opciones, de dilucidar sobre los elementos. En suma: nos obligan a pensar. Y, lejos de la boutade, lo cierto es que no nos gusta pensar, porque hacerlo conlleva la necesidad de replantearnos ideas que damos por supuestas para clarificar nuestro paso por la vida.
Es necesario tener una base sólida sobre la que construir nuestra existencia, por supuesto, pero también hemos de asumir la inherente fragilidad de nuestras arquitecturas vitales. Inquirir de manera continua te ayuda a comprender y aprender, pero también te desestabiliza y perturba; ninguno queremos tener que reajustar un rumbo dado, porque ignoramos qué peligros nos depara ese territorio inexplorado al que nos dirigiremos. Las preguntas son ese brusco giro de timón que lleva al barco pirata hacia la isla del tesoro… previo encuentro con bestias ignotas, tempestades y enemigos acérrimos. Y, para colmo, todos sabemos que el tesoro no siempre se encuentra en esa «X» que marca el mapa.
Pero, como en toda aventura (y de eso encontramos múltiples ejemplos en la literatura), si lo piensas bien, el verdadero aprendizaje se encuentra en el proceso, en el devenir, en el camino; es mediante las molestias que provocan las preguntas como alcanzamos la sombra de la certeza. Aunque solo entreveamos la verdad, aunque apenas lleguemos a vislumbrarla, cada interrogante nos lleva un poquito más cerca de la tranquilidad de saber que estamos transitando la senda correcta. Y, en el peor de los casos, al menos nos quedará el alivio de saber dónde nos equivocamos al girar.
Buenísimo. Creo que das en el clavo, las preguntas decisivas nos ponen en una situación de incomodidad. Tomar una decisión importante no nos gusta, ya que requiere renunciar a algo, y poca gente está dispuesta a renunciar a nada. Como dices, preferimos preguntas que se respondan con absolutos, no con decisiones. Como lo veo yo, creo que esto viene de una falta de responsabilidad sobre uno mismo, aunque este es un tema que da para un artículo entero.
Gran artículo de Emi: A veces evitamos hacernos preguntas por temor a las respuestas incómodas.